Staatskapelle Berlin / Daniel Barenboim.
DG 002894862958 (2 CD)
EL PUNTO CRUCIAL
Según las pruebas de que disponemos, parece lógico pensar que para Barenboim el ciclo sinfónico de Schumann ocupa un lugar de excepción en la evolución de la sinfonía a lo largo del siglo XIX. Las tres integrales que ha aportado de las cuatro obras que componen el ciclo así nos lo indican. Si analizamos cada una de estas grabaciones, nos daremos cuenta de lo diferentes que son entre sí, al tiempo que podremos convenir en que en las tres encontramos el más puro y genuino espíritu schumanniano imaginable. Esto es, un ciclo sinfónico en el que convergen a modo de síntesis tres compositores de los que el propio Schumann se empapa (como son Beethoven, Schubert y Mendelssohn), al tiempo que nos descubre al de Zwickau como auténtico precursor de los grandes sinfonistas o creadores de la segunda mitad del siglo (Brahms, Bruckner, Wagner o Mahler), pero sin dejar en ningún momento de ser Schumann.
Podríamos aventurarnos a decir que en este último registro incluso va más allá, pues una atenta escucha nos revela ya aquí algunos primeros ecos de la Segunda Escuela de Viena, y más concretamente Webern. La recreación que nos regala del tercer movimiento de la Renana así nos lleva a pensar; pocas veces se ha dicho tanto en tan poco espacio de tiempo. Los temas más bien parecen sugerencias; es tremendamente complicado comprimir de la manera que lo hace el argentino tamaña cantidad de colorido, de ideas temáticas, sin dejarse nada por el camino en el intento. Ahora bien, para ello cuenta con una orquesta que él mismo ha modelado a su propia imagen y semejanza, con un sonido y una técnica a la que, quizás hoy, tan solo pueda compararse la de otras dos formaciones como mucho; a lo que hay que añadir su conocimiento de la obra para piano y el Lied del autor. Es muy posible que, de las cuatro, sea en la Renana donde se encuentre el Schumann más genuino; en ella se percibe muy especialmente el espíritu de las composiciones del autor en otros géneros musicales (Carnaval, Estudios Sinfónicos, Liederkreis…), esos microcosmos en los que cada pieza tiene identidad propia, pero al mismo tiempo se encuentra perfectamente ensamblada en el conjunto, cumpliendo su función. Nada de esto pasa desapercibido para Barenboim, que lo emplea transportándolo de forma magistral al complejo entramado sinfónico propuesto por el compositor.
Es interesante realizar el ejercicio de comparación de las tres integrales. Si en los registros de mediados de los setenta con la Sinfónica de Chicago (también DG) la presencia de Beethoven era más que evidente, y el punto de llegada Bruckner (escúchese la transición de la introducción de la Primera Sinfonía al primer movimiento, o casi todo el último movimiento de la obra, o el cuarto de la Renana, o la transición entre el tercer y cuarto movimiento de la Cuarta, lo menos conseguido de ese ciclo), en los registros de 2003 para Warner, el punto de partida lo encontramos sobre todo en Schubert y Mendelssohn, para concluir en Brahms. La transición de la Primera Sinfonía a la que hacíamos referencia, antes bruckneriana, nos hace pensar ahora en Schubert (La Grande) y las sonoridades del desarrollo de ese primer movimiento nos anticipan ya inequívocamente a Brahms. El tercer movimiento de la Segunda, que con Chicago parecía anticiparse al movimiento lento de la Sexta de Bruckner en este segundo registro parece acercarse al aroma del movimiento lento de la Primera o la calidez de los movimientos centrales de la Tercera de Brahms. Con el registro de la Cuarta de este segundo ciclo, el argentino parece resarcirse del relativo “pinchazo” de Chicago, y ofrece una de las tres o cuatro versiones más redondas de la historia. En la transición entre los dos últimos movimientos de la obra, si antes podíamos encontrar ecos de Bruckner, ahora son las sinfonías Primera o Cuarta del hamburgués las que mayor presencia obtienen.
Otra vuelta de tuerca
Ahora bien, tras esas dos integrales, con esta nueva el argentino vuelve a forzar otra vuelta de tuerca. En este registro de hace poco más de un año, prácticamente ya no encontramos ecos de los antecesores, pero sí de quien en este caso es el punto de llegada (Wagner), o el vehículo más próximo de camino al siglo XX. En esa transición de la introducción al primer movimiento de la Primera Sinfonía a que hacíamos referencia, ya no es ni Bruckner, ni Schubert, sino el fulgurante encuentro entre Tristán e Isolda al comienzo del dúo del segundo acto. El aroma del adagio espressivo de la Segunda Sinfonía, es ahora la escena de amor, o el exuberante y brahmsiano primer movimiento de la Renana, el estallido del final del primer acto de Tristán.
Los Bruckner y Brahms del cuarto movimiento de esa misma obra, parecen haber dejado paso ahora al transitar de los peregrinos de Tannhäuser, para llegar en el último tiempo a la orgía en la Venusberg, con esos toques de sensualidad que aporta en los rubatos. La transición entre los dos últimos movimientos de la Cuarta Sinfonía, en esta ocasión nos anticipa la presencia del Grial como nunca antes se había hecho. No sé si alguna vez se ha podido escuchar con este grado de emoción.
Claro, según todo este fresco propuesto, ya no tienen cabida las reexposiciones de la segunda integral, pues todo lo que hay que contar impide la reiteración, salvo en el primer movimiento de la Cuarta Sinfonía, donde esa reexposición refuerza si cabe el contenido con mayor intensidad. Tampoco hay unas obras que estén por encima de otras, las cuatro son partituras maestras, perfectamente acabadas en sí mismas, que se erigen en punto crucial de la evolución sinfónica del siglo XIX, que no es sino el vehículo de inmersión en la enmarañada primera mitad musical del XX.
En fin, se podría decir que tres Schumann distintos y un solo Barenboim verdadero. Imprescindible, casi testamentario.
Rafael-Juan Poveda Jabonero