Nadie a estas alturas podría atreverse a negar la crisis de los mercados discográficos. Así escrito, mercados, no mercado. Pero nos da la impresión de que, al contrario, al aceptar con callada resignación el actual estado de cosas, se oculta un problema de mayor calado. Crisis sí, pero despiste, perdida de rumbo, confusión, cuando no sencillamente una ineptitud manifiesta para afrontar los nuevos retos que plantea la globalización cultural, también, y probablemente en mayor medida.
No se trata de echar rapapolvos a nadie. Tan solo de recordar a más de uno que, a pesar de los inmensos cambios (y los que quedan) a que ha sido sometido el mercado discográfico (o mercados, en plural), hay conceptos, valores, ideas y, por qué no decirlo, condicionantes, que han permanecido –y creemos permanecerán– inmutables. Y el más vistoso corolario desprendido de esa inmutabilidad es sencillo: por mucha seda que se ponga al mono, mono será para siempre. O lo que es lo mismo, por mucho adorno que se ponga a un disco de música clásica, o contiene buena y por las razones que sea, interesante música; música bien hecha; y todo ello presentado de manera que se pueda escuchar como es debido, o el mercado, los mercados, lo devorarán todo y el mundo entero caerá en un empobrecimiento cultural salvaje. ¿Se imaginan qué sucedería si el mundo se quedara sin bibliotecas y museos? Quedarnos sin discos sería algo así como renunciar a una gran parte de la cultura sonora que nos ha hecho ser como somos los últimos 1.000 años.
Pero ¿podemos quedarnos sin discos? ¿Podría sobrevivir la música sin discos? ¿Podría hacerlo solo con los conciertos e Internet? Nadie puede aventurarse a dar una respuesta a estos interrogantes, pero lo que sí es claro como el agua transparente es que las compañías de discos, salvo honrosas excepciones, se están equivocando estrepitosamente en su intento de inventar un mercado que no existe, como consecuencia de la renuncia a esos valores a los que nos referíamos en el párrafo anterior. Y ello, sí, bien puede conducir a la esclerotización del mercado real, del de toda la vida, de ese que espera que se le ofrezca un buen producto clásico y no un remedo de producto clásico. El cliente de ese mercado, además, se lo sigue pidiendo.
Salvo excepciones, decimos. Tras una de ellas, hay una compañía modélica; todo el mundo está de acuerdo en eso. Nos referimos al sello Naxos, cuyo presidente, Klaus Heymann, habla del asunto en este número. Esta marca, al contrario de otras muchas de similar teórica implantación internacional, no ha renunciado a ninguno de esos principios básicos. Sigue lanzando multitud de novedades, bajo el objetivo de construir el gran catálogo de música clásica; una especie de enciclopedia musical en la que se pueda encontrar todo, sin repetir autores y obras, y bajo directrices interpretativas claras: artistas consagrados que se van haciendo de la Casa y jóvenes nuevos valores. Y en grabaciones de gran calidad. Como se verá, ideas sencillas que se aplican a rajatabla, y que, sin embargo, no están dando lugar a alimentar las crisis del mercado (mercados), como se desprende fácilmente del contenido de la mencionada entrevista.
Como ya hemos dicho en más de una ocasión desde esta página, la crisis económica es como un monstruo de mil cabezas. Pero al menos una de ellas se puede controlar con ideas y no con la espada que todo lo destroza. Sería muy conveniente que existieran más Naxos en el mundo. Los peligros de perder la verdadera identidad de lo que debe de ser un disco de música clásica disminuirían considerablemente. En el fondo se trata de pedir algo muy elemental, tras más de medio siglo de industria discográfica: que un disco lo tenga todo.