Caja Deluxe. Varios intérpretes.
Sony Classical, 88875032272 (43 CD + libro)
881 7th Ave, New York
Con olor a ginebra Seagram’s, el Carnegie Hall (CH), ubicado entre la Séptima Avenida y la Calle 57, a dos manzanas de Central Park, celebra sus 125 años desde que abriera sus puertas en el corazón de Manhattan. Por sus butacas y escenario han pasado los más grandes músicos de los siglos XX y XXI y nombres como Marilyn Monroe, JFK, Richard Geere, Naomi Campbell o Michael Jordan. La edición que publica a todo lujo Sony Classical para festejar la efeméride, coincide con la gala que la mítica sala de conciertos, de acústica sin igual, celebró el pasado mes de mayo con la dirección del español Pablo Heras-Casado.
Muchos (o casi todos) de los discos de esta edición ya conocieron vida por separado, pero ahora se fusionan con un magnífico libro (textos de Gino Francesconi, director de los archivos del Rose Museum del CH) para ilustrar la historia de la sala donde se llegaron a firmar pactos de estado y donde algunos senadores conocieron la dimisión de Richard Nixon mientras escuchaban plácidamente la tormenta de la Pastoral de Beethoven. El primer disco es Toscanini y dos Quintas de Beethoven con la New York Philharmonic. Ahora es Dudamel quien, con sus rizos a todo movimiento, da la entrada para que el Sol-Sol-Sol-Mib siga sonando después de más de cien años de historia. Aquellos años (1931) previos a la Segunda Guerra Mundial y a la más temible Guerra Fría, eran los años donde el joven Lenny Bernstein hacía cola para conseguir una entrada de las baratas (educadamente hoy las llaman de “visibilidad nula o reducida”), apurando nervioso el cigarrillo para escuchar a su maestro Koussevitzky, con su cara de buen hombre, que estrenaba obras de Roy Harris (1934) con una sala completamente llena. La década de los cuarenta era la de Horowitz tocando a toda velocidad el Primero de Tchaikovsky con Toscanini (1943), aunque de vez en cuando un europeo subía al podio como Dios manda para dirigir con calma, como Bruno Walter (1954), que les ensañaba las mismas entrañas de una romántica Séptima de Bruckner.
Las incontables galas, donde los filántropos vestidos de esmoquin y repletos de chequeras, que eran desplumadas en las cenas americanas para financiar los proyectos culturales como el mismo CH, tienen sus ejemplos discográficos, tan divertidos como la foto que adjuntamos (gala del 18 de mayo de 1976), con momentos donde la interpretación tal vez no sea el fin, pero sí el medio. Los recitales vocales han sido uno de los pilares en los programas anuales, recogiendo esta edición varios de ellos, destacando los de Shirley Verret, Leontyne Price, Jennie Tourel y al piano Bernstein (qué manera de tocar los Liederkreis de Schumann), “Divas in song” (Caballé, Fleming, von Stade, Horne, etc.) o los dos de Jussi Björling (1955, 1958), que dejaba la botella de vodka en los pasillos antes de acceder al escenario para iluminar la sala con su irrepetible voz.
Cuando el tejano Van Cliburn ganó el Concurso Tchaikovsky de Moscú en plena Guerra Fría (Nikita Khrushchev afirmó: “Si es el mejor, que le den el Premio”), regresó para festejarlo en el CH, dirigido por un ruso, Kondrashin (1958), interpretando precisamente el Tercero de Rachmaninov. Recitales tan señeros como los de Sviatoslav Richter, Rudolf Serkin, Arthur Rubinstein (apasionadísimo Chopin), Vladimir Horowitz (un habitual del CH), Jorge Bolet, Lazar Berman, Vladimir Feltsman, el debut de un jovencísimo Evgeny Kissin, que no sabía cómo se las gasta el público del CH para pedir bises (justo cuando abren las puertas y entran los que no han podido permitirse una entrada), Midori, Arcadi Volodos, Denis Matsuev o el curioso experimento Brahms entre Glenn Gould y Bernstein, con speech incluido del este último, aclarando las divergentes posturas interpretativas de ambos. En fin, historia pura, maravillosamente presentada.
Los neoyorquinos afirman que cuando les preguntan la forma de llegar al Carnegie Hall, estos responden a los turistas: “Practicando, practicando”.
Gonzalo Pérez Chamorro