Koch, Pape, Schager, Tómasson, Kampe, Hölle. Staatskapellchor, Staatskapelle Berlin / Daniel Barenboim. Escena: Dmitri Tcherniakov.
BelAir, BAC128 (2 DVDs)
ESPIRITUALIDAD OBJETIVA
Cada día que pasa tiene menos sentido el wagnerismo como acto de militancia basado en ideas (no propiamente musicales, o incluso lírico-musicales) que durante más de un siglo se han querido ver como motoras de una pretendida corriente, casi siempre sagrada corriente. Dicho de otra manera, hace un siglo que aquí y allá o por unas u otras razones se ha querido ver en las óperas de Wagner mucha, muchísima ideología. El asunto es complejo, porque, en primer lugar, fue el propio Wagner quien se esforzó en que fuera así. Doblemente complejo, porque, obviamente, sus intérpretes más conspicuos, lejos de discutirlo, lo que hicieron fue plegarse a sus deseos y sacralizarlo, convirtiéndolo más que en un compositor de óperas en un artista a quien adorar, en un auténtico objeto de culto al que adherir las ideologías más conservadoras. Y triplemente complejo el asunto, porque el consumidor también se sentía cómodo en ese terreno, en un tiempo de verdadero sufrimiento espiritual y físico como fueron las décadas posteriores a las dos guerras europeas: lógico que en ese ambiente de desgarro todo el mundo buscara respuestas fáciles, y por eso se quisiera ver en la música de Wagner a la de un auténtico dios.
Todo eso debería de haber pasado. Todo eso debería de haberse olvidado, después de que, ya metidos en los años setenta y ochenta del siglo XX, se comenzara a vislumbrar otro Wagner. Digamos más un Wagner desde su música vista como tal y no como una consecuencia ideológica. Pero el camino recorrido hasta hoy por los que se han ocupado seriamente de este planteamiento, claramente progresivo, no ha sido fácil y sí muy lento. La adherencia histórica y la tremenda literatura arrojada al respecto ha sido (¡es!) tan grande que una buena parte de los intérpretes (particularmente los de poco talento aun reconocidos por el mercado como genios herederos del wagnerismo puro) todavía no han entrado en esa fase. Y los que sí lo han hecho (Barenboim es el ejemplo más claro) se tienen que plegar a unas puestas en escena que, bajo la pretendida intención de extraer a Wagner de aquellos lodos infectos, lo que consiguen es el efecto contrario, hundiéndolo más, y creando una contradicción todavía más insalvable entre el discurso musical, el libreto y la propuesta. Bien; todo lo dicho hasta aquí vale para Parsifal en concreto, solo que multiplicado por diez.
A mí me parece que Barenboim incurre últimamente en esas trampas con los directores de escena con los que trabaja. Es un hombre que respeta mucho a los colegas de trabajo, pero entiendo mal que, estando en posesión de una autoridad tan indiscutible a la hora de dirigir las óperas de Wagner, acepte compartir con tanta alegría determinadas propuestas. Un ejemplo claro fue su Tetralogía para La Scala (Guy Cassiers, 2010-2013), un proyecto que musicalmente funcionó muy bien, pero que escénicamente en más de un momento estuvo a punto de naufragar (¡qué Oro del Rin más equivocado desde el propio concepto!). En este nuevo Parsifal se repite la historia; una puesta del más que singular Dmitri Tcherniakov acaba teniendo muy poco que ver con los planteamientos musicales del argentino, que tiene un concepto bastante distinto acerca de lo que nos cuenta esta historia de contenido religioso imposible.
Parsifal es una ópera de personajes surreales, que protagonizan una historia absolutamente fuera de cualquier realidad lógica, sensata y razonable. Wagner siempre hizo eso con sus historias y sus personajes, que llevaba al límite inscritos en un círculo cerrado por la temática concreta en cada caso. Pero en Parsifal el asunto es más vistoso, porque ese círculo rodea a los principios más cerrados, intransigentes y retrógrados de la fórmula católica. Para su libreto, todo un catálogo de lindezas al respecto, Wagner escogió la misma vía de siempre: llevar al límite todo, en este caso una suerte de misticismo de dudoso recorrido. De no ser porque para exponer toda esa retórica seudorreligiosa consiguiera idear una gran metáfora y hacer uso de una buena dosis de fantasía para crear un mundo fuera de la realidad, semejante intento se habría estrellado sin piedad contra sí mismo, contra él mismo. Pero lo consiguió. Y no solo por la música que puso al servicio del texto, sino por la propia capacidad del libreto para adaptarse a ella. En otras palabras: a mí me parece que es un grave error satanizar ese texto con la manida afirmación que es una basura al servicio de una irrepetible música. Lo que sí tienen muy poco que decir, una y otra vez, es cada uno de los vanos intentos de “actualización” de los mensajes, a través de puestas en escena que “humanicen” el libreto.
Ahí es donde las cosas empiezan a no funcionar, pues de ese pretendido “humanismo realista” es de lo que hay que huir si se quiere que esta ópera funcione. Se puede estilizar trabajando hasta el infinito la idea original, pero si lo que se hace es escoger el camino de la explicación a través de una línea de razonamiento que discurra en paralelo con lo que dice el libreto, la posibilidad de darse un buen tortazo es muy grande. Como se lo da aquí el inefable Tcherniakov, que no solo se conforma con crear un universo dramático que poco tiene que ver con la grandeza épico-religiosa de la obra; que no se priva de aportar ideas geniales (Kundry y Amfortas se dan un buen morreo, algo así como el beso de la muerte, al final), sino que convierte a los ente-personajes protagonistas de la obra en solo protagonistas, en solo personas, y para más inri, personas desvalidas, en una sociedad de olvidados; otra vez la consabida soterrada crítica político-social. Vano esfuerzo; Parsifal no habla de eso, ese no era el problema de Wagner. Y su música, menos.
Así que, una vez más, ante una versión wagneriana de Barenboim hay que centrarse en su trabajo y olvidarse del resto. ¿Cómo es este Parsifal, su tercera grabación ya, la segunda con escena incluida? Pues, técnicamente, como diseño orquestal, como discurso musical, como lección de estilo, como complejo sonoro y un montón de cosas más, una maravilla. Música increíblemente maravillosa dirigida maravillosamente. Música de altísima tensión y amplísimo voltaje. Un modelo y un ejemplo. Ahora bien: ¿solo eso, todo ello tan obvio para un músico de su categoría? Pues no. Lo más importante es, naturalmente, el concepto, lo que aporta desde el concepto. Yo hablaría de un discurso profundamente espiritualista, pero de una espiritualidad que trasciende lo religioso; desde una espiritualidad que me atrevería a calificar de objetiva. Incluso de profana. Barenboim consigue que las notas no se refieran a nada en concreto, para llevarnos a un terreno espiritual puro construido a base de sonido puro. La base está en la relación entre sonido y fraseo, un binomio que en Parsifal nos puede llevar a un suerte de locura de la belleza y la sensualidad, si, como ocurre aquí, se cuenta con un transmisor que se capaz de moverse en ese tipo de lectura de manera tan formidable y excepcional.
Afortunadamente, el director argentino contó esta vez para su versión musical con un equipo de cantantes que roza la perfección. Todos están muy bien, incluso el que no está tan bien (Tómas Tómasson como Klingsor), porque defiende bien a su personaje. Soberbios Andreas Schager (Parsifal) y Anja Kampe como Kundry (impresionante presencia escénica), pero el diez absoluto del grupo se lo lleva un René Pape (Gurnemanz) en verdadero estado de gracia. Cuando canta solo, Barenboim, atrás, canta todavía más, y el binomio se hace celestial. Ejemplo: “Heil dir, mein Gast!”, al principio del tercer acto. En el séptimo cielo las cosas deben funcionar así.
Pedro González Mira