Stoyanova, Groissböck, Koch, Erdmann. Wiener Philarmoniker / Franz Welser-Möst.
CMAJOR, 719308 · (2 DVDs).
Rosas sin tiempo
Logros como el presente acumulan en el aficionado una suma de impresiones estimulantes, desde el alivio que confirma que es posible volver a visitar los grandes títulos con una mirada nueva hasta la certeza de que la forma ópera, si sigue viva y es objeto de tanta atención, no es sólo cuestión de moda o capricho; se explica porque tiene mucho que ofrecer a la sociedad del siglo XXI: distracción de la mejor ley, entretenimiento refinado y jugosa materia de reflexión.
El muy veterano Harry Kupfer (Berlín, 1935) ha conseguido que la ópera de Strauss, parecía que encorsetada en la doble rigidez de una época muy precisa y un libreto tan magistral como estricto, despegue el vuelo para regresar con todas las calidades del original, desentrañadas desde la lucidez, la melancolía y el desencanto del presente.
El sofoco de lo vienés dieciochesco se difumina en una escena que alude al lugar, mediante la proyección de edificios emblemáticos y una rigurosa selección del mobiliario, para partir del momento y la época subrayando tanto el complejo entramado de sentimientos como las tensiones en el combate por el poder, que laten y respiran en los mismos órganos de carne y sangre que soportan las emociones.
La soprano búlgara Krassimira Stoyanova (Veliko Tamovo, 1962) es la exquisita Mariscala enfrentada a una madurez que preludia la decrepitud, oscilando entre la generosidad de la dama cuyo orgullo se expresa en la renuncia y el deleite corrompido de juguetear con su joven amante, a quien ofrece a la chiquilla, pero después de someterlo a la humillación de un travestismo degradante.
La francesa Sophie Koch (Versalles, 1969) es ya una especialista tanto en el Compositor de Ariadna en Naxos como en Octavian; aquí aparece con un énfasis más masculino, más el señorito egoísta que el petimetre arrebatado, un varón que abandona la pubertad para aprender que cualquier elección es siempre (desde algún punto de vista) equivocada; cuando abrace a su Sophie se acordará de “Bichette”, y quién sabe si su virginal novia no buscará, entre los árboles del Prater, a otro Octavian con quien endulzar la alarma ante las primeras arrugas.
El austríaco Günther Groissböck (Waldhofen, 1976) se aleja de las versiones convencionales del Barón Ochs; lo presenta en la literalidad de su clasismo egoísta, aunque el aristócrata lúbrico y mal educado adquiere cálida humanidad e inquietante verosimilitud al despegarse del estereotipo del ridículo vejete bufo. Como treintañero dinámico y apuesto, que recuerda al Gérard Depardieu de hace unos años, la significación y alcance del personaje se amplifica y aproxima; no estamos ante el residuo de un siglo remoto, el figurón obsoleto imposible de encontrar hoy; en su elegante traje deportivo de estilo inglés descubrimos al advenedizo de cualquier tiempo, el miserable que agita sus apellidos como blasón de una alcurnia que su vulgaridad niega, del mismo modo que los facinerosos del presente acuden a la chequera, la patria o la fidelidad al partido para prolongar sus privilegios hasta el infinito.
Rosa de plata
La alemana Mojca Erdmann (Hamburgo, 1975), que recibirá la rosa de plata de manos de un príncipe azul vestido de blanco, no es sólo la chiquilla trémula que observa desde el balcón la llegada de la carroza; con la ilusión de la boda inminente conocerá, en pocas horas, la decepción ante el novio imposible, la llamarada del amor a primera vista, el desconcierto de la burguesa en posición airada y la congoja, triste y alegre a la vez, de la mujer que recibe de su rival el compartido objeto de deseo, Octavian, guapo chico, moneda de cambio, ¿se convertirá alguna vez en remedo del barón Ochs?
Todo esto se contiene, naturalmente, en la magna obra, cuyos jugos secretos extrae, para nuestro asombro y placer Harry Kupfer, y que la dirección de Welser-Möst desmenuza siguiendo la gran tradición; resulta que la vivacidad brillante y angustiada de Carlos Kleiber no es incompatible con la famosa suntuosidad de Herbert von Karajan, que la Filarmónica de Viena paladea como un caramelo inagotable.
Y es preciso citar a otro artífice decisivo, el director de la toma de vídeo, Brian Large, observador privilegiado de numerosas funciones que él organiza con la maestría de un largo oficio; valdrá la pena estudiar “sus obras”, organizadas con el propósito de “crear” un nuevo tipo, o variante, del operófilo, el espectador televisivo, que se añade al melómano que oye un disco y al esforzado público de teatro.
El logro es completo, pues se presenta como un producto impecable, provisto de un sonido excelente y, aunque parezca mentira, con unos cuidadísimos subtítulos españoles, preocupados incluso por reflejar la torpeza de ciertos modismos.
Álvaro del Amo