Juan Diego Flórez, tenor. Orquesta Filarmónica de Los Ángeles.
Dir.: Gustavo Dudamel.
D. G., 0734628 (DVD)
FLÓREZ Y DUDAMEL, VALORES SEGUROS
Para su segundo concierto como director titular de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, el 7 de octubre de 2010, el venezolano Gustavo Dudamel ofreció esta gala con su amigo el tenor rossiniano número uno de nuestro tiempo, el peruano Juan Diego Flórez. En consecuencia, se montó un programa a base de música orquestal y vocal con Rossini en la primera parte y música latinoamericana en la segunda. Que Flórez iba a cantar tanto lo uno como lo otro a las mil maravillas estaba, nunca mejor dicho, cantado, y que Dudamel iba a dirigir con total idoneidad la música de su continente estaba igual de claro. Pero no se contaba con que, además, dirigiese Rossini de modo tan portentoso: las oberturas de La gazza ladra y Semiramide son de lo mejor que he escuchado jamás, y no sé si incluso quitar el “de” en el caso de la segunda. ¡Qué gloria cómo entiende este hombre estas piezas y cómo transmite a la orquesta –magnífica– lo que pretende que suene! ¡Qué frescura, qué irresistible intensidad rítmica, qué brío y qué elegancia, qué flexibilidad, qué gracia! Me ha parecido asombroso. ¿Quién dijo que este chico no tenía especial talento? De entrada, es muy evidente que posee una técnica excepcional, como caída del cielo, y una comunicatividad –hacia la orquesta y hacia el público– innata. Tras las respectivas oberturas, Flórez se lució con el increíble mecanismo y la pasmosa facilidad para los agudos que le caracteriza en dos arias endemoniadas: “Sì, ritrovarla io giuro” de La Cenerentola y “La speranza più soave” de Semiramide. Señalaré de nuevo que la dirección de Dudamel fue en ambas páginas igualmente extraordinaria, nada de acompañamientos más o menos de trámite. Las canciones hispanoamericanas de la segunda parte no me parecen nada del otro mundo, pero son muy populares: La flor de la canela de Chabuca Granda, Granada de Agustín Lara (lo siento, pero la detesto), Júrame de María Grever y Alma llanera de Pedro Elías Gutiérrez. Todas ellas estuvieron admirablemente cantadas y dichas (perfecta dicción, además), si bien en la segunda prefiero a Carreras y en la tercera a Domingo, ambos mucho más pasionales. Las dos propinas sacaron un poco los pies del plato, pero hicieron las delicias del público: el aria de los nueve Dos de pecho de La fille du régiment, caballo de batalla de Flórez, y “La donna è mobile”, demasiado belcantista y menos atenta al texto (es decir, carente del debido punto de chulería que caracteriza al Duque). Absolutamente extraordinarias las interpretaciones de las dos piezas orquestales de la segunda parte: Huapango de José Pablo Moncayo y Danzón núm. 2 de Arturo Márquez, de las que Dudamel extrae toda la chispa, el ímpetu y la calidad musical imaginables. Asombra en ellas también la extraordinaria adaptabilidad a esos ritmos de la soberbia orquesta californiana.
A.C.A.