Orquesta de la Radio de Stuttgart / Georg Solti.
Euroarts, 2053038 (DVD)
Mefistófeles dando latigazos por el Monte de Venus
“A mí no me interesan las ideas políticas o filosóficas de Wagner, ni que traicionase a sus amigos o a su suegro Liszt. Lo que me interesa es la creación de su música… Alguien capaz de crear esa belleza, fuese medio judío, antisemita, revolucionario, liberal o monárquico, es para mí sobre todo y en primer lugar un genio de la música, y lo seguirá siendo hasta que nuestra civilización muera”
Extracto de las Memorias de Georg Solti (Acento Editorial)
Si hace un par de meses comentábamos en esta misma página la reedición de unos ensayos filmados a ese perro verde maravilloso que fue Carlos Kleiber junto a la Südfunk Sinfonieorchester, o como la conocemos hoy, la Orquesta Sinfónica de la Radio de Stuttgart (SWR). El turno le llega ahora a un director de puro nervio y gran versatilismo, el magiar Sir Georg Solti. Corría el año 1966 cuando el de Budapest aparcaba por unos días su puesto como mandamás del Covent Garden para desembarcar de nuevo en Stuttgart (él llegó a dirigir en la posguerra el coso de Württemberg) y erigir un concierto donde se incluyó una pieza muy ensamblada y reverenciada a su persona: la colorida Obertura de Tannhäuser (en su versión original del estreno en Dresde, es decir, sin lugar para la sensual Bacanal). El judío errante, que una vez fuese llamado György Stern (nombre que borró para no darle pistas a la trituradora de la Solución Final) regresaba a la tierra por la que fue exterminada su familia.
Hablar del binomio Wagner-Solti tiene la misma dimensión y trascendencia que si nos refiriéramos al Bach de Gould, el Bruckner de Celibidache o el Sibelius de Bernstein. Un altar del siglo XX. Solti consiguió humanizar y recubrir de carne y hueso los personajes wagnerianos, bajándolos de los cielos y enraizándolos a la tierra. El anglo húngaro les despojó de ese aliento espiritual y sobrehumano que le fuera recetado por el psicoanalista con batuta de Furtwängler. Sus héroes y heroínas al fin respiraban y sangraban, sudaban y olían, comían y defecaban. Solti consiguió ser una especie de Tolkin de la causa wagneriana, pues si el surafricano consiguió colar su tocho del Señor de los Anillos en hogares donde jamás había entrado un libro, Solti pudo con su Anillo adentrarse en millones de casas donde jamás un disco de ópera tuvo el privilegio de ser cubierto por el polvo.
Señor del Anillo
Antes de nada, Solti analiza desde su trono la ubicación de cada instrumento, cual ajedrecista que revisa sus fichas antes de arrancar la partida. El primer pianissimo de la partitura se transforma ya en la primera piedra a sortear. Su obsesión métrica y fijeza rítmica resulta a veces desesperante (a uno de los músicos le espeta que su pausa para respirar es demasiado larga). El impone su ley a golpe de látigo, regio y poderoso a la hora de marcar el paso sobre cada uno de los atrincherados instrumentistas. Una semicorchea casi provoca una crisis matrimonial entre el director y su orquesta, no rindiéndose en su empeño hasta que todos la tocan como el amo dicta. Ese día los músicos consiguieron un dos por uno (una clase magistral y una sudorosa sesión de gimnasio). El documento es un referencial manual para ver y analizar los usos y costumbres del arte directoral soltiniano, ese en el que solía entrar en un estado de posesión propia de un exorcismo. Un pulpo que no deja de mover sus tentáculos. Nunca se cansa de tararear o silbar la música en su afán por ser comprendido, no dudando en usar su brazo como improvisado metrónomo con piel o de peinarse su alopécica cabellera con las manos en un intento de deshacerse del esfuerzo laboral. Todo un recital de muecas, gestos y guiños tan propios y característicos de su grandiosa y elástica silueta. Verle dirigir Wagner era como sentarse a contemplar un volcán en plena erupción. Si lo habitual es que al ser humano la música le penetre por los oídos, con Solti sucede al revés. El sonido se introduce primeramente por los pies (imposible tenerlos amarrados al suelo), desgarrando todos nuestros tejidos en ese viaje hacia la liberación exterior por los orificios de la cabeza. Toda una experiencia sensorial a la que no se debe renunciar. Nadie podría echarse las manos a la cabeza si confirmáramos con rotundidad que él fue el más grande director wagneriano de todo el siglo XX. Un coloso con un corazón de acero.
“Tacto”, “más vibrato”, “no es una cuestión de volumen… es una canción de arrepentimiento… la carga del pecado de Tannhäuser pesa en su alma”, son algunas de las indicaciones que salen de su boca. Ver su cara mientras sortea compases es admirar en persona al Arte de la dirección. Si la cara es el espejo del alma, Solti era el más impetuoso reflejo del retumbante espejo wagneriano.
La Obertura
Con el prusiano (como se le denominaba secretamente en los pasillos del Covent Garden) uno nota como el corazón se acelera hasta cotas peligrosas, de ahí que su batuta siempre estuviera prohibida a tímpanos con deficiencias cardíacas. Por desgracia Solti cree estar aún en el podium de la Filarmónica de Viena y los de Stuttgart no llegaban ni a los tobillos de sus congéneres de idioma (seguro que más de uno llegó a su hogar quejándose a la familia de las magulladuras sufridas). La falta de brillantez entre los masculinizados atriles es notoria, y eso al final desluce el elogiable trabajo de dirección. Pero él solo conseguía el milagro de convertir lo mediocre y opaco en algo magno y luminoso. “No quiero torturarles, pero debe sonar como me lo imagino”, les avisa una y otra vez. A veces los músicos lo miran como si tuvieran delante a un profeta mitad charlatán mitad iluminado. Dudo que un director jamás haya sudado más sobre un podium. Parece un chusquero instructor militar, marcando a todos el paso con su vociferante y constante “eins, zwei, drei…”.
Solti dignifica esta versión de poderoso metal con su sola presencia, pese a los continuos resbalones de una orquesta de segunda fila. Ardiente y fogosa, hay poquísimos directores que consigan esclavizar nuestra escucha como lo hace él. Un espectáculo sonoro irrenunciable, que de nuevo está al alcance de todos nosotros, los sordos mortales que no habitamos en su atronador Walhalla.
Javier Extremera