El Teatro Real (en su versión post-97) es una de las mejores cosas que le han sucedido a Madrid en las últimas décadas. Seguramente también a España. Pero parece que, en su mayoría, las clases dirigentes no se enteran; sí los empresarios, que lo patrocinan generosamente, y sí el pueblo llano, que no lo visita en masa (seguramente porque no puede) pero que lo lleva en el corazón como si de una pequeña joya se tratara y que lo siente como algo propio, un valor de los pocos realmente sustanciales que le puedan quedar en su interior en este país de desquicie y subestima de la cultura. Todo el mundo en Madrid y fuera de Madrid sabe qué es el Real; y lo mira con amor y respeto, aun en sus cuitas más impropias o sus, a veces, prepotencias de clase. Todo el mundo le quiere. Porque es un exponente creativo de primera, que unos y otros así lo entienden. Otra cosa es el grado de implicación que se gasta con él la clase política, la clase dirigente, que salvo contadas excepciones se reduce a una monódica apatía, en realidad la misma que exhibe por todo aquello que se pueda calificar como culto, es decir, como forma de expresión bella de todo lo que es humano, aun lo malo. Porque bien visto, eso es la ópera, una manera de mostrar lo mejor y lo peor del ser humano de manera bella, a través de una música bella. Pues bien, un teatro de ópera, como lo es el Real de arriba abajo y de izquierda a derecha, no es más que la herramienta indispensable para hacer realidad algo tan noble y admirable, y por ello cualquier cosa que esté relacionada con él nos concierne a todos.
200 años no ininterrumpidos. La Dictadura franquista fue implacable hasta con él, transformándolo en sala de conciertos. La Democracia puso las cosas en su sitio. Porque sí, es magnífico escuchar música abstracta, pero la ópera es otra cosa; en una sinfonía suena de todo, pero en una ópera además de sonado está dicho, y la palabra produce alergia al dictador. A toda clase de dictador, porque en ópera se ha dicho y se sigue diciendo de todo: es un género tan tremendo que hasta es capaz de explicarnos cómo un padre engañado puede matar a su propia hija tras un manto de música excelsa, y de hacernos comprender, gracias a esa música milagrosa, que quizá sea esta la única manera posible de expresar una barbaridad semejante de forma grandiosa y bellísima. Ha vuelto a suceder en el Real recientemente en su último Rigoletto.
En 2018 habrán pasado 200 años desde que Fernando VII ordenara colocar la primera piedra del edificio que hoy se yergue en la Plaza de Oriente; y el año próximo, 20 desde que los reyes Juan Carlos y Sofía presidieran el acto de reapertura, tras ¡75! años sin que allí se hiciera ópera. Hoy circunscribe una realidad cultural que trasciende al propio arte, pues como institución civil supone un modelo a seguir en una sociedad democrática avanzada. Su modelo financiero es alabado dentro y fuera de nuestro país, y artísticamente cumple con un requisito indispensable: sus programaciones están abiertas a todo tipo de críticas y amores, según el caso; solo cuando eso sucede en un teatro de ópera se puede afirmar que las cosas se están haciendo a gusto de todos, porque en eso precisamente consiste no hacerlo a gusto único, ya se sabe, la base de ese pensamiento unilateral del que la cultura de la creación debe huir corriendo. Desde RITMO hemos defendido la continuidad de este proceso, con cada uno de sus sucesivos directores artísticos e intendentes. Todos y cada uno de ellos han dejado su huella, y a todos hay que estar agradecido. Desde sus páginas se ha ejercido la crítica, a veces severa, de sus logros, pero también de sus desaciertos. Pero siempre poniendo en primer lugar lo más significativo y sustancial, no otra cosa que el propio funcionamiento de la Casa, de todos sus departamentos, incluido el de Prensa, que en todos estos años ha realizado una importantísima labor en lo que a relaciones internacionales se refiere.
El Teatro Real llega en la actualidad a un momento crucial de su historia. Porque se ha convertido en el más importante y decisivo representante de la ópera en España, como divulgador del género dentro y fuera de nuestras fronteras. Su dotación tecnológica y la calidad de sus grupos estables, coro y orquesta, así lo acreditan. Para nosotros es, pues, un placer poder felicitar a todos los que han trabajado en la Casa durante el tiempo transcurrido desde su reapertura para conseguir tal excelencia. Y un doble placer, pues es una felicitación dirigida a alguien que exhibe una envidiable salud y, por consiguiente, un esperanzador futuro.