Varios cantantes. Destacan Angela Gheorghiu, Jonas Kaufmann, Bryn Terfel . Orquesta y Coro de la Royal Opera House. Andris Nelsons / Antonio Pappano / Henrik Nanasi.
Opus Arte, OA1184BD (3 DVD)
Puccini, incombustible
Si todavía hay quien niega a Giacomo Puccini el pan de la excelencia musical y la sal del rigor dramático, la coincidencia de una colección de sus obras representadas en el Covent Garden londinense y una versión vienesa de su título norteamericano contribuirán a deshacer el viejo tópico, basado en un equívoco largamente enquistado. El estilo pucciniano no se explica por una supuesta adscripción al verismo, sino como punto final de la estética romántica, que en su agonía alcanza el paroxismo gracias a una ferviente levadura, la pasión sexual, hasta entonces agazapada bajo un sentimentalismo complicado por ilusiones que pertenecen al campo semántico del idealismo cristiano: el honor expresado en la continuidad de una estirpe o en la fidelidad a una promesa, la esperanza de encontrar en el cielo a la esposa muerta, el culto a la virginidad, la confusión entre sexo y pecado, básicamente. Las alegrías del amor casto, que el trovador Manrico proclamaba quizá sin excesiva convicción, desaparecen en las óperas de Puccini, donde la mujer habla del amante que ha dejado en la cama y el condenado a muerte no quiere confesarse, lamentando despedirse de la carne vislumbrada tras el velo transparente. El sentimiento se prolonga en el deseo y las emociones brotan del esplendor del cuerpo anhelado. Un jadeo gozoso que la música restituye con los colores vivos de Van Gogh y el puntillismo de Seurat, en los distintos episodios de una misma historia que podía firmar D´Annunzio.
El canon tranquiliza
El montaje de La Bohème de John Copley, estrenado en 1974, con su buhardilla, su calle bulliciosa y su arrabal nevado, reconcilia al espectador con unos escenarios familiares, del mismo modo que el respeto de Jonathan Kent, en su producción de 2006, por la iglesia, el despacho y la terraza donde Tosca transcurre, tranquiliza como un reencuentro con lo conocido. El tradicionalismo bien entendido resulta casi provocador frente a la obsesión actual por la originalidad, un prurito que la obra en cuestión no siempre recibe de buen grado. Marco Arturo Marelli renuncia al lejano oeste para ambientar La fanciulla del West en una época posterior y con mucho menor encanto, donde el saloon del primer acto es una barraca y la cabaña de Minnie una habitación de casa prefabricada; se pierde así la evocación y el candor de una atmósfera que contribuye a la verosimilitud de un cuento donde rudos mineros añoran a su mamá y lloran la muerte de la abuela, la cantinera es también profesora soltera con el primer beso aún pendiente, y el salteador de caminos, un buen chico que heredó una partida de cuatreros como otros heredan un collar de perlas o un pozo de petróleo. Andrei Serban sintetiza tradición y modernidad en su Turandot de 1984, concibiendo el escenario como una gran caja negra, pues es la noche protagonista de la fábula; una compleja luminotecnia destaca figuras, máscaras y motivos de inspiración china.
Las criaturas de ficción agradecen que se respeten sus hogares. Teodor Ilincai (Rodolfo) y Hibla Gerzmava (Mimi) capitanean un reparto juvenil, ideal para comunicar la desolación de sus trémulos personajes. Un mayor recorrido necesita aún el Calaf de Marco Berti, en exceso tímido y poco implicado frente a la turbadora princesa gélida de Lise Lindstrom, superados ambos por Eri Nakamura, que logra incendiar la humilde tragedia de la pobre Liú.
Las estrellas brillan en sus respectivas constelaciones con el esplendor de su fama, pasada y presente. Angela Gheorghiu insufla a Tosca la belleza mórbida de su desgarro y Bryn Terfel impone un Scarpia tan sórdido que despierta la piedad. Si Jonas Kaufmann es un Cavaradossi impecablemente interpretado, pero aún algo distante, su creación del bandido resulta arrolladora, como si el dotadísimo cantante y esforzado actor se hubiera finalmente apropiado de los secretos de un compositor al que va a servir como hicieron los mejores. Nina Stemme es una estupenda fanciulla y Thomas Konieczny un sheriff con el paladeado dolor del barítono rechazado.
Los directores de orquesta parecen haberse puesto de acuerdo en seguir el modelo de la incandescencia vigorosa de Karajan y Sinopoli, frente a la tensión sofocante de Sabata o Mehta. Dinámicos y nerviosos Andris Nelsons y Henrik Nánási, tímido y sinfónico Welser-Möst en el primer acto para implicarse después, y Antonio Pappano sentando cátedra como gran artífice pucciniano, capaz de combinar incandescencia, tensión, vigor y sofoco como las palpitaciones compartidas por una respiración que, como el policía lúbrico, se ahoga en sangre.
Álvaro del Amo