Esculpió para la posteridad Giuseppe Tomasi di Lampedusa una diabólica paradoja volcada en esa melancólica radiografía sobre el fin de una época que fuera El Gatopardo, escribiendo en letras inmortales aquello de “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Y ahí siguen pasándose la pelota de esta endemoniada reflexión la mayoría de los festivales de música veraniegos que sobreviven en nuestro país, cavilando qué caminos tomar ante una sociedad cambiante y laberíntica a la hora de consumir cultura, desgraciadamente tan dependiente hoy de la tecnología, sus nuevos y caprichosos formatos y las esclavizadoras y omnipresentes redes sociales.
A los festivales de música que tienen a la clásica por bandera (es habitual que estos se retoquen con otros géneros para captar mayores audiencias), se le plantea la disyuntiva de qué hacer para sobrevivir después de una pandemia que ha volteado como un calcetín la forma y costumbres de acercarse a la cultura (y eso que los festivales de verano, por celebrarse muchos al aire libre, no soportaron en su momento las férreas y necesarias condiciones impuestas para mantener a raya al virus como sí las aguantaron estoicamente los espacios cerrados).
Y todo junto al hándicap de soportar unos tiempos de continuos recortes y desaires presupuestarios, de caídas constantes de audiencia, de una casi completa desconexión con los oídos del espectador joven, que no se siente atraído por estos cantos de sirenas con siglos de permanencia. Pero hay brotes verdes…
Y en estas estamos, ya en julio, donde nacen la mayoría de las propuestas veraniegas, amparadas por marcos históricos, terrazas con la posibilidad de mantenerse bien hidratado (conciertos tipo cata funcionan como un elemento turístico más de la zona) y espacios al aire libre donde la música fluye con la misma continuidad que el canto de los pájaros o las tormentas de verano, que hacen su presencia en el momento más inoportuno.
Pero ahí están los festivales, llenando de vida y de música este país de una punta a la otra, dos meses (algunos ya comenzaron en junio, como el veterano Festival de Granada) en los que el aficionado a la música, el profesional o el que disfruta de unas vacaciones más allá del sol y playa puede disponer de una oferta cada vez mayor y muy “europea”. Y los brotes verdes de los que hablamos no son solo que cada vez hay mayor número de festivales, sino el público que acude a estos, mucho menos encorsetado y encanecido que el que acude a los auditorios estándares de la temporada de septiembre a junio.
Puede ser una buena cantera de renovación de público relajar los formatos de la clásica ofreciendo conciertos más distraídos, con tan buena música como en los ciclos de temporada normales. El mes pasado llevábamos precisamente en portada a uno de ellos, el Festival de Úbeda, que aparte de la música en vivo ofrece su inigualable y espectacular legado arquitectónico, patrimonio de la humanidad (algo cada vez, como hemos dicho al comienzo, más habitual: aprovechar el patrimonio para el matrimonio música-turismo), y pese a que cuenta ya con nada menos que 35 ediciones a sus espaldas, no es ajeno a estos vaivenes de la sociedad, de ahí que la fórmula que se ha seguido para transferir sangre fresca a sus arterias no es otra que la de mezclar lo actual con lo eterno, haciendo convivir en su programación intérpretes clásicos con músicos de otros galaxias estilísticas; de ahí nace el nuevo público, de este matrimonio de conveniencia.
Y si este matrimonio consigue hacer que la máquina musical siga engrasada y funcionando a todo trapo, bienvenida sea. El tiempo nos dirá si las fauces de la multitud no acaban devorando a esa minoría que resiste en su infranqueable Covadonga sonora. Lo veremos. Por lo pronto, disfruten del verano de festivales musicales españoles.