Aušriné Stundyte, Bo Skovhus, Natascha Petrinsky, Elena Zaremba.
Orquesta Sinfónica de la Radio de Viena y el Coro Arnold Schoenberg / Constantin Trinks. Escena: Andrea Breth.
Unitel-CMajor 805908 (DVD)
CUERDA LOCURA
Tras décadas tragando polvo del olvido, va abriéndose al fin camino la turbadora y fascinante El ángel de fuego, tercera de las grandes óperas compuestas por Prokofiev, que nunca pudo ver representada en vida. Una obra “maldita”, que pese a tener un siglo casi de existencia, es una creación joven y moderna, aún pendiente para muchos por ser descubierta, debido a las contadas veces que ha subido a escena (su estreno teatral se hizo esperar 28 años). Una ópera que es un absoluto desafío para todos, incluido para el espectador. Obra oscura y esotérica, compleja y ambigua, abierta a la relectura gracias a su simbolismo, capaz de mezclar acertadamente ángeles y demonios, misticismo y sexo, lo celestial con lo terrenal, las vírgenes y las brujas, lo terrorífico con lo poético, el esquizofrénico y el cuerdo, lo sacro enfrentado a lo profano.
Si en la magnífica propuesta brindada hace unos meses por Calixto Bieito en el Teatro Real ambientaba la acción en la cerrada sociedad de los años sesenta (la original transcurre en el siglo XVI), esta del Theater vienés (2021), firmada por Andrea Breth (memorable aquel Eugene Onegin salzburgués de 2007), la sitúa en un opresivo y surrealista manicomio (de fortísima raíz expresionista) en el que acaba loco hasta el apuntador. Una atmósfera de alucinación y pesadilla enrarecida e irrespirable, de esas que podría haber firmado los Kafka, Büchner (Lenz), Beckett o la irreverencia insana y repetitiva de Thomas Bernhard (con ese asfixiante y magistral uso del ostinato que conlleva su conclusión).
Soberbio trabajo escénico muy bien sustentado por la escueta escenografía: áspera, enfermiza, sin colores, muy de tragedia griega clásica, de un inspirado Martin Zehetgruber, que toca techo en la escena del exorcismo con esa maraña de camas convertida en exasperado aquelarre (la hoguera es sustituida por un disparo en la sien).
Repleta de tensión y sacándole brillo a su afilada tímbrica y a la pendular tonalidad, la certera dirección de Constantin Trinks, que sabe controlar tanto el vital y espinoso elemento rítmico (alma de la partitura), como la voluminosa y, a veces, violenta orquestación (estupenda la ORF), que acaba ofreciéndonos un espectáculo abrasador que esclaviza los sentidos. Un derroche físico y vocal el exigido a los dos protagonistas, que están en escena prácticamente durante toda la representación. La experimentada Renata de la lituana Aušriné Stundyté (que también se hizo cargo del rol en las representaciones madrileñas) es de una elevada solvencia, saliendo muy bien parada de esa terrible tesitura que exige una inagotable intensidad dramática (espléndida en el monólogo del primer acto). El robusto despliegue vocal del todoterreno Bo Skovhus y su buen hacer actoral llena de fisicidad y tormento su desgarrador Ruprecht. Una ópera a redescubrir.
Javier Extremera