Chor und Symphonieorchester das Bayerischen Rundfunks / Mariss Jansons.
BR Klassik · 900719 (12 CD)
UN ENCUENTRO DE DOS CORAZONES FRÁGILES
Ya que hablamos de Mahler, seamos pedantes: Plutarco habría disfrutado con él y con Mariss Jansons. Vidas con paralelismos evidentes. Los dos fueron celebrados como grandísimos directores. También arrastraron fama (bien merecida) de quisquillosos con los elementos que rodean al espectáculo (empezando por las condiciones acústicas). Ambos eran de ascendencia judía; Gustav sufrió el antisemitismo en forma de zancadillas miserables y Mariss viniendo al mundo casi a escondidas en el contexto de la persecución nazi. También poseyeron corazones frágiles que terminaron por llevarlos a la tumba. Por fuerza, aunque en épocas diferentes, estos maestros debían encontrarse.
BR Klassik nos ofrece en un cofre de 12 CD la gran aventura mahleriana de Jansons: la integral sinfónica. Bueno, la integral de Sinfonías que el bohemio llegó a terminar. La Décima queda fuera, tanto su Adagio (la única parte concluida por el compositor) como cualquiera de sus polémicas versiones “completadas”. Y esto no es una falta. No lo es porque el objeto que escuchamos es una maravilla en la que nada se echa de menos. Jansons no aborda el legado de Mahler. Directamente, se lo apropia. El mejor homenaje que puede hacer un intérprete. El letón demuestra una fuerza extraordinaria y continua en cada una de las partituras, pero jamás aparece el exceso. No parece interesarle ni la exclamación romántica ni acentuar ciertos “efectos especiales” que Mahler repartía entre la orquesta (Walter sería un modelo de lo primero y Bernstein de lo segundo). ¿Qué más da? Jansons ofrece muchas otras cosas.
Para empezar, la fuerza ya citada, imperecedera. Para continuar, una claridad expositiva que evita el “efecto polvorón” que tantas veces puede tener Mahler en malas manos. Unos tempi sin restos de estatismo, pero sin caer jamás en la precipitación. Un sonido orquestal bello, pero nunca cursi. Y, para dar la puntilla, le otorga importancia a contratemas que, por lo habitual, se pierden en el magma sonoro. Estos rasgos aparecen, repito, en todas estas páginas. En ninguna parece bajarse el listón. Aplicar esta coherencia a un corpus tan monumental no está al alcance de todos los profesionales. Y más si tenemos en cuenta que nos hallamos ante interpretaciones grabadas entre 2007 y 2016. En nueve años, una mente cualquiera puede experimentar decenas de cambios de posturas; una mente artística (por lo común poco dada al conformismo), más todavía. La de Jansons era de otro tipo. Y no porque se tratase de un cerebro gris y cuadriculado; en cada Sinfonía brinda por la emoción, ni un compás resulta aséptico. La mente que le reserva el director al compositor es un ejemplo perfecto de madurez, es decir, de aprovechamiento de la experiencia. Jansons, a esas alturas, ya sabía perfectamente quién era y qué quería.
El comienzo de la Primera, por ejemplo, no lo enfoca como un espacio inquietante y casi inmóvil (como ocurre habitualmente), sino como la preparación a un movimiento vehemente. En cuanto a la propia esencia lingüística de Mahler, recordemos que el compositor creaba discursos absolutamente imprevisibles gracias a sus exploraciones tonales. En este sentido, podría recordar a Nielsen, aunque con la diferencia de que Carl las practicaba a través de la síntesis y Gustav en amplios, amplísimos desarrollos temáticos. Jansons, en lo que se refiere a estos juegos de tonalidades, provoca que las flexiones entre luminosas y oscuras entren a ritmo de cuchillada. Se le agradece esa letalidad tan firme y, a la vez, contundente, lejos de la morosidad propia de los sádicos. Una muestra clara de esta batalla colorista la encontramos en la Cuarta, con ese Sol Mayor de partida que, en compositores y directores diferentes, puede sonar vulgar, pero que Mahler y Jansons desnudan sin despeinarse hasta lo más turbador.
El director, obviamente, necesita de unos cómplices a la altura, y los tiene. Para empezar, a sus queridos bávaros de orquesta y coro, agrupación con la que consiguió un record de permanencia (por algo sería, claro). Para continuar, con unos solistas que sacrifican ombligos para subrayar las ideas del maestro (este tipo de humildad en cantantes es casi milagrosa): Harteros, Fink, Stutzmann, Persson y los ocho de esa apoteósica Octava que son Robinson, Brewer, Prohaska, Baechie, Fujimura, Botha, Volle y Anger. Todos, desde la orquesta hasta el coro pasando por los solistas, edifican un templo macizo, coherente, lleno de potencia y virtuosismo, junto al director.
Lo más sorprendente de todo: se trata de grabaciones en vivo. Por supuesto que los técnicos de sonido pueden “arreglar” ciertos errores del directo, pero en el mundo de la clásica todavía existe cierto rigor a la hora de trampear, y más en un sello como este. Además, ningún ingeniero podría llegar a crear una calidad esencial como la que nace de Jansons y compañía. “Quod natura non dat, Salamantica non praestat”, pero en versión técnica.
El cofre se completa con dos discos de extras en los que, entre otras cosas, podemos asomarnos a ensayos para disfrutar de Jansons abordando, por ejemplo, el célebre Adagietto de la Quinta. Podríamos ponerle alguna pega a este cofre. Por ejemplo, que la Tercera aparezca troceada en dos discos de manera algo desproporcionada, pero en realidad caeríamos en una discusión algo cuñadil (y, por lo tanto, ridícula). Al fin y al cabo, Mahler compuso para dos seres en concreto: para sí mismo y para la Humanidad. Seguramente intuía que su presente no le pertenecía y que la Humanidad deseada estaba por llegar. De ahí que sus Sinfonías rompieran todos los esquemas canónicos a pesar del riesgo de incomprensión, y que los discursos adquirieran longitudes que ni entonces ni ahora son fáciles de asimilar (ni por el público ni por los formatos). Eso sí: si hubiese sabido que, en el futuro, iba a nacer un campeón de su legado como Jansons, el corazón le habría dolido menos.
Juan Gómez Espinosa