Orquesta Filarmónica de Viena / Daniel Barenboim.
Sony Classical (CD/DVD/Blu-ray)
DE DESMEMORIAS Y AGOTAMIENTOS FÍSICOS Y ESPIRITUALES
Es la tercera vez que Daniel Barenboim se ha subido al podio en un concierto de año nuevo en Viena. Y había razones más que suficientes para aventurar que sería una convocatoria especial, entre otras cosas, y no la menos relevante, el hecho de que a un hombre de setenta y nueve años es difícil exigírsele un trajín semejante. Trajín, digo, porque es ese un concierto que exige mucho; no solo dar la cara ante millones de espectadores televisivos, sino cumplir con los protocolos que lo adornan, entre otros el haber dirigido el mismo programa la noche antes, y eso tras los correspondientes ensayos. Efectivamente, nada más comenzar la sesión matutina se pudo apreciar que Barenboim no ponía cara de muchos amigos y daba una innegable imagen de cansancio, algo que se manifestaba en los primeros planos, siempre en exceso atento a la lectura de la partitura. A mi juicio, aquello no era normal en un hombre que siempre ha mostrado una actividad galopante, pero tampoco criticable: dirigir siguiendo la partitura no es un delito, máxime para un hombre que ha dirigido mil músicas de memoria. Ese cansancio acabaría conduciendo la gala por otros derroteros: quizá con un protagonismo menos exclusivo del director, y una sobreexposición de la orquesta.
Comenzó el concierto con una marcha y un vals de, respectivamente, Josef y Johann Strauss hijo, Marcha del Fénix Op. 105 y Alas del Fénix Op. 125. Todo muy elegante pero en un tono alarmantemente serio. Los músicos miraban poco al director y este mucho a la partitura. Ninguna de las dos piezas pasarán a la historia por su brillantez, pero lo extraño era el poco esfuerzo que hacía Barenboim para que parecieran lo que no eran, unas musiquillas poco interesantes.
Tras ellas, la polca-mazurka La sirena Op. 248, que como la inicial pieza de Josef, una primera interpretación en el concierto de año nuevo, fue lenta y paladeada, y supuso la primera muestra de una manera de hacer que se repetiría a lo largo del concierto, y que pudo tener que ver con una especie de homenaje por parte del propio director a la gran máquina de hacer música que es la Orquesta Filarmónica de Viena: sencillamente, sobre unos trazos y directrices muy genéricos, dejar a los músicos hacer el resto. Lo que, desde luego, es puro arte de la dirección orquestal.
Galop trepidante
Pero un poco al contrario de lo acontecido hasta ese momento es lo que sucedió con el galop Pequeño boletín Op. 4, de Joseph Hellmesberger, una interpretación hecha de guiños y de manera trepidante, aun sin perder la compostura, pues a estas alturas del concierto ya iba quedando claro que no iba a haber mucha alegría, que se estaba inaugurando el tercer año de la Covid: el horno no estaba precisamente para pasteles, y sí para reflexiones cerradas.
El vals Periódicos de la mañana Op. 279 y Pequeña crónica Op. 128 (Johann Strauss II y Eduard Strauss, respectivamente, esta última también una novedad) cerraron la primera parte del concierto, en una especie de reconocimiento a otra de las profesiones que últimamente se han visto sacudidas por los medios de comunicación digitales: el periodismo en papel. La primera es una excelente música, que Barenboim dirigió con buen espíritu y magistral fraseo. Una pena que la radiotelevisión austriaca nos martirizara con las imágenes de dos chicos (chico y chica, para ser más preciso), guapos y jóvenes, sin parar de mirarse y darse besitos al fondo de la bella y siempre convencional imagen de la Austria profunda, en un paseo cuya filmación desconcentraba el primordial objetivo de escuchar. La otra pieza, la de Eduard, fue una polca rápida, en la que el director argentino se mostró elocuente y que, nuevamente, utilizó para demostrar cómo se las gasta técnicamente esta orquesta. Una verdadera exhibición. Y así acabó una primera parte, si no anodina, sí algo parca en efusiones expresivas o hallazgos de esos que uno espera de una batuta como la de Barenboim. Pero con mucho subtexto.
El vídeo que llenó el descanso (y que se incluye en la versión en DVD y Blu-ray) fue un poco más de lo mismo de otros años, una realización tan envidiablemente perfecta como aburrida. Esta vez el motivo fue un repaso a lugares declarados por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Un efecto especial en la filmación permitía a una coloreada mariposa viajar a través de bellos paisajes vieneses y de la hermosísima Salzkammergut, hasta llegar a Salzburgo, y todo ello sazonado con músicas espléndidamente interpretadas por atriles de la Orquesta Filarmónica de Viena. A saber: el tercer movimiento del Octeto D 803 de Schubert, tres piezas de una de las Suites para orquesta de cuerda de Schoenberg (rareza donde las haya), tres movimientos de la Serenade K 352 de Fux (no menos rara) y, puestos ya en rarezas, una pieza con visos gitanos del guitarrista de jazz austriaco (cómo no) Diknu Schneeberger y, ya por último, el primer movimiento de la Serenata KV 375 de Mozart. O sea, un variadito conjunto de músicas, hijo de una singular juntura.
Segunda parte
La segunda parte se abrió con la Obertura de El murciélago. Palabras mayores. Barenboim se tomó esta música de otra manera. Despertó. Siguió dejando hacer a la orquesta, que tocó con soberana precisión, pero bajo unas pautas igualmente exactas, basadas en un excelso fraseo y la delimitación de efusiones. Fue una versión dicha en su punto musical justo, enorme, y a veces bastante enérgica. Me parece que Barenboim hizo un encomiable esfuerzo para hacerse entender, y para hacerse gustar. Su rostro seguía mostrando una imagen de dolor contenido y cansancio psicológico, pero la música seguía fluyendo como sola, independiente, autónoma. Es decir, según un guion de lo que es este hombre: un irrepetible director de orquesta.
La Champagne-Polka Op. 211 de Johann Strauss hijo tuvo pocas burbujas, que seguramente dejó para el vals de Carl Michael Ziehrer Juerguistas nocturnos, nuevo en la plaza. Esta es una estupenda música para un estilista, con lo que la versión de Barenboim, que en absoluto lo es, resultó otra excelente ocasión para dar una lección de sinfonismo. La página puso a prueba el silbido y el canto de los músicos de la orquesta, que hasta en eso demostraron una afinación perfecta.
Las dos siguientes piezas fueron de Johann Strauss Jr.: la Macha persa Op. 289 y el vals Las mil y una noches Op. 346. La interpretación de la primera fue caliente; la del vals, que estuvo bailado, de corte muy clásico, con el pulso indispensable y la energía justa. La polca francesa Saludos a Praga Op. 144 de Eduard Strauss pasó sin pena ni gloria, al igual que Pequeños duendes, de Joseph Hellmesberger, otra novedad. La polka francesa De las ninfas sirvió para ver bailar a caballos. Sí; es posible; en Viena, en su escuela equina, todo es posible.
Y en fin, tras tantas músicas de circunstancias volvimos a cosas esenciales: el concierto en su versión por escrito finalizó con Armonía de las esferas Op. 235 de Josef Strauss, un música como la copa de un pino a la que, además, Barenboim siempre la he prestado una especial atención. En esta ocasión, echó el resto. Fue una versión portentosa, extraordinaria, de una increíble plasticidad, fraseada con el corazón; una maravilla. Sin duda, lo mejor del concierto.
La primera propina, la polca A la Caza, de Johann Strauss II, obtuvo del director argentino otra extraordinaria respuesta, y, por fin, en El bello Danubio azul, Barenboim se explayó, en una versión expansiva y comedida al mismo tiempo. No pronunció en ella grandes discursos musicales, otra vez dejó fluir la música. Otra maravilla. Como siempre, el “numerito” de la Marcha Radetzky puso fin a una velada marcada por la contención y la tristeza pandémica.
Posdata imprescindible: escritas estas notas, he leído que Barenboim dirigió fuertemente medicado por sus molestias en la espalda, una dolencia que sabíamos le ataca últimamente. Se notó. Los años no pasan en balde para nadie.
Pedro González Mira