En el programa avanzado a la prensa en su día con los contenidos de la temporada 2011-2012 de la Orquesta Nacional de España, su director artístico, Josep Pons, explica las múltiples y evidentes razones por las que construir una temporada de conciertos alrededor de la ciudad de París, ubicada en un entorno temporal que pivote alrededor de 1900, es apostar sobre seguro. RITMO no las va a recordar ahora; hemos preferido reproducir el extenso trabajo del ensayista musical y poeta Ramón Andrés, como presentación y preámbulo de una temporada que en general se presenta fascinante. Este artículo, que aparecerá en el libro que la sección editorial de la propia Orquesta publicará en breve, no solo da pistas sino que nos hace pensar, vivir, e incluso soñar, no en vano gira en torno a uno de los espacios urbanos y humanos más maravillosos, espectaculares y únicos que puedan imaginarse. No es necesario añadir mucho más: si París se resfría, el mundo estornuda.
No parece el mejor modo de empezar el escrito sobre una ciudad hablando de los cementerios, teniendo en cuenta, además, que nos encontramos en un lugar que permite pasear por los Campos Elíseos, las Tullerías y escuchar el fluir de un ancho río con barcazas. Sin embargo, caminando por los camposantos de Passy, Grenelle y Auteuil, y sobre todo por los de Montparnasse, Montmartre y Père-Lachaise, sin olvidar el de Saint-Vincent, uno empieza a imaginar, más allá de los libros, las partituras y los lienzos que testimonian un tiempo y una cultura, qué fue aquel París de 1900. Aquí, cerca de los setos, yace Gustave Moreau; junto a esa marquesina sombreada, Gertrude Stein; un poco más adelante, tras la breve escalinata, Isadora Duncan. Ellos pertenecieron a las calles por las que pasaban, seguramente con la última luz del día, Erik Satie y Amedeo Modigliani, Marcel Proust y Claude Debussy, Stéphane Mallarmé y Déodat de Séverac. Ciertamente, cabe pensar en un hervidero de gentes que deambulaban por una urbe acostumbrada a la grandiosidad y un pasado difícil de emular, un lugar veteado de pequeñas tiendas y cafés, de aromáticas panaderías y librerías en las que todavía a finales del siglo XIX era fácil encontrar primeras ediciones de Stendhal y estampas de Camille Pissarro.
En un curioso escrito de Hector Berlioz, que, por cierto, descansa en el cementerio de Montmartre desde 1869, se habla de una visión aérea y nocturna de París, de una especie de vuelo que permite observar qué sucede allá abajo. Esta clase de percepciones eran comunes a quienes leían con fervor a De Quincey y consumían el que consideraban «bienaventurado opio»: «la vida es sueño, y el opio realidad», se decía. El compositor francés nos habla de una vastedad de callejuelas apenas iluminadas y de unas luces procedentes de las buhardillas, tenues e insomnes como sus dueños. Sin duda, unas décadas después esta panorámica berlioziana no debía diferir en mucho, si se tiene en cuenta que la capital francesa fue la ciudad de Europa donde más habitaciones, locales, desvanes y mansardas se alquilaron, y así sucedió también durante las dos o tres primeras décadas del siglo XX.
Este uso de los sobrados convertidos en estudios y talleres resultaba una tradición, ya desde tiempos de d’Holbach. Las cartas de Mozart escritas durante el segundo y aciago viaje a París son una amplia ventana que muestra las condiciones de vida y los espacios insalubres a que se veía abocada una población que luchaba por la supervivencia, y de cuyo pulso no escaparon, sino todo lo contrario, los artistas, músicos y escritores que allí se reunían. Cabe pensar que hasta el último decenio del siglo XIX el agua corriente no llegó a las últimas plantas de los inmuebles, al menos en la parte izquierda del Sena. Si se repara en el aguafuerte de Daubigny en el que recrea su desvencijado taller, o en el local que Gustave Courbet había habilitado hacia 1860, vemos que constituyen unos espacios hoy impensables. L’atelier de este último, abierto en la calle Notre Dame-des-Champs, era muy amplio, un gran local de techo alto –al menos de ocho metros– y paredes de ladrillo con un generoso ventanal. El suelo estaba sin enlosar, pura tierra. El caño angular de la pequeña chimenea se desplegaba sujeto al muro. En una ilustración de Prévost puede verse que allí asisten los aprendices, que en número de una veintena, aproximadamente, siguen el ejercicio de copia; lo sorprendente es que el motivo no es sino una vaca, que se mantiene quieta gracias al buen oficio de un pastor. En cada rincón de París, sin duda, podía advertirse que Honoré de Balzac seguía vivo.
Algunos autores han referido la coherencia y seriedad de una capital como Viena, capaz de producir, por decirlo de algún modo, escuelas artísticas y literarias bien definidas e influyentes. En cambio, se objeta que París, siendo un punto de primordial importancia para la cultura europea, no ha supuesto el nacimiento de una «escuela», en un sentido estricto y codificador, tal como se entendió en centroeuropa. Esta circunstancia parece del todo normal si nos atenemos a algo tan sencillo como los antecedentes históricos, puesto que la capital francesa fue, antes que una academia o una inspiradora de sistemas, un lugar de encuentro, una especie de tierra prometida en la que no se dirimía el acceso al paraíso sino a la libertad y a la posibilidad de la más pura creación.
No es fácilmente concebible entender qué era a ciencia cierta aquella urbe en torno al año 1900, salpicada de bicicletas Peugeot y cosida de puestos callejeros donde los pequeños editores vendían los poemarios de moda junto a los perfumistas y los zapateros. Vivir en casa o en la calle no resultaban cosas tan distintas. Cuando Freud y Jung discrepaban en Viena acerca del camino psicoanalítico, la intelectualidad bohemia de París especulaba sobre los que se creían últimos latidos del simbolismo. Allí Henri Bergson libraba la batalla contra el academicismo de la Sorbona. Fue en ese arco temporal, también, cuando Braque y Picasso, impactados por la contemplación y estudio de la obra de Cézanne en el Salon d’Automme, daban cuerpo a un estilo que se denominaría «cubista». Cuesta creer, como si fuera un hecho menor, que el joven Rainer María Rilke fuera por aquellos años el secretario de Auguste Rodin, a quien ayudaba a ordenar los miles de legajos, cartas y apuntes que desbordaban los estantes. Cuesta imaginar, también, que en el período en que Erik Satie componía las Gnossiennes el matrimonio Curie estuviera dando cuerpo, entre penurias, a la investigación sobre la radioactividad.
Sí, París ha sido una ciudad en la que han tenido tanta incidencia las revoluciones como los flujos de emigración, los grandes eventos y su afán por no dar la espalda al mundo. No es una casualidad que las más famosas exposiciones y salones produjeran cambios de mentalidad y subyugaran a los parisinos, conocedores, más que en otras capitales, de las costumbres y modos de hacer lejanos, hechos a las nuevas maneras, a las distintas concepciones de la forma y a los colores de pigmento poco occidental, por así decir. Aunque parezca un detalle menor, fue precisamente en la temprana Exposición Universal de 1889 donde Claude Debussy descubrió las resonancias de la orquesta gamelán javanesa, un hecho, como es fama, que habría de influir sobre su idea sonora y abrirle paso a «otro modo de expresar» y formular la música, cansado como estaba de la que había subyugado los auditorios de Europa.
Por más que las estampas parisinas muestren una imagen de avenidas ajardinadas y un Arco del Triunfo bajo un cielo lluvioso y existencial, su subsuelo, por emplear un término dostoievskiano, era ya en torno a 1900 una antigua fragua, un enorme taller en el que se diseñaron las paredes maestras de una buena parte del arte y la cultura contemporáneos. No sé si es compartible una percepción que siempre me ha causado extrañeza: la estricta coexistencia de personalidades y artistas que, no sé bien la causa, parecen haber pertenecido a tiempos y universos alejados entre sí y, sin embargo, su devenir resultó coetáneo. Es curioso pensar, por ejemplo, que cuando Edgar Degas terminaba las últimas telas aquejado ya por una creciente ceguera, Ígor Stravinski escandalizara a los círculos conservadores con La consagración de la primavera; resulta difícil imaginar, quizá porque el reflejo del pasado es azaroso, que L’étranger de Vincent d’Indy y la muerte de Oscar Wilde, inhumado en el cementerio de Père-Lachaise, fueran sucesos de un mismo tiempo. Lo propio ocurre al reparar en que el solitario Edgard Varèse fuera todavía alumno de Charles Marie Widor… Acaso la razón de esta ilusoria percepción de la cronología se deba a la proverbial ebullición de una sociedad capaz de generar escenarios extraordinariamente diversos, fuente de paradojas y estación de erráticas y deslumbrantes vidas.
Sí, esta ciudad, cuyo nombre lo debe al pueblo galo de los parisios, aunque otros quieren ver en él una derivación de paradisus, ha sido, y todavía es, un nudo de contrasentidos. Cuando los Ballets Rusos revolucionaron algo más que la escena, se seguía acudiendo con devoción al Ambigu-Comique, donde Jacques Offenbach había sido violoncelista; convivían allí el vaudeville y la música más avanzada propuesta por la compañía de Serguei Diaghilev, llegada por primera vez en 1909. Es significativo que los espectáculos de dichos Ballets, que reunieron a las figuras más sobresalientes de la danza, propiciaran, tras su desaparición, una honda nostalgia entre los músicos y los aficionados. El «étonnement de l’oreille, de l’oeil et du coeur», empleando las palabras de Jean Cocteau, que había supuesto la presencia de aquella compañía, unido a una pujante necesidad de ruptura encabezada por los músicos jóvenes, influyeron sobremanera en la necesidad de mantener una efervescencia que implicó el nacimiento de nuevos lenguajes, siempre vinculados a la sensorialidad. Ciertamente, es característico de la música francesa de aquel entonces la posesión de atributos propios de una obra plástica: volumen, color, densidad, especulación sobre la materia, una materia espiritualizada, acaso porque también, como había escrito Vladimir Jankélévitch, la música es apariencia y representa la objetivación de nuestra debilidad. Podría decirse que aquella música era la virtualidad de un impulso que buscaba hacerse presencia. Este camino sería asimismo emprendido por la pintura, aunque en dirección opuesta, al encuentro de la transparencia y la fluctuación de imágenes. Al ser preguntado Pierre-Auguste Renoir, ya muy avanzado en edad, por el propósito de su pintura, respondió: «Quiero que el rojo sea sonoro y resuene como una campana». Sabemos que esta correspondencia entre los colores, las texturas, las notas musicales y los instrumentos llamará la atención, años más tarde, de Vasili Kandinsky en La espiritualidad en el arte.
El francés es un pueblo que no convierte la espera en melancolía, sino en certidumbre. Eso hace que su acercamiento a la novedad se produzca de una manera espontánea y, al menos en apariencia, natural. Friedrich Nietzsche diría que obedece, por el contrario, al rechazo y la incomodidad con el pasado. Sin embargo, lo que importa ahora es pensar por qué surgió allí, por ejemplo, un pensamiento como el bergsoniano, o un movimiento como el impresionismo, una acuñación aceptada en el terreno del arte pero de la que Debussy, al igual que sus compañeros generacionales, abominaba. Cuando, ya cercano el año 1900, se decía con admiración que los pintores impresionistas habían acabado definitivamente con las superficies lisas, y los compositores con los sonidos enfáticos y «planos», hacía ya tres décadas que un lienzo de Claude Monet, titulado Impresión. Soleil levant, había sido admirado en la exposición de pintores independientes celebrada en 1872. La época reclamaba otro espace auditif.
Ya no cabe hablar únicamente de los innovadores casos de Debussy y del más tardío Maurice Ravel, que resolvieron la música sobre una nueva alianza que contemplaba la simultaneidad de mundos ignotos, la coexistencia de lo lejano y lo inmediato, llevados por la voluntad de descifrar dimensiones invisibles, sino también de un amplio número de maestros que como aquéllos compartían la proposición bergsoniana en virtud de la cual ningún estado de conciencia permanece, antes bien responde a una espontaneidad, a un incontenible fluir y un ímpetu que lleva a la mente al desarrollo de la intuición como instrumento de conocimiento. La música de esos años provocó un cambio de tal magnitud, que la historia del arte musical debió tomar necesariamente otro curso. Nada podía permanecer igual tras la audición de L’après-midi d’un faune, basado en la égloga de Stéphane Mallarmé, donde se cultiva como discurso la indeterminación, el amor por lo inexpresable y lo «inefable», un término éste que resultará esencial en la poética de aquellos años. Las páginas voluntariamente difusas de Charles Koechlin, las estructuras de contornos imprecisos encontradas en Albert Roussel y Florent Schmitt, o la iluminada indefinición mística de André Caplet, responden a una actitud –cabría decir una condición– abierta a una distinta forma de escucha, que es tanto como aceptar una diferente recepción de las cosas. Este último, que fue designado como jefe del servicio de palomas mensajeras durante la Primera Guerra Mundial y que acabó minado por la toxicidad de los gases, desplegó ya en las primeras versiones de Le Masque de la mort rouge, que se remontan a 1908, un entramado armónico de notas insinuantes, casi huidizas, que reflejan ese afán de sensaciones indefinidas y suspensiones dirigidas a un ser que ya se intuye en su multiplicidad y fragmentación: es el hombre moderno que ha empezado a entender su discontinuidad, su condición fortuita, el reconocimiento de su azar.
Lo ocurrido en el París en que Zola había muerto en 1902 por la intoxicación de una estufa, y en el que la burguesía soñaba con la propiedad de una casa en las afueras, lejos de los barrios y las colonias obreras, lejos de los nocturnos ambientes bohemios, será decisivo para el modo de entender mucha de la música y el arte europeo posteriores. Fue sobre todo la amalgama cultural y la asimilación de distintos pensamientos, a veces confrontados, que abrieron de par en par las puertas a un siglo que se vivirá a sí mismo como continua metamorfosis. Es de sentido que esta «amalgama cultural» implicara, para su aceptación, una especial permeabilidad. En razón de ello, fuera ya de las especulaciones filosóficas y estéticas que bullían sin cesar, quizá no sea un desatino reparar en algo que puede parecer menor y que a menudo acostumbra desatenderse, pero que tuvo una incuestionable significación, como es el influjo de ciertas corrientes espirituales y esotéricas que alcanzaron un notable predicamento entre los escritores, artistas y músicos, muchos de ellos entregados a nuevas experiencias sensitivas, abiertos a los interiores paisajes oníricos, al alcohol y a las sustancias psicoactivas que significaban algo más que una evasión.
Cabe pensar que la amistad del mencionado Satie con Joseph Aimé Péladan, que fundó en 1891 la Ordre de la Rose Croix, no fue un hecho anecdótico ni aislado. El esoterismo, la fascinación por la magia y el ocultismo habían abierto ciertas vías en la conciencia y propiciado una familiaridad con lo desconocido y espiritual que, como es presumible, chocaba frontalmente con la «apariencia» y el hasta entonces dominante positivismo, sobre el que ya se cernía un cansancio. Nada podía darse por establecido, y menos en el terreno artístico. El aspecto mágico de la música llevó a Jules Combarieu a escribir en 1909 una todavía fascinante obra titulada La musique et la magie, sazonada de reflexiones en torno al origen del arte de los sonidos, vinculado, como así lo afirma, a la fuerza de la naturaleza, a lo indescifrable humano, al descenso ultramundano de los chamanes, y a las técnicas de curación y su correspondencia con las leyes cósmicas. No, quizá no sea una anécdota el que, también en ese mismo año, Saint-Yves d’Alveydre, hermetista y músico, escribiera el Archéomètre musical, que contiene más de doscientas composiciones pianísticas, todas ellas breves, en su mayor parte diatónicas, que se hallan en relación con los siete modos planetarios, según la tradición de la música de las esferas. Proclamaba que el arte de los sonidos es el lenguaje de las formas, las proporciones y los números, y que no puede ser creado por el hombre, sino encontrado: la música responde a un descubrimiento que forma parte de la verdadera revelación divina, y es por ello una ciencia sagrada. La escala temperada resulta ilusoria, y no así la ptolemaica, que pone en contacto con la armonía celeste y permite oír la correspondencia con el Principio.
Esta suerte de discursos, efectivamente, no fueron extraños a una intelectualidad que buscaba en lo originario y en las antiguas culturas una transformación –¿transmutación?– que diera pie al despojamiento, a la expresión desnuda, a la instantaneidad y a concebir la existencia y la obra como un alejamiento y acercamiento continuos, apartados de los preceptos románticos, nostálgicos de certidumbres. Qué pensar, sino, de la escultura de Constantin Brancusi, de El violoncelista de su admirador Modigliani y de Les miroirs de Ravel. Apenas un lustro antes de que Saint-Yves diera cuerpo a su obra, Emil Abel Chizat, que se haría llamar Hizcat y también Azbel, había publicado la Harmonie des mondes en la línea de una interpretación cósmica que implicaba un universo no perceptible por la ciencia, una dimensión de l’au-de là cuyos intervalos planetarios resuenan en secreto para cada ser. Resulta notable que entre la sociedad artística y musical parisina fuera tan notoria la influencia de la teósofa Helena Blavatski, autora de La doctrina secreta –cuyos escritos siempre acompañaban a Alexander Scriabin– y, desde luego y sobre todo, la de Rudolf Steiner. Puede decirse que cuando George Gurdjieff se instaló en París encontró un terreno abonado. De la mansión que era el Château du Prieuré, comprada a la viuda de Maitre Labon, creó un instituto en el que se meditaba y danzaba ritualmente; se seguía una dieta encaminada a armonizar el cuerpo; se trabajaba la tierra y la jardinería; se estudiaba la antigua filosofía y la relación del ser humano con el universo. La música como meditación, como camino salvífico y astral.
La remisión a esta espiritualidad heterodoxa puede parecer un tanto marginal, pero quizá tenga su sentido si se repara en la importancia, y no menor, que tuvo para compositores como el mencionado Scriabin, que había frecuentado en Bélgica los círculos teosóficos, muy relacionados con los parisinos, en los cuales encontró un notable número de músicos afectos a dichas creencias. En realidad, este carácter místico estaba íntimamente ligado a las aspiraciones de unos artistas, en este caso compositores, profundamente atraídos por el mystère –un término muy caro a Debussy– y por los enigmáticos dominios del no-ser y el no-tiempo, conceptos que tan idóneamente concuerdan con la exploración de lo «indefinido», tan propio de la música impresionista. El desacuerdo con un ideario finisecular de talante muy asertivo –muy wagneriano–condujo a la búsqueda de la liberadora atemporalidad e inmovilidad, a ese anhelo de amplitud plasmado en lo que Romain Rolland definió como «sentimiento oceánico», tan discutido por Freud. La música de entonces deseó resolverse en una espiral de instantes, alejada ya de la narración, que es tiempo. Se estaba, pues, en el camino de lo que hoy conocemos como música contemporánea.
La inestabilidad tonal, los pasajes sigilosos, las escalas repentinamente plegadas sobre sí mismas, la insólita flexibilidad del tejido sonoro, la ilusión de una sonoridad flotante que carece de aparente apoyo, apuntaban hacia un ideal de no consumación. La música tenía reparo –cabría decir rechazo– a pronunciarse como hasta entonces lo había hecho, aseverando. Ser sustancia antes que «forma material» se encuentra en el núcleo de una poética que estimó la partitura como una continuada mutación, una regeneración sin término, un juego cambiante de sombras y de texturas que se diluyen en su propio elemento, como ocurre en los cielos inmateriales de James Whistley. Esta entrega a la indeterminación incluso se percibe, bien que por muy distintos caminos a los trazados por Debussy, en músicos cuya obra pertenece al ideario decimonónico, como es el caso de Gabriel Fauré, tan proclive a esa recreación de la inexistencia y el encantamiento, a la espiración voluntariamente lenta, como a la espera de algo.
Cocteau alentaba a sus amigos compositores a alejarse de la estética alemana –s’évader d’Alemagne!– y a escribir, siguiendo su metáfora, según las ramas de su arbre généalogique. El propio Debussy, o mejor dicho, Monsieur Croche, había defendido la idea en virtud de la cual era necesario buscar «después de Wagner y no según Wagner». No se trataba tanto de una impugnación como de una propuesta de superación que fuera el cimiento de un lenguaje más libre y abierto, no lastrado por la monumentalidad. He aquí, quizá, el ideal común que unió a diversas generaciones: la refutación de lo ciclópeo y estatuario frente a un deseo de evanescencia. Por todo lo comentado aquí, es fácil observar que esta oposición estaba en el ambiente de los círculos intelectuales y artísticos desde hacía tiempo, décadas. Los jóvenes que llegaban allí envueltos en un olor a tren buscaban precisamente eso, la propuesta innovadora que ofrecía la capital francesa. Conocemos bien los esperanzados viajes de Enrique Granados y Manuel de Falla, y más tarde de Frederic Mompou, todavía adolescente. Isaac Albéniz hacía tiempo que había recalado en esa ciudad, la primera vez de niño, en 1867, cuando asombró a Antoine Marmontel, por entonces director del conservatorio. Fue mucho después, pasados casi veinte años, que estudiaría con Paul Dukas y Vincent D’Indy.
Con estos precedentes era razonable que París causara una atracción irrefrenable, ya no únicamente por los frutos musicales y artísticos que surgían de aquellos estudios y talleres, sino también por la actitud épica de muchos de sus protagonistas, la mayor parte impenitentes creadores que habían nacido o trabajado en París durante largos períodos. Cuentan los biógrafos que Renoir, atenazado por el dolor a causa del un reumatismo que le deformó totalmente los dedos, hacía que le ataran los pinceles a la muñeca; quería morir trabajando, apurar el límite como también lo cumplió Cézanne: estuvo bajo una tormenta durante horas mientras pintaba en lo alto de una colina; calado y aturdido, tuvo que ser llevado en la carreta de unas lavanderas. A los pocos días murió. Los gestos heroicos de esta naturaleza no fueron menores en Debussy, encarnación del artista hecho a la adversidad. Llevado siempre por una precariedad a momentos extrema, tuvo, como suele decirse, pero esta vez literalmente, una tormentosa vida sentimental, a lo que cabía sumar la infortunada trayectoria profesional, que le deparó escasos momentos de auge, al menos en lo material. Los viajes como director de sus obras resultaron un fracaso y, desde luego, no enmendaron la que era una situación desesperada. Es verdad que en 1903 sería nombrado Caballero de la Legión de Honor, pero esta distinción no le salvaba del hundimiento. El diagnóstico de un cáncer en 1909 lo convirtió en uno de esos personajes de Hofmannsthal, acostumbrados a callar y mirar a lo lejos. Su funeral concuerda con lo que había sido su pasado: se le inhumó bajo el retumbo de los cañones alemanes, que ya amenazaban el norte de París.
Los jóvenes artistas, músicos e intelectuales, pasadas ya unas décadas de aquel 1900, siguieron buscando durante largo tiempo la llave maestra en aquel mágico sustrato que había contemplado la existencia de un Salon des Refusés (‘Salón de los Rechazados’) y el nacimiento de un nuevo sonido que no reverberaba en el pasado. Allí se dirigió Bohuslav Martinů para estudiar con Albert Roussel, e hizo lo propio Ralph Vaughan Williams para aprender orquestación con Ravel. Ellos esperaban, como tantos otros, encontrar un saber distinto, comprobar de cerca qué quedaba de la audición de los Cinq Poèmes de Baudelaire y qué había de verdad sobre los trajes de terciopelo de Satie, en cuyo estudio guardaba una colección de más de cien paraguas. Las extravagancias de la Escuela de Arcueil, la iconoclasia de los Six, el Nu descendant un escalier de Marcel Duchamp, estaban allí. Quizá Falla visitó la tumba de Debussy antes de escribir el Tombeau. El autor de Pelléas et Mélisande había sido enterrado en el cementerio de Père-Lachaise; al año siguiente fue trasladado al de Passy, como era su voluntad, para estar más cerca de los pájaros.
Por: Ramón Andrés