Pocos Festivales de la vieja Europa pueden lucir tantos bíceps artísticos como el que transcurre en primavera en Dresde, esa rehecha “Florencia del Elba” que la aviación “aliada”, a pocos días de la rendición nazi, borrara de la faz de la tierra a base de miles y miles de bombas. Ahí siguen sus piedras negras y achicharradas para recordarnos los horrores de la guerra. El certamen de este año llevaba el sobretítulo de “Blanco y Negro” y no era precisamente por esa mezcla que presentan las piedras de su fastuoso y reconstruido patrimonio, donde la nueva y blanquecina se mezcla con la incendiada y oscura, sino porque han sido 19 los conciertos programados en los que el piano ha sido el protagonista. Una edición que ha sumado nada menos que 64 conciertos en los 32 días de programación y donde han participado más de 1.500 artistas. Las riendas siguen sustentadas en las manos sabias de ese afable violonchelista de modales ejemplares que es Jan Vogler, acertado director del Festival. Por sus escenarios han pasado indiscutibles personalidades tanto del jazz como de la clásica. Por citar solo unos cuantos, por la capital sajona pasaron: Grimaud, DiDonato, Janowski, Latry, Mutter, Trifonov, Blomstedt, Nagano (que arrancó un Ring wagneriano de tintes historicistas), Thielemann, Marsalis, Midori, Buniatishvili, Hagen Quartet o Gautier Capuçon. Por no hablar de formaciones como la Staatskapelle y Filarmónica de Dresde, la Orquesta de Cámara Europea o la Joven Orquesta Gustav Mahler.
También los españoles tuvieron su día de gloria. Aparte de Savall, que dirigió el 20 de mayo la Misa Solemnis con sus huestes catalanas, los músicos hispanos fueron los protagonistas del programa doble del 28 de mayo, donde compartieron el escenario del Kulturpalast (con ese mural repleto de simbología comunista dándonos la bienvenida) la primorosa violinista María Dueñas y el curtido director Pablo González.
Muy emocionante ver aparecer a la joven del brazo de ese ser inmortal y mitológico que es ya Herbert Blomstedt (muy mermado físicamente), en lo que fue una preciosa metáfora del ciclo de la vida y del arte musical. Uno con 95 y otra con 20 añitos, entendiéndose a la perfección a la hora de hacer música juntos. Uno tenía que frotarse los ojos en el receso al contemplar la interminable fila de aficionados que hacían cola para que estampara su firma en un disco. El magnetismo, la atracción y fulgor de esta nívea muchachita encandilan hasta la veneración. Su musicalidad es desbordante, pues sacrifica el virtuosismo y los fuegos de artificio en pos de la belleza y la esencia sonora. Dueñas es propietaria de un sonido de casta, de esos de vieja escuela, donde predomina el temple y la claridad en la exposición. Poderío técnico, esmerada afinación y vigoroso vibrato surgido de su delicado Guarneri.
El Concierto de Mendelssohn, pese a arrancar con una elevada dosis de ímpetu y electricidad, se fue serenando y amaestrando hasta revestirlo de una soberbia y pulcra luminosidad. Su aterciopelado, engatusador y elegante violín se reviste de honda calidad en el centro, aunque donde Dueñas es inalcanzable es en el registro agudo, que resuena con una naturalidad indescriptible (espectacular en la cadenza del Allegro inicial o en esa mágica forma de suspender el fraseo en el aire que desplegó en el Andante). Madurez y domino para un músico de endiabla pureza que ahora mismo no tiene límites. Llegará hasta dónde ella decida llegar.
Sinfonía Escocesa
Cualquier concierto de Blomstedt puede ser el último, lo que otorga un halo muy especial a todas sus apariciones. Tras el fatigoso Concierto de violín, se zampó nada menos que la Sinfonía Escocesa del compositor de Leipzig. El nonagenario se comportó como un titán en ese pulso que le está echando a la vida, en una interpretación, suntuosa y romántica, de fuerte fragancia clásica, fluida, equilibrada y solemne, de gran y sensible belleza melódica (qué forma de hacer cantar a la orquesta), manejando sentado a una magnífica Orquesta de Cámara de Europa que sonó de maravilla (pura orfebrería) y donde brilló otro músico patrio, la flauta privilegiada de Clara Andrada.
En la jornada de tarde, el protagonista fue el director Pablo González y la Filarmónica de Dresde (agrupación eficaz y disciplinada, muy férrea y segura en todas sus líneas). El asturiano, que el año que viene hará gira por España con ellos, mantiene una mutua y fecunda relación profesional (la hace funcionar como el mecanismo de un reloj suizo). Después de una rutilante lectura del gigantesco y bien tensionado Lontano de Ligeti (ese mismo día conmemorábamos el centenario de su nacimiento), encaró junto a la violinista Alina Ibragimova el primero de los Conciertos de Prokofiev. La rusa utiliza todo su cuerpo para hacer resonar el instrumento (literalmente se retuerce sobre el escenario), en un derroche de virtuosismo y fisicidad. Pese a que su sonido no posee la contundencia y los decibelios de la intérprete granadina, regaló un Prokofiev algo gélido, pero de eficaces trazos sonoros y vistosa presteza técnica.
Pero donde el talento del ovetense sobresalió con garra fue en la lectura ejemplar, colorida y de concienzudo pulso, del Pájaro de Fuego de Stravinsky, consiguiendo estrujar hasta la última gota de musicalidad a la orquesta. Equilibrada y serena, con un ojo siempre puesto en el cambiante ritmo, González extrajo colores sonoros y atmósferas de bellísima factura en algunos de sus números, como por ejemplo en su apoteósico final, que hizo que el público alemán se rompiera las manos aplaudiendo.
por Javier Extremera
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Foto: “Muy emocionante ver aparecer a la joven María Dueñas del brazo de ese ser inmortal y mitológico que es ya Herbert Blomstedt, en lo que fue una preciosa metáfora del ciclo de la vida y del arte musical”.
Crédito: © Oliver Killig