Entrar en la casa de Pedro Lavirgen es entrar en un mundo mágico, sin prisas, donde los recuerdos se amontonan a modo de entrañables fotografías y en un sinfín de dedicatorias, como si el cariño y los reconocimientos se hubieran fundido con las paredes. A su edad, el maestro Pedro Lavirgen atesora un conocimiento musical muy vasto, que inculca a sus alumnos y que se desprende de una locuacidad apabullante, con una memoria ejemplar que conoce hasta el mínimo detalle de acontecimientos pasados hace más de cincuenta años. En esta entrevista concedida a RITMO, con motivo de un nuevo disco con arias y canciones recogidas en directo, editado por el sello Emec, el tenor, también ex catedrático de Canto del Real Conservatorio Superior de Madrid, cuenta por primera vez a un medio, nos cuenta a la revista RITMO, sus experiencias juveniles y su formación para llegar a ser el grandísimo tenor que ha sido. Nos habla el maestro Lavirgen de las duras condiciones de vida de la posguerra, de su lesión de rodilla cuando era muy pequeño, que le dificultó moverse con soltura por los escenarios, cuando ya se dedicaba profesionalmente al canto. También de su familia, de los esfuerzos que su padre realizó por su formación, de la propia vida de un cantante en formación, repleta de anécdotas y de superaciones constantes; de su encuentro con su maestro Miguel Barrosa y sus estudios posteriores en Italia, a toda velocidad con Alessandro Zilliani… Nada mejor que estas confidencias para comprobar que la vida de Pedro Lavirgen se ha sustentado en el esfuerzo y en el trabajo. Y en el canto más bello.
Maestro, parece ser que le han operado de la rodilla, pero le veo hecho un chaval…
Pues no sé si sabía que desde muy pequeño tuve problemas muy graves en la otra rodilla. Desde los ocho años tuve esta pierna rígida (el maestro se refiere a la otra rodilla). Para los que no creían en mí, esto suponía en principio un problema casi imposible de superar… ¿Cómo iba a moverme con soltura en los escenarios con este problema? Creo que es importante relatarle una cosa, para que sepa cómo nació en mí la afición. Déjeme que le cuente una historia, que es además la primera vez que la cuento; nunca la he contado en los medios…
Cuente, cuente…
Yo nací en el seno de una familia trabajadora. Siempre he dicho que mi padre fue un pionero del pluriempleo. Su principal especialidad era el esparto. Con esto se hacen multitud de cosas, tanto para la casa como para el trabajo del campo, como los capachos, el viejo sistema de moler las aceitunas para obtener el aceite de oliva virgen extra. Para recoger la aceituna, también se encargaba de las varas para varear los árboles, que consiste en sacudir el olivo con una vara especial para recoger el fruto. Además de ser un experto en la poda del olivo, que requería mucha pericia con una sierra elástica. A estas tareas hay que añadir la de matarife, que era el que se encargaba de dar muerte limpia al cerdo en la matanza, una verdadera tradición y toda una ceremonia en el sur de España. Pues bien, estos eran los oficios de mi padre, y, cuando yo tenía seis años recién cumplidos, tuvimos que marcharnos del pueblo a instancias de las tropas republicanas, que nos avisaban que las tropas franquistas estaban a las puertas de Córdoba y que en pocos días lo estarían de los pueblos de la provincia. Así que un buen día de madrugada salimos de Bujalance hacia Villa del Río y Marmolejo, y de ahí a Zocueca. Durante tres años vivimos en una casa con techos de lona que construyó mi padre. En esa época fue cuando me caí sobre una piedra, dándome justamente en la rodilla. Seguramente en esa rodilla, antes del accidente, se estaba germinando algo malo, un tumor, por lo que el golpe aceleró el proceso de expansión de la enfermedad. Como no había médicos, ya que estaban todos en el frente, me vio un médico muy viejito, que le dijo a mis padres que de momento mi rodilla no tenía arreglo, al menos hasta que me viera un médico con más medios. Lo único que pudo hacer fue recomendarme que tomara rayos de sol en la rodilla, procurando que no me dieran en la cabeza. Poco a poco la pierna iba flexionando, pero se detenía justo cuando alcanzaba un grado de flexión; no podía moverla ni hacia atrás ni hacía delante, hasta que prácticamente alcanzó un ángulo recto en la rodilla, inamovible. Mi padre me hizo un artefacto para que pudiera tomar el sol en la rodilla y que no me diera en el resto del cuerpo. Esta fue la única terapia que me pudieron aplicar en ese tiempo.
Pero usted además tenía más hermanos de los que se ocupaban sus padres…
Mis padres fueron “productores” de mis seis hermanos; además mi madre iba embarazada en aquel exilio forzoso. Dio a luz en plena guerra, ya en el año 37. Imagínese pasar una noche al ralentí en esas campiñas en los meses de invierno… Mi madre además llevaba en brazos al más pequeño de mis hermanos, que tenía dos años y que estaba enfermo, principalmente por inanición, ya que a mi madre el pecho se le había secado y no llevábamos comida adecuada para un niño tan pequeño. En un momento dado, el niño empeoró mucho y esperábamos su fallecimiento momentáneo, hasta el punto que mi padre pensó en marcar un olivo para recordar el lugar en donde enterrarlo y recoger sus restos a la vuelta. La historia es dura, pero es tal como la estoy contando. En un momento dado, entre ese mar de olivos, mi padre y mis tíos escucharon el balido de una cabra, que por suerte pudieron cazar. Y más suerte aun fue que la cabra tenía las ubres repletas de leche, por lo que enseguida la ordeñaron e hirvieron la leche para mi hermano, que milagrosamente comenzó a reponerse ¡Desde luego la cabra nos acompañó desde ese momento! Le decía anteriormente que mi padre me había construido un artefacto para poder sentarme y recibir el sol en la rodilla. Sentado allí, observaba a mis hermanos jugar. Mientras los miraba, me inventaba una copla muy sencillita y la cantaba espontáneamente. Creo que aquí nació mi afición, ya que me di cuenta que tenía un don para la música, para el canto. Eso se tiene o no se tiene.
No fueron tiempos fáciles…
Fíjese, junto a mi hermano menor íbamos a repartir mistela al ejército, ya completamente franquista, en las estaciones de trenes, a cambio de recibir chuscos, que eran unos panecillos con carne dentro. Un día, mi hermano se retrasaba, yo tenía que tomar el tren, y como no quería ni perder el tren ni perder de vista a mi hermano, calculé mal para subir al vagón, esperé en exceso y cuando me apoyé en el palo para saltar al vagón caí a la vía, quedándome al lado de una rueda, mientras me rozaban los hierros de la estructura en la camisa. Estuve a punto de ser completamente atropellado. Me llevaron a mi casa, en donde recibí la reprimenda de mi padre, pero se generó una preocupación por mi estado, por mi rodilla inhabilitada. En Córdoba me llevaron al Hospital de San Juan de Dios, que era para “Niños lisiados y pobres”, como decía en la puerta. La comida era muy precaria, muy escasa. Comíamos la mayor parte de los días macarrones en caldo, sin sal. Llegó un día que ya no podía seguir comiéndolos, lo recordaré toda la vida. Un buen día, desde el comedor escuché cantar a un grupo de niños, y conseguí acceder a ellos. El coro lo preparaba desde un harmonium Don José, que me preguntó, cuando yo quise cantar con ellos: “¿Pero tú sabes cantar?”, que es una pregunta muy ambigua pero de lo más normal… Pues bien, le contesté en el mismo lenguaje y le dije que claro que sabía cantar, y en ese momento le canté una de aquellas coplillas que les cantaba a mis hermanos mientras jugaban. Me dijo que desde ese momento debía de aprenderme todo de memoria, como los motetes y esas cosas, ya que allí todo lo que se cantaba era religioso. Para eso no tuve problemas, yo memorizaba con mucha facilidad. A los pocos meses ya era el solista del coro, llegando a tal extremo mi desarrollo vocal como niño, que se esparció la noticia en Córdoba: en el Hospital de San Juan de Dios había un niño que cantaba muy bien en las misas. La gente comenzó a ir a esas misas para escuchar a ese niño que cantaba tan bien.
Aún en aquella época no le habían tratado en condiciones la rodilla…
Me operaron a finales de 1939. A partir de ahí comencé a mejorar, y sobre 1942, más o menos, empecé a preocuparme por mi preparación. Salí del hospital sin instrucción alguna, sin saber leer ni escribir. Mi padre me puso enseguida un maestro particular y aprendí y progresé rápidamente. Cuando más o menos estaba recuperado de la operación, se presentó el dilema de qué haría yo con mi vida. Mi padre pensaba que tenía que trabajar como mis hermanos. En aquellos años tras la guerra, en los pueblos de Andalucía se pasaba mucha hambre. Mi hermana y yo teníamos que ir a moler el trigo, que era nuestra principal fuente de alimentación, con unas tortitas que mi madre preparaba. Fue una época muy dura; en cuanto al canto, lo olvidé completamente. Decía que mi padre me buscó un trabajo. Me buscaron un empleo en una albardonería. Me dedicaba a picar con una cuchilla los albardones, de los que salía un polvo tremendo que, inevitablemente, me hizo enfermar de cierta gravedad. El médico instó a mis padres, si no querían que empeorara, a que abandonara el empleo. Fue en ese momento cuando mi padre se convenció y me procuró estudios de mayor proyección, aunque modestos. Y fue así como un día, en verano, escuché cómo cantaban un grupo de chicos. Recordé que yo también cantaba en el Hospital de San Juan de Dios. Me pasó exactamente igual que en el hospital, enseguida me convertí en solista del grupo, mientras mi voz se iba desarrollando. Cantábamos con cierta regularidad, actuando hasta en el teatro del pueblo, todo ello mientras continuaba con mis estudios, comenzando a estudiar finalmente Magisterio.
¿Serían entonces estas sus primeras actuaciones en público, sin contar las de las misas?
Sí, ya que a través de este coro accedí al coro parroquial. El párroco era un carmelita descalzo, Ladislao Senosiain, que en cuanto me oyó cantar me incluyó en los tenores, aunque participé en un concurso de canto como barítono a instancias de Don Ladislao, ya que todavía no había desarrollado del todo mi voz y las tesituras no estaban aún definidas. Rafael Serrano, el director del Conservatorio, me dijo que “¡qué hacía yo como barítono en un concurso, cuando yo era tenor!”. A partir de aquí, en el coro de la parroquia hacía mis solos, sobre todo en el Benedictus de la Misa de Perosi, gracias además a un tenor aficionado de Úbeda, Andrés Fuentes, que iba invitado todos los años a la Fiesta de la Inmaculada Concepción, patrona de Bujalance, para cantar la Misa de Perosi. Andrés me escuchó cantar allí el Benedictus. Él estaba empeñado en llevarme a Madrid para que me escuchara cantar Carlota Dahmen, profesora de canto. Al final, Andrés Fuentes convenció a mi padre y finalmente me llevó a Madrid. Carlota me dijo que no podía darme una opinión si no me escuchaba durante varios días; si tenía talento para la profesión, si tenía una extensión adecuada para batir las tesituras de tenor… Todo eso tenía que verlo durante varios días. Recuerdo que cuando llegué allí le canté “Recondita armonia” de Tosca, y recuerdo que di un gallo en el Si bemol final. Mi padre hizo el sacrificio y me tuvo en Madrid veinte días, hospedándome en casa de mi tío, hasta que por fin esta señora emitió un certificado en el que decía que estaba preparado para hacer una carrera y que podía llegar a ser un gran tenor, una primera figura. Desde ese instante me dediqué a buscar una beca para Madrid. Mi padre conocía muy bien al presidente de la Diputación de Córdoba, que emitía becas para realizar estudios musicales, pero tras presentar la correspondiente solicitud, no me la dieron. Se la dieron al hijo de un médico, ya sabe usted qué pasa con estas cosas… El tal hijo del médico no pasó nunca de corista, eso sí, un buen corista.
Todavía continuaba con sus estudios de Magisterio…
Sí, pensé que una vez terminada la carrera, podía pedir una interinidad en Madrid, para así poder estudiar canto. Como nunca me he rendido, personalmente busqué todas las opciones posibles, y encontré una. Un señor con mucho dinero, que era primo carnal de la organista del padre Ladislao, el que me hacía cantar los solos en la Misa de Perosi, fue la opción que busqué para conseguir ejercer el magisterio en Madrid y así poder estudiar canto paralelamente. Le escribí una carta y me contestó que, al terminar la carrera, fuera a verlo a Madrid con mi título en la mano, y así lo hice. Conseguí de este modo una interinidad en una escuela de Bravo Murillo, donde estuve dos años. Como no tenía suficiente con el sueldo que ganaba en la escuela, que eran unas ochocientas pesetas al mes (unos cinco euros), me enteré que había un coro de cámara de Radio Nacional. De nuevo pedí ayuda a Don Patricio, que era el señor acaudalado que me facilitó la interinidad, para acceder al coro, en el que me escuchó en las audiciones un joven Odón Alonso, que era un espléndido pianista. Hablamos, fíjese usted, del año 1953… Recuerdo que le canté de nuevo “Recondita armonia” y me admitió. Desde ese momento comencé a alternar la escuela con el coro, donde me pagaban las mismas 800 pesetas que en la escuela.
Pero aún no tenía maestro de canto en Madrid…
Fue en ese momento cuando comencé a buscar un maestro de canto en Madrid, pues ya estaba en condiciones económicas de permitírmelo. Mientras, seguía buscándome la vida, cantando en las iglesias, especialmente en funerales matinales a las siete de la mañana, en los que me daban 16 pesetas por funeral (10 céntimos de euro), que buenas eran. Encontré un maestro, que no me fue bien, hasta que un bajo gallego, Joaquín Deus, también alumno de Doña Carlota Dahmen, me recomendó a Miguel Barrosa, que había sido un tenor importante durante treinta años en Italia. Joaquín sabía que Barrosa me iba a poner en mi sitio, ya que el anterior maestro que había tenido me había hecho cantar cosas que no debía, haciéndome daño seriamente. Hice una audición con el maestro Barrosa, no canté bien, rompí una nota en “Ch’ella mi creda libero e lontano” de La fanciulla del West. Me dijo que estaba mal de impostación y que me faltaba estilo, pero vio en mí algo aprovechable. Desde ese momento comencé a estudiar con él, y me fue tomando mucho cariño y afecto, creyendo cada vez más en mis posibilidades. Para resumirlo en pocas palabras, comencé con Barrosa en septiembre de 1956 y a los tres años debuté en Zaragoza con Marina, con la que tuve un éxito muy grande. Desde aquí comenzó una etapa nueva en mi vida.
¿Barrosa le recomendó en Italia?
Sí, el personaje en cuestión al que me recomendó fue Alessandro Zilliani. Era el presidente de la agencia Alci. Había cantado algo de ópera con la compañía de Tamayo, especialmente Carmen, pero en italiano. Tamayo la incorporó a lo que se llamaba entonces Festivales de España, e hice esta Carmen en su primera salida de Madrid, en la Plaza de Toros de La Maestranza de Sevilla.
Muy apropiado para Carmen…
¡Desde luego! Como le decía, hacíamos esta Carmen en todas las capitales de España, siempre al aire libre. Decidí, tras cantar zarzuela, tras esta Carmen, que la ópera era lo mío. Barrosa me dio una carta para Zilliani, que era un hombre con gran fama de serio y riguroso. Su agencia era la más importante de Italia, la que había sacado adelante a Del Monaco, a Aragall, a Prevedi, a importantísimos cantantes. Tuve la suerte de poder contactar con él a través de Miguel Barrosa. Cuando llegué allí, él ya me esperaba. Llegué con un pianista, ya que me habían advertido que fuera con mi pianista, y me presenté ante este hombre imponente, muy alto y bien vestido, con una parafernalia de oficinas que abrumaba a cualquiera. Me dijo: “Sé que has cantado zarzuela en España. No te voy a decir lo que me han dicho de ti, pero te quiero escuchar. Ahora bien, no me cantes zarzuela. Lo que hayas preparado con tu maestro, lo cantas aquí”. Le dije que tenía unas quince romanzas de ópera, todas de tenor spinto, que había preparado con Barrosa. “Pues muy bien –me dijo–, entra en esa habitación y las cantas hasta que yo entre”. “¿Una detrás de la otra?”, le pregunté. “Sí, cuando considere oportuno, entraré, pero no dejes de cantar hasta entonces”, me respondió. La habitación estaba recubierta de cortinas muy gruesas y moqueta en el suelo, de manera que de allí no iba a salir el sonido a ninguna otra habitación. Desde luego estaba hecha ex profeso, para ver si la voz podía penetrar tras toda esa materia textil tan densa. Comencé a cantar, recuerdo que de nuevo la “Recondita armonia”, y varias arias y romanzas de entidad para tenor. Cuando, tras cantar “Vesti la giubba”, entró Zilliani. “Hasta aquí te he probado para ver la voz que tienes, tus agudos y la resistencia. Pero ahora quiero ver la extensión de verdad. Me vas a cantar un bloque de Il trovatore, con ‘Ah! sì ben mio’ y ‘Di quella pira”. Le dije que estaba un poco cansado, tras cantar seguidas varias arias de gran dificultad. Yo estaba fuerte, era joven y tenía muchas ganas, así que le cante ambas, la “Pira” a tono con el Do, y recalco lo del tono original, porque en teatro tantos y tantos tenores la han bajado medio tono. “Te diré lo malo y lo bueno –me dijo–. De estilo, un desastre; de pronunciación, un desastre mayor todavía; no sabes lo que es cantar ópera; no tienes idea de los recursos tradicionales que se hacen en cada aria y romanza, has cantado solo lo que hay escrito…”. “Maestro –le contesté–, me he esforzado en cantarlas como están escritas y no como las suelo escuchar en los discos…”. “Bueno, ahora te diré lo bueno –me dijo–. La impostación no es mala; y los agudos diría que son buenos. De manera que una condición para que yo te meta en mi escudería –como él decía–, es que estudies durante seis meses seguidos con la persona que yo te diga”.
Entró de lleno en estudiar ópera a fondo…
Estudié repertorio y técnica vocal. Me hicieron todo tipo de correcciones. Zilliani me dijo que iba a presentarse a los seis meses, sin previo aviso, para comprobar mis progresos en estilo, en fraseo y en dicción. Todo el dinero que había ahorrado en los últimos cuatro años lo empleé en Italia. Cuando se presentó a los seis meses, me escuchó y le gusté mucho. Desde luego mucho más que la primera vez. “Ahora ya puedo trabajar para ti –me dijo–. Soy muy amigo del sobreintendente de la Ópera de Parma (que era el teatro más difícil de Italia, según cuenta todo el mundo), Giuseppe Negri, y voy a hacer una gestión para que te escuche. Estoy seguro, dada mi amistad con él y la forma en la que estás, que no tendrás problemas para que te contrate”. En aquella época no existía el límite de velocidad para los coches, así que todo lo elegante y bien vestido que pude, me monté en el Alfa Romeo deportivo de Zilliani dirección a Parma. Por la “autopista de las flores”, en dirección a Parma, me llevó a tal velocidad que llegué totalmente descompuesto. Había pasado tanto miedo, que cuando llegué al teatro me puse a vomitar. Estaba desfallecido y exhausto, perdí hasta le memoria. Cuando iba a comenzar a cantar, no podía ni recordar el inicio de la romanza. Total, la audición fue un desastre. Fue tal desastre, que Negri le reprochó a Zilliani el haberme traído, ya que pensaba que no tenía ni los conocimientos básicos para cantar. Yo le expliqué a Zilliani, que estaba hecho una furia conmigo, que me había descompuesto por el miedo que pasé por su manera de conducir, pero no sirvió de nada. Estaba enfadadísimo conmigo. Decía que nadie había fracasado con él, que cuando había apostado por alguien, ese alguien había hecho carrera y que yo había sido su primer fracaso. “Desde ahora no quiero saber nada más de ti –dijo–”. Y tal cual me dejó en Parma, sin apenas dinero para volver a Milán. Cuando a duras penas regresé a Milán, intenté ser recibido en su oficina, día tras día, pero nunca me recibía. Tras un mes de ir todos los días, su secretaria se apiadó de mí. Sin que Zilliani se enterara, hizo para encontrarme “fortuitamente” con él. Lo hice así, siguiendo sus “planes”, Zilliani pudo verme y se quedó de piedra, con una mirada muy fría y despreciable. Clamó al cielo, pero en el fondo yo sabía que llevaba un sentimental dentro. Apelé a lo más hondo de mi vida, a mi familia, a mis hijos, a su bienestar, fui directo al punto débil. Y Zilliani cambió, se serenó y se puso bien conmigo, entendió mi situación y lo que me ocurrió en Parma y, desde ese momento, canté en el mundo entero.
Maestro, ahora entendemos cómo se convirtió Pedro Lavirgen en el tenor que fue y en el tenor que escuchamos en esta nueva grabación seleccionada en Emec…
La mitad de este disco procede de un doble disco con motivo de un homenaje, con grabaciones recogidas en directo de actuaciones mías, incluyendo una actuación memorable de un concierto de Tokyo. Como ve, tengo recogidas muchas de mis actuaciones (el maestro comienza a abrir cajones y, perfectamente ordenadas, las cintas de casete, con citas en los laterales como: “Otello Firenze 1974”, guardan celosamente casi todas las actuaciones en vivo del tenor). De aquí se extrajo el material para aquel doble disco, del que algo se ha usado para el disco de Emec, en el que principalmente aparece un recital que di en Tokyo para la NHK. En este concierto se revelan las que han sido mis mejores condiciones para cantar. La primera de estas condiciones es una buena técnica de emisión. Esta me la enseñó mi maestro Barrosa y es un elemento necesario y fundamental para hacer la carrera. Cuando era joven (recuerda en “off” Pedro Lavirgen), tras mis problemas y mi enfermedad, me encontraba muy debilitado y con el pecho hundido. Los médicos aconsejaron a mis padres que hiciera ejercicio, dentro de las posibilidades que permitía mi discapacidad en la rodilla. Me apunté a natación, me esforcé e hice todo tipo de ejercicios. A los veinte años me había convertido en todo un atleta, llegando a competir hasta en competiciones modestas. Logré tener una buena técnica de respiración y buen manejo del aire, que logré con la natación y que apliqué al canto, gracias a un monitor argentino del equipo de natación. La segunda condición a la que me refería antes es la resistencia, ya que siempre he sido muy fuerte. Otra de mis características era el fiato, el dominio de la respiración, como le he contado del aprendizaje en la natación. Hacía frases con un aliento enorme, sin descanso. En el concierto de Tokyo hay un “Vesti la giubba” en el que hago una frase larguísima en la que la mayoría de los tenores respiran. Y otra característica es el fraseo, un fraseo muy vehemente, muy ardoroso…
Y también muy elegante, como en el inicio de “E lucevan le stelle”…
Gracias, muy bien… Es un detalle que lo reconozca, casi siempre se me ha tachado de demasiado efusivo y apasionado.
Es que algunas cualidades son tan evidentes que eclipsan al resto…
Hay muchas arias y romanzas en las que muestro esa elegancia, que muchos me han negado, por qué no vamos a decirlo. Mi fuerte temperamento, como usted ha dicho, en cierto modo ha tapado al resto de mis cualidades. Si le digo la verdad, era como un coloso, tenía una fuerza y una resistencia tremendas. Pues todas estas cualidades están en este disco, aunque puedan faltar algunas cosas que a mí me hubieran gustado que estuvieran.
No hace falta decir entonces que este disco es imprescindible. El resultado de un cantante hecho tras el esfuerzo y la constancia. Muchas gracias maestro por revelarnos tantos secretos de su infancia. Ha sido un placer.
Ficha y comentario del nuevo disco de Pedro Lavirgen para EMEC
NESSUN DORMA
“PEDRO LAVIRGEN. Arias de Ópera”.
Pedro Lavirgen, tenor.
Varias orquestas y directores.
EMEC, E-109.
Con grabaciones en vivo recogidas entre 1967 (Lucia de Lammermoor) y 1978 (Norma), este nuevo disco del sello Emec, dedicado a Pedro Lavirgen, muestra una década muy especial en la carrera del tenor cordobés, su mejor etapa, donde se pone en evidencia todo su potencial canoro, como también puede leerse en la entrevista de estas páginas. Comencemos.
El disco se abre con un “E lucevan le stelle” radiante, de una intimidad en el fraseo muy adecuada para el pintor que se sabe despedido de la vida y de sus placeres (los pianos son apabullantes). “Nessun dorma” tiene uno de los agudos mejor impostados que se hayan escuchado y produce tal conmoción en el auditorio (¡lo canta dos veces!) que seguramente quitaría el sueño esa noche… Ya sabemos el efecto que produce esta aria cuando el tenor, cuando Calaf, canta ese “Vincerò!” por dos veces seguidas, de manera que Pedro Lavirgen, es, por este y por más motivos, uno de los grandes Calaf de los años setenta (no puede haber mayor contraste entre la poderosa emisión de Lavirgen y el coro femenino que le acompaña, que parece sacado de la misa de ocho).
“Recitar…Vesti la giubba” es otro ejemplo de fortaleza y, tal como se habla en la entrevista, de dominio de la respiración. Además recupera ciertos usos de la tradición, especialmente en el recitativo, para nada excesivos. Pasa igual con un papel que parecía escrito para él, Chénier, con un “Improvviso” admirable, fogoso, que hace hervir hasta el último armónico de su voz, sin duda uno de los grandes Chénier escuchados. El maestro cantó el repertorio belcantista con grandes del género como Caballé (aquella Norma de la Zarzuela de 1978, en la que estaba también Cossotto, año en que también la cantó en el Covent Garden con Bumbry y Veasey), aunque no era esta una música para su arte, más dado a papeles spinto que lírico-ligeros. Aun así, compone una “Tombe degl’avi miei…” de Lucia y un “Meco all’altar di Venere” de Norma de fuerte presencia y carácter, a las que une en parentesco con Puccini, “Doniccini”, podríamos llamarlo…
El grupo de los Verdi, con Aida, Rigoletto, Forza y Macbeth, pone a prueba al spinto frente al lírico, como le ocurre con Radamés, Otello o el Duque, de tesituras muy distintas, mucho más cómodo en los primeros, en especial en el celoso moro, al que dotaba de una rabia interior casi incontrolable (el final le hace a uno temblar de pánico). Con Carmen y tres canciones españolas que hacían emocionarse a los espectadores extranjeros (Granada), el disco recupera a este gran tenor, aunque en cierto modo el mundo del disco estará siempre en deuda con él.
Entrevista y comentario de Gonzalo Pérez Chamorro