Algunos, demasiados quizá en esta sociedad deprimida por los malos pensamientos y peores obras que estamos padeciendo desde que hemos verificado a ciencia cierta que somos económicamente muchísimo más pobres de lo que hemos creído (o nos han hecho creer) durante años, han perdido una cierta memoria emocional, y, arrebatados por los números y en exceso atiborrados de cifras macroeconómicas, han olvidado que, además del sol y la temperatura, este país y sus gentes poseen otros valores interesantes. Por ejemplo, la creatividad. Seguramente habremos de modificar (no cambiar) algunos hábitos, sobre todo en materia organizativa, pero, ni somos unos vagos (algún que otro europeo del norte tendría que darse una vuelta por las calles de nuestras ciudades a las siete de la mañana), ni desde luego unos lerdos a la hora de inventar. Y, por qué no decirlo, de improvisar, cuando tal cosa es indispensable para resolver un problema. Parece que esa palabra es anatema, cuando en realidad el auténtico problema es no saber qué hacer cuando, en un momento determinado, al variar las condiciones externas, no se tiene la capacidad para reformular rápidamente y con reflejos los procedimientos a seguir. La Europa del Norte siempre ha defendido la sistematización a ultranza, aun a costa de renunciar a la creatividad impensada; y por eso, como sus gentes conocen muy bien sus limitaciones, prefieren organizar su sociedad en un orden que por sus fueros sea irrompible, asignando al Sur la sucia tarea de convertirse en contenedor de diversión y buena vida. Claro que, dígase de paso, no solo para los habitantes naturales de tales irreductibles bolsas de “dolce vita”, sino para sus propios exiliados, que amanecen en las tierras cálidas cuando ya no son capaces de resistir el aburrimiento. Aun temporalmente.
Sí; sin duda lo países de la periferia sureña, y singularmente España, debemos replantearnos muchas cosas. Entre otras, por ejemplo, las maneras y formas de “vender” su más importante bagaje, no otro que esa cosa que en conjunto podríamos llamar cultura mediterránea. En ese sentido, debemos de plantear una severa autocrítica, pues lo hacemos francamente mal. Sirva como ejemplo, la espectacular –y muy preocupante para los medios de prensa– bajada en la oferta publicitaria de los productos culturales públicos. Es lógico que ante la brutal reducción de presupuestos, las asignaciones publicitarias para su promoción también bajen. Pero no nos parece correcto que se anulen, como está de hecho sucediendo. Y no queremos ahora denunciar el error pensando en nuestros propios intereses (parte de nuestra supervivencia forma parte de ese debate) sino en los de las propias instituciones que adoptan tales medidas. Creemos que es mejor ofrecer menos teniendo la certeza de que el consumidor sepa que el producto existe, que dedicar todo el presupuesto a obra, sin mayores matizaciones. Además ese procedimiento es sectario, porque a la postre definirá un consumo dirigido exclusivamente a los muy “conocedores”, es decir a la clientela fija, amén de suponer un aislamiento del producto, nacional e internacionalmente, con la consiguiente pérdida de imagen y. lo que es peor, de marca, algo que cuesta mucho tiempo crear pero que puede desaparecer en un plis plas. Dicho de otra manera: si cada vez se venden menos coches, la solución no es ahorrar en publicidad, sino explicar a través de ella las bondades de un producto que, bajo condiciones de mercado adversas, debe ser más competitivo. Hay que explicarlo.
Lo hemos expresado desde esta página varias veces. Hay que ser humildes, hay que trabajar todo lo que haga falta, hay que inventar cada minuto, etc. Estas son cosas que hay que hacer, y hacerlas bien. Pero hay cosas que no deben suceder. Por ejemplo, consentir que la Cultura caiga de nuevo en el provincianismo en que estaba sumida hace tres décadas. Para ello, a lo mejor debemos producir menos, pero con más calidad. Y lo que produzcamos, venderlo mejor. Esconderse tras los presupuestos es el mejor camino para matar al joven ruiseñor.