Andreas Schager, Anja Kampe, Stephen Milling, Ekaterina Gubanova.
Staatskapelle de Berlín / Daniel Barenboim. Escena: Dmitri Tcherniakov.
BelAir BAC165 (2 DVD) · Subtítulos en español
ME LLAMO DANIEL BARENBOIM Y HAGO TRISTANES
En su cuarta aproximación en imágenes a la eterna Tristán e Isolda (Bayreuth 1983-95, Milán 2007), Barenboim consigue mejorar lo inmejorable, dando un nuevo puñetazo sobre la mesa para reafirmar que sigue siendo el más dotado y extraordinario director wagneriano en activo. Si el mítico John Ford se presentaba en las reuniones del gremio, sin darse aires de grandeza, diciendo aquello de… “Me llamo John Ford y hago westerns”, el de Buenos Aires bien podría replicar con un “me llamo Daniel Barenboim y hago Tristanes”. Imagino que sobre su mesita de noche dormitará perpetuamente una copia de la partitura. Para él siempre ha sido sus sagradas escrituras, su fiel Kurwenal, su influencia vital y artística más incontestable. Lástima que no exista registro de un quinto Tristán con aquel colosal ángel caído parido por Harry Kupfer y que pudo verse en el Real (2000). El bonaerense resulta memorable en cada una de las aproximaciones a la obra (siempre ofreciendo una continua y fructífera evolución) por la que ha pasado ya a la historia de la interpretación (incluida su referencial grabación en Teldec). Este nuevo registro (sin DTS, pero con subtítulos) en la recién remozada Ópera Estatal berlinesa (2021) es sin duda el mejor dirigido de todos y da mucha rabia que la errática, superficial y fallida escena no esté a su estratosférica estatura.
Desde que la dirigiera por vez primera en 1980, Barenboim ha hecho esta partitura como algo suyo e íntimo. Sin caer en la rutina, al tener que manosear lo mil veces manoseado, en el Preludio pone ya todas las cartas sobre la mesa, derrochando ingenio, fiereza, pureza y grandeza wagneriana. Una música que quema en nuestros oídos, pues consigue convertirla en centelleante llamarada que abrasa todo a su paso. Tanto por el grado superlativo de intensidad, como por las inhumanas dosis de expresividad, el implacable dominio técnico o el magistral manejo de la masa orquestal. Qué profundidad en el discurso, qué elocuencia a la hora de jugar con los silencios, qué tensión y electricidad la desplegada durante toda la representación. Homérico. Mención especial para la fantástica y poderosa Staatskapelle berlinesa repleta de bíceps que está soberbia en cada uno de sus frentes, dando una lección de lo que debe ser en esencia el elemento sonoro wagneriano (mención especial para el solista de corno inglés Florian Hanspach-Torkildsen, al que Tcherniakov convierte en un actor más ejecutando sobre la escena el lánguido solo que abre el último acto).
Con Tcherniakov uno no sabe nunca lo que le espera. El moscovita ofrece su mejor cara cuando bucea en las aguas operísticas de Rimsky-Korsakov. Tras un magnífico Parsifal con algunas buenas ideas, el tándem Barenboim/Tcherniakov repetía con Wagner en su quinta colaboración operística. Una concepción escénica tremendamente heredera de la fría y aséptica que firmara Christoph Marthaler en Bayreuth 2009, verdadero germen de esta. Aquí también los personajes son elegantes y aburridos burgueses, pululando por espacios cerrados. El primer acto lo ambienta en una opulenta sala de reuniones de un transbordador, donde el mar se divisa a través de un monitor. El segundo, sin atisbo de nocturnidad y que parece extraído de alguna página del mismísimo Strindberg o de un fotograma de una comedia sofisticada de Lubitsch, transcurre en una habitación cerrada y rodeada por sillones (mueble inevitable en sus propuestas) ,donde se reúne a la mesa (en profundidad de campo) la sociedad más acaudalada (Marke parece un oligarca ruso). En el último, ocupamos el piso en Kareol donde transcurrió la infancia del moribundo héroe (aunque desconozcamos del porqué de su agonía). Y todo envuelto por una tela micro perforada que difumina lo que se ve (solo molesta en los primeros planos) y en la que se proyectan videos que poco aportan a la acción.
Entre los sonoros tropezones de esta escena caprichosa que busca desesperadamente llamar la atención de la forma que sea, destacan las continuas risotadas de los protagonistas, incluso en los momentos más dramáticos, la banalización e infantilización de sus gestos en el hipnótico dúo de amor (los amantes nunca llegan a tocarse) o la cúspide, la inexplicable no existencia de herida en el cuerpo de Tristán (el segundo acto concluye sin enfrentamiento letal), lo que hace que tengamos que tolerar que el héroe sea finiquitado por un ataque al corazón.
Los aciertos (que los hay) curiosamente llegan justo al final, cuando en un destello de gran teatro, Tristán en su mortuorio delirio vislumbra a sus progenitores andorrear por la habitación (con ella llevándolo en su vientre) o cuando en un temerario, pero sagaz arrebato, Tcherniakov decide dejar en penumbra toda la escena justo al arrancar el enfrentamiento entre Melot y Kurwenal. Como diría el legendario productor de serie B Val Lewton, la ausencia como clave poética, pues lo que no se muestra, lo que no vemos, produce siempre más inquietud y desasosiego en el espectador.
Para las representaciones se volvió a echar mano de la misma y magnífica pareja protagonista de Parsifal, que aquí vuelven a entenderse de maravilla. Andreas Schager, junto con Jonas Kaufmann, es el gran Heldentenor del momento. Su fuerte aliento wagneriano, su inagotable energía y elegancia, pese a que a veces su voz es más lírica que dramática (inalcanzable hoy como Siegfried), ofrece un Tristán juvenil y espontáneo, de una enorme belleza canora, muy expresivo gracias a un delicioso fraseo (muy humano) y un dominio técnico que apabulla. Su timbre recubierto de fragancias florales y esa emisión tan limpia, tan luminosa y rutilante, no le viene por desgracia tan bien al último acto, donde la voz apenas se agrava y se tizna de agonizante negrura. Wagner en estado puro.
Anja Kampe, ejemplar actriz, además de cantante, es una Isolde dominadora, violenta y vengativa, de fuerte carga psicológica. Una leona herida que no duda en dar bocados a todo lo que encuentra a su paso, aunque para ello tenga que poner su instrumento al borde de un precipicio. Posee un privilegiado fraseo (digno de academia) y un registro grave rotundo y dramático, aunque no se siente muy segura en el sobre agudo. Centro amplio, lleno de negrura y expresividad y diáfana su dicción.
El aburrido Marke de Milling posee una espesa y corpulenta presencia vocal, pero pese a su profundidad carece de expresividad y dolencia (se echa de menos la humanidad de Pape). La tenebrosa Brangäne de Gubanova (qué bien escenifica su permanente estado de nervios) es vigorosa y rotunda en lo vocal, con muchos decibelios, aferrada a una técnica pulimentada. Tosco y rudimentario el Kurwenal de Daniel.
El propio Wagner le confesaba en una carta a su Isolda, alias Mathilde Wesendonck, que su Tristán “solo puede ser salvado por las representaciones mediocres, porque las verdaderamente buenas seguramente hagan enloquecer a la gente”. Esta que nos ocupa, realmente es de esas de perder por completo la cabeza. O como diría John Ford, “print the legend”.
Javier Extremera