El bicentenario del nacimiento de Liszt ha propiciado de nuevo la reunión de dos genios de nuestros días. Barenboim al piano y Boulez a la batuta al frente de la Staatskapelle Berlin vuelven a encontrarse en los conciertos del compositor húngaro. El interés es evidente: el primero grabando estas obras por primera vez; el segundo, enfrentándose a un repertorio poco familiar. Todas las preguntas que surgen antes de poner el disco se responden nada más comenzar. Respecto al argentino, efectivamente no está en plenitud de facultades, pero la lección pianística que ofrece es impresionante. Ningún intérprete - salvo Arrau- ha alcanzado estas cotas de profundidad, de densidad emocional totalmente ajena al virtuosismo vacío tan -tristemente- habitual en estas partituras. Respecto al francés, no cabe duda: el trabajo que realiza es extraordinario, muy preciso, siempre atento al detalle más mínimo y en plena comunión ideológica con el solista. La pulcritud no le impide bucear hasta el fondo de cada compás para desterrar definitivamente prejuicios –sí, todavía quedan- acerca de Liszt. La maravillosa orquesta no hace sino redondear una actuación memorable, rematada con dos propinas milagrosas.

JCG