Un documental de Paul Smaczny. Incluye el recital “Preludes to a lost time” con obras de WEINBERG.
Accentus 20414 ( DVD) - 57’ (documental) + 51’ (concierto)
BERNSTEIN & KREMER: LA BELLA Y LA BESTIA
Si existe hoy un músico capaz de adentrarse sin temor alguno entre las concertinas del riesgo y la aventura, dispuesto siempre a saltarse límites y explorar (linterna en mano) veredas estilísticas poco transitadas y extravagantes (lo que le ha costado a veces darse de bruces con cierta parte de la crítica), ese es sin duda el inclasificable violinista letón Gidon Kremer. Como el propio artista revela en el magnífico retrato documental que nos ocupa, “Gidon Kremer: descubriendo tu propia voz”, del veterano maestro Paul Smaczny, el que mejor supo predecir su futura personalidad, oliéndose por entonces los vericuetos formales que tomaría con el devenir de los años, fue el legendario David Oistrakh, su profesor en Moscú, que un día le soltó: “jamás haría lo que haces, aunque llevaras razón… pero no por eso abandones tu camino”, algo que marcó a fuego en la piel. “Cuando creo en algo, no me rindo tan fácilmente”, asegura sentado en el sillón de su casa, mientras repasa ante la cámara lo que ha sido su carrera artística y personal. La música y la vida se entrecruzan continuamente fundiéndose en el relato, pues de un ensayo de Tabula Rasa con el mismísimo Arvo Pärt en la sala, saltamos a la conversación de un padre con sus hijas mientras devoran el almuerzo. A los músicos de su amada Kremerata Baltica les habla en inglés, a su hija Gigi en francés, a Pärt en ruso, dejando el alemán para cuando hace funciones de narrador.
Filmado cuando tenía 70 años, el hilo narrativo se construye sobre cuatro ciudades, verdaderos coprotagonistas de la historia, pues a Smaczny le gusta recrear su mirada curioseando por sus calles y edificios o mezclándose con los viandantes. En el París en el que residió 25 años exploramos los inquietantes sonidos de Tabula Rasa o de Fratres. En su Riga natal, visitamos el viejo barrio judío, al que llegó su padre buscando una segunda oportunidad tras sobrevivir a la “solución final”. Lo primero que ve al abrir su maletín, es una vieja fotografía en blanco y negro de su sonriente madre. En Moscú visitamos el Conservatorio Tchaikovsky en busca del (desaparecido) busto de Oistrakh. 15 años de su vida envueltos entre una mágica atmósfera creativa. En Tokyo, estación final del viaje, asistimos a la puesta a punto del rítmicamente endemoniado Doble Concierto de Glass.
Kremer se ha convirtió en el guardián de la obra del judeo-polaco Wieczysław Weinberg (precisamente este mes conmemoramos el centenario de su alumbramiento), otro que perdió a los suyos en el Holocausto (esta temporada el Real recupera su terrorífica y fascinante Pasajera ambientada en Auschwitz). A la misma vez que se adentraba en las tinieblas de esta pesadilla, tomaba aire fresco ante tanta negrura, escribiendo los 24 Preludios para violonchelo, dedicados a Rostropovich (Slava nunca los llegó a tocar). Los “Preludios a un tiempo perdido” (que no es otro que la extinta Unión Soviética) se ofrecen como impagable complemento, ofreciendo una virtuosa e intensa interpretación a violín en la transcripción realizada por el propio Kremer (la emocionada viuda del compositor le felicita por la ejecución). Registrada en vivo en la sala Gogol, el incisivo sonido y su particular vibrato (marca de la casa) se sobredimensionan con la proyección de fotografías en blanco y negro del maestro lituano Antanas Sutkus (a él le debemos una de las imágenes más poderosas de Sartre). Instantáneas tomadas en la misma época y en el mismo territorio político en que floreció este ciclo. La atracción que sintió Weinberg por su compañero de fatigas Shostakovich es notoria en toda la obra, atreviéndose incluso a citarle expresamente en el n. 21 al usar la notación alemana de su acrónimo (DSCH, esas inmortales cuatro notas que, entre otras obras, abrían el Primer Concierto para cello).
32 horas con Lenny
Aprovechando el centenario de su nacimiento, se trasvasaron a DVD los míticos “Conciertos para jóvenes” emitidos por la CBS y que impartiera un Leonard Bernstein en estado de gracia, junto a la que fue su cónyuge orquestal, la Filarmónica de Nueva York (aquí la batuta es la tiza y la orquesta su particular pizarra). En el número de abril dedicamos una amplia reseña a la primera entrega, que temporalmente discurría entre 1958-64 (17 capítulos de una hora). Ahora la mega serie se completa con el resto de programas que finalizan con el dedicado a Los Planetas de Holst, fechado el 26 de marzo de 1972. 13 años de existencia pedagógica con un total de 53 conciertos retransmitidos a toda la nación, donde los sonidos inmortales de los clásicos se fusionaban con la chispeante oratoria y verborrea del presentador, en unas alocuciones cercanas y amoldadas a los espectadores de andar por casa. La riqueza de sus comentarios y su audacia al mezclar lo erudito con lo popular, lo divino con lo profano, así como el entrelazar la música con las demás artes, fue su gran gesta.
Con estos dos cofres, concluye también la serie de nueve capítulos dedicados a los “Young Performers”, apareciendo aquí las jovencísimas batutas de Claudio Abbado o Edo de Waart, además del violonchelo de Lawrence Foster o las manos del pianista cubano Horacio Gutiérrez. De los episodios de estas nuevas entregas destacan poderosamente la fiesta por el 60 cumpleaños de su maestro Aaron Copland, el intento de poner donde se merecía a su compatriota Charles Ives, el homenaje a uno de los compositores vivos más famosos por entonces, como era Shostakovich, o el que dedica a explicar qué demonios es eso de la forma Sonata (no perderse tampoco el estupendo titulado “Liszt y el diablo”). Unos tiempos gloriosos aquellos en los que la televisión radiaba valores educativos y pedagógicos, que hoy por desgracia han sido sustituidos en favor del sonambulismo y la ignorancia más zafia.
Javier Extremera