¿EL MÁS IMPORTANTE PIANISTA DEL SIGLO XX?
La Obra de Sviatoslav Richter (20-3-1915 / 1-8-1997) es inabarcable. Obviamente, por su extensión, pero no solo por ello: no fue un artista de cara única, con lo que es muy difícil, por no decir imposible, trazar una semblanza de su arte, siempre cambiante, variado, ecléctico y en permanente revisión. Fue una imponente persona y un creador de inmensa talla que desarrolló una inigualable carrera, ante el asombro y la estupefacción de sus contemporáneos, o bien por razones humanas, por otras de índole político o social, o incluso intelectuales o creativas en sentido amplio: debía de resultar bastante raro escuchar a un homosexual declarado y no afiliado al Partido Comunista hacer las delicias de los aficionados moscovitas de los años de la Guerra Fría. Nada que ver con el recibimiento que tuvo en Occidente desde el minuto uno. Su biografía es bastante plana en sus inicios, un volcán en su madurez y sumamente extraña en sus años finales. Desde su debut en USA, a finales de la década de los años 60 del siglo pasado, hasta el final de sus días, Richter pasó de ser un artista internacional idolatrado en las principales salas de concierto occidentales a solo querer tocar en pequeñas ciudades. En España lo hizo en Albacete, cuando en la ciudad manchega la única música que se escuchaba era la del elegante y acechador vuelo de los milanos; y poco tiempo después, en 1993, cuatro años antes de su muerte, y gracias a las artes de Antonio Moral, a la sazón director de Scherzo, en Madrid, ciudad en la que hacía 25 años no tocaba.
Muy mermado ya de recursos técnicos, fue sin embargo un recital absolutamente inolvidable y plagado de emociones: verlo allí, iluminado por la tenue luz de una lámpara de pie, fue como regresar a un pasado perdido para siempre. Aunque si Richter levantara la cabeza y viera cómo se toca hoy…
Él no era contrario a los discos. Pero sí al estudio de grabación. No le importaba que le grabaran, pero en vivo y en la sala de conciertos. Y como dio cientos de conciertos, tanto solo como con orquesta, tanto solo como haciendo música de cámara, sus grabaciones son legión, y bien difíciles de ordenar bajo algún tipo de criterio. Las casas de discos (las representadas en estos dos álbumes) fueron publicando año sí año no sus fondos en diversos formatos. Pero solo ahora, como conmemoración del centenario del nacimiento del pianista, se han decidido a sacar todo. Todo lo que ellas tienen, claro, pero nadie debe entender que es todo lo que hay en disco de Richter, aunque entre las dos cajas sumen la friolera de 69 discos. Hay muchos más en otras ediciones de otros sellos, más o menos raros, que supongo se relanzarán este año, y que espero llenen huecos importantes. Por ejemplo, espero que se reediten (o en su caso editen) alguna de las bastantes versiones que Richter hizo de El clave bien temperado. De ellas hay una para el sello ruso Melodiya, que RCA editó bajo su marca en su día en cuatro cedés. Sorprendentemente no aparece en la caja que se comenta ahora bajo la marca Sony. En la otra, la de los sellos de Universal (Philips, Decca, DG), hay cinco Preludios, todos ellos de quitar el hipo, sobre todo el BWV 853 en mi bemol menor, o lo que es lo mismo, una de las cumbres del Libro I. Pero en fin, vayamos ya a comentar los dos álbumes, aun de manera bastante general, dada la cantidad de materia que encierran.
Grabaciones RCA y Columbia
De los 18 discos que contiene el álbum de Sony, 14 tienen un especialísimo interés, pero no porque los otros cuatro no lo tengan también. La cuestión es que recogen el primer concierto y los primeros recitales que Sviatoslav Richter dio en USA, tras su debut finés meses antes. Fueron estas las dos primeras salidas que las autoridades soviéticas permitieron a Richter: en primavera a Finlandia y en invierno a Estados Unidos, donde ya había triunfado Emil Gilels (como Richter, y como Lupu, alumno de Heinrich Neuhaus), quien, tras sus fulgurantes éxitos allí, le preparó el terreno con un comentario en los medios de comunicación que ha pasado a la historia: “Pues si les parece que yo toco bien, esperen a escuchar a Richter y verán”.
Lo vieron y lo escucharon, pero a pesar de las laudatorias críticas recibidas tras sus recitales, parece que no se llegó al fondo de la cuestión. Sí; Richter, como Gilels, era un trueno; tenía una técnica colosal, pero su arte, aun salido del mismo tronco, era bien distinto. El gran Gilels deslumbraba por su inteligentísima musicalidad, pero una musicalidad muy pensada, muy planificada, y por ello exenta de espontaneidad. Richter fue sencillamente lo contrario: la libertad como seña de identidad. Por eso antes dije que su obra es inabarcable; los cambios son continuos y nunca hay una decisión tomada ante nada; no hay un solo Beethoven o un solo Schumann: hay cuantos haga falta para, precisamente, demostrar que ninguno encierra un mensaje único, muestra de las infinitas posibilidades que se pueden extraer, y que incluso pueden llegar a ser producto del momento. He ahí la clave para comprender a este pianista: él habitaba en la sala de conciertos, allí se debía de producir el milagro, y cada vez de manera diferente. El anti-arte es producto del marcaje, algo que a Richter le causaba indigestión. Y siempre iba a contracorriente. El mismo año que viajó a América por primera vez tocó en el funeral de Boris Pasternak, a quien Kruschev, tras la publicación en Italia de Doctor Zhivago, le había calificado de oveja sarnosa. Pero no se atrevió a denegarle el permiso; tal era la categoría del personaje.
Por estas razones tienen tanto interés esos 14 discos: el concierto con Leinsdorf (Segundo de Brahms) en Chicago, del 17 de octubre de 1960; los cinco recitales de octubre de ese año en Carnegie Hall de Nueva York y los dos de diciembre del mismo año, uno en la misma sala y el último en la Newark Symphony Hall. Y por otra razón: Richter tiene 45 años, es decir, era un crío, habida cuenta de que empezó a tocar relativamente tarde, con lo que se trata del auténtico primer Richter, el más puro: un Beethoven cambiante, crispado o sentimental, muy lento o a la carrera, según el día (por ejemplo, el Allegretto de la Op.14/1, que interpretó en el primer recital le duró 6’16’’; la duración media está en torno a los 4’); un Prokofiev radical, seco, muy incorrecto políticamente (hay dos versiones de la Sonata n. 6, que él mismo había estrenado en 1940 cuando todavía era un estudiante, separadas solo 24 horas, y son dos como dos músicas distintas); un Schumann excitantemente sinfónico y sin embargo de un profundo lirismo; un Schubert ya absolutamente único; un maravilloso Ravel, un potente y, otra vez, a la par lírico Liszt, un ¡ya! increíblemente hermoso Haydn, u introvertido Chopin, un razonado Debussy, un musculado Rachmaninov… Y así podíamos seguir. Una fiesta de la auténtica creación, que se completa en el álbum con cuatros discos más, como ya dije antes.
La base de dos de ellos es el Primero de Beethoven, versiones de 1960 y 1988, a las que hace todavía mejor servicio su separación en el tiempo el hecho de que en la segunda dirija Christoph Eschenbach, a años-luz de un Charles Munch que, en la otra, se muestra agresivo y descolocado. Las joyas en los otros dos son una maravillosa Sonata n. 12 de Beethoven, con una acongojante Marcha Fúnebre, y una compacta Op. 1 de Brahms, música hecha como metida en un suspiro, increíblemente respirada, maravillosamente fraseada pero sin concesiones sentimentales. En resumen, un álbum indispensable.
Pedro González Mira