El 62 Festival Internacional de Música y Danza de Granada ofrece un balance positivo tanto en taquilla como en aceptación de público, pese a que los puristas hayan querido ver en esta edición cierta merma en la calidad y, sobre todo, una falta de rumbo en los criterios de programación. La incógnita ha quedado resuelta; Diego Martínez, el nuevo director del Festival, ha presentado sus cartas y ha sabido jugar acertadamente sus bazas para lograr algo muy difícil: conjugar la tradición y la innovación en un festival que se perfila como decano dentro del panorama musical nacional.
Como todo cambio, en su primer avance el nuevo Festival ha tenido grandes aciertos y también algunos defectos que pulir. Por un lado, se ha apostado por los grandes nombres y orquestas para llenar el programa con referentes de primer orden que pudieran ser del agrado de todo el mundo. Además, se ha aprovechado la presencia de grandes figuras del canto, la danza o la interpretación como son Teresa Berganza, Tamara Rojo o David Russell para que impartieran clases magistrales en los Cursos Manuel de Falla, recuperando así el carácter de excelencia que siempre ha perseguido esta convocatoria. En el lado opuesto, cabría citar algunas carencias en los apartados de producción y programación, tales como la insuficiente información de los folletos de mano o la ligereza de criterio en la elección de ciertos programas.
El Festival de Granada se abrió con la Orquesta Nacional de Francia, bajo la dirección de su titular Daniele Gatti. Una orquesta de esta categoría y un director intuitivo que conoce bien su formación deberían ser garantía suficiente de éxito, y de hecho lo fueron. El concierto inaugural fue de una alta calidad musical y la dirección de Gatti no dejó indiferente a nadie. Sin embargo, como viene ya siendo tradición en el Festival, no fue un concierto de los que hacen historia; quizás habría que buscar la causa precisamente en el programa: una sucesión de obras de Verdi y Wagner que pretendían rendir homenaje a ambos músicos en el bicentenario de su nacimiento. Quizás le faltó coherencia, pues no basta con escoger varias obras de dos autores consagrados; es necesario también saber presentarlas con una semántica propia, sin caer en lo típico o en lo anecdótico.
Mejor aceptación tuvo la Orquesta Nacional de España, dirigida por Vladimir Fedoseyev, pese a que musicalmente no llegó a igualar la calidad de la Nacional francesa. La dirección pesante, y por momentos descompasada, de Fedoseyev convirtió en tediosa su versión de la Guía de orquesta para jóvenes de Britten, y en compleja de escuchar la Consagración de la primavera de Stravinsky, ambas piezas relacionadas con los centenarios del nacimiento del músico inglés y del estreno del celebérrimo ballet. Es una pena que lo mejor del programa fuera, precisamente, la obra “de relleno”: el Concierto para violín y orquesta de Tchaikovsky, magistralmente interpretado por Arabella Steinbacher, que llenó el escenario con su magnífica interpretación solista.
Los otros dos grandes conciertos sinfónicos fueron todo un éxito, con un lleno absoluto y una aceptación unánime de su magnificencia por parte del público. La Orquesta Ciudad de Granada demostró no desmerecer en absoluto a otras orquestas más reputadas a nivel europeo, con una genial interpretación del Requiem de Mozart. Acompañado en la parte coral y solista por The Sixteen, y dirigidos por el propio Harry Christophers, la OCG sonó como nunca, llenando cada rincón del Palacio de Carlos V, con armonías sutilmente moduladas y puestas al servicio de coro y solistas.
Igualmente sorprendente y emotivo fue el concierto de clausura, a cargo de la Orquesta Filarmónica de la Scala de Milán, bajo la pulcra y precisa dirección de Christoph Eschenbach. En este caso el acierto en programación y la calidad del concierto estuvieron igualados. La primera parte se ocupó con el Concierto para violín de Beethoven, que contó como solista con un joven y sobradamente preparado Michael Barenboim, quien desbordó virtuosismo y efectismo en su personal lectura de la obra. La orquesta, rotunda y exacta en cada intervención, ofreció el necesario fondo sonoro a la parte solista; las cadencias fueron escritas por el propio Barenboim, en un estilo protorromántico exorbitante y muy en conjunción con la interpretación de la obra. En la segunda parte Eschenbach tuvo por fin oportunidad de demostrar cuán buen instrumento tenía entre sus manos, con una sublime interpretación de la Sinfonía n. 4 de Tchaikovsky que, tras 45 minutos de emoción contenida, levantó en una unánime y prolongada ovación al público asistente.
El apartado escénico resulta más homogéneo en su valoración. Por un lado, pudimos asistir, por fin en Granada, al magnífico espectáculo de títeres que la Compañía Etcétera, dirigida por Enrique Lanz, ha creado sobre la partitura del Retablo de Maese Pedro de Falla. Fiel al carácter de la obra, ante los ojos del espectador se despliega un magnífico retablo para narrar la historia de Melisendra y Don Gaiferos, alrededor del cual cobran vida colosales personajes sacados del Quijote. La OCG puso la música muy acertadamente, con la colaboración destacada de Diego Ares al clave y Laura Sabatel como Trujamán.
El otro gran reclamo del Festival ha sido el montaje semiescénico de Orfeo y Eurídice de Gluck por la Fura dels Baus. La sencillez de un escenario en plano oblicuo, transformado por medio de juegos de luces y volúmenes hacen de este montaje una opción original y fresca, idónea para las limitaciones escénicas del Palacio de Carlos V, aunque por momentos monótona en lo visual. Musicalmente la interpretación no tuvo tacha, siendo espléndido el trabajo de las tres cantantes Ana Ibarra, Maite Alberola y Marta Ubieta, y del Coro Intermezzo y la Orquesta Sinfónica BandArt.
Por: Gonzalo Roldán Herencia
Foto: La Orquesta Ciudad de Granada, a las órdenes de Harry Christophers, sonó como nunca.
Acred.: C.Choin.