Barenboim sigue huyendo de sus demonios
Es indiscutible por más que apetezca mucho discutirlo que este señor es un caso. Como escuchador compulsivo de discos que he sido, siempre me asaltó una gran duda al considerar sus sucesivos trabajos: ¿cuál será el límite?, siempre me he preguntado, porque desde el principio del principio (Mozart, Bartók, Beethoven, Mendelssohn, Schumann, Schubert, Chopin, el primer Bruckner…), la cosa pintaba tan bien que no se podía creer. Se asociaba él, además, con mis intérpretes favoritos de entonces: sigue poniéndoseme la carne de gallina al ver cómo respondía a Klemperer en algunos de sus brutales acompañamientos; ¡qué Emperador!... Y por añadidura la manera de hacer música que él también tenía al dirigir (que no tocar el piano, uno de los traumas sonoros de mi juventud más agradables) coincidía plenamente con el tipo de interpretación que esperaba en cada momento de cada música en cuestión. En fin, el mito estaba servido, pero todavía quedaba lo mejor por llegar: su Wagner, un paradigma de salto sin red sobre el oficialismo de la época. París, Londres, Chicago… y Berlín.
Un camino orquestal de formación ( la primera vez que le escuché Bruckner fue en el Teatro de los Campos Elíseos, una desastrosa Novena gracias a la impagable intervención de los metales de su Orquesta, la de París; fue allá por el año 1969 o 1970), preparación y consolidación hasta llegar a ese milagro llamado Orquesta del Divan en la actualidad. ¿Es Barenboim el mismo desde aquellos tiempos de inflación interpretativa agotadora al piano y desde el podio? Parece que su proverbial antipatía hacia los críticos, su lenguaraz forma de dirigirse a los políticos, su devoradora capacidad musical y su tendencia a amar las cosas más pequeñas de su existencia permanecen intactas en él. Sin embargo, a mí me parece que su relación con la música se ha ido transformando de manera considerable.
Simplificando mucho, diría que ha dejado de lado gran parte de la violencia con que dirigía y tocaba antaño en busca, ahora, de una paz ganada. Bien ganada, tras librar alguna que otra batalla con la vida, con su pueblo y, por supuesto, con él mismo. E igualmente para conseguir naturalidad interpretativa, una especie de El Dorado para cualquier director, pues no hay cosa que más se asocie a la lógica interna de la música, una especie de indefinible verdad que pocos saben hallar. En este sentido, creo que, superado el ataque de furtwanglerismo de juventud, el haber trabajado con dos directores como Otto Klemperer y Sergiu Celibidache dejó una huella en su arte que se ha ido desarrollando hasta convertirse en influencia consolidada y, hoy, en realidad tangible, no otra que la más buscada, deseada y perfecta relación entre belleza, sentimiento y lógica.
¿Por qué tanto preámbulo? Pues porque soy muy consciente de lo que decía al principio: Barenboim no solo es un genio y para muchos un mito irresistible hecho de amores incondicionales; también un personaje complejo, perfectamente catalogable como caso musical. Una de las raíces de esa complejidad (solo una) creo que es su obsesión por el disco como elemento capaz de hacer perpetuar al músico. Porque se entiende que un director quiera dirigir cuanto más mejor, pero eso de “meter” en un disco la misma música una y otra vez solo puede atender a una cierta patología: algo así como dejar para la posteridad los cambios en una vida a través de cómo se dirige determinada música. O, puede también ser, porque se tenga una capacidad infinita para descubrir nuevas cosas en las mismas músicas y se sienta un irreprimible deseo de comunicarlas. Sea como fuere, no es normal haber grabado cuatro veces un ciclo completo como las Sonatas para piano de Beethoven; o tres las Sinfonías de Bruckner, aun en este caso (e incomprensiblemente) solo a partir de la cuarta. Lo dicho: un caso.
¿Cómo se puede mascar todo esto y cómo podemos extraer consecuencias a la hora de seguir valorando sus trabajos? Y en concreto, ¿las interpretaciones de estas Sinfonías, una más que suficiente cantidad de música como para poder detenernos en el asunto? Pues yo hablaría de una especie de Barenboim.0, menos interesante o, si se quiere, menos complicado, y de otros tres, tan diferentes que incluso es dificilísimo encontrar complementos entre sí en ellos. En el nivel sótano se situarían las versiones de Cuarta y Sexta; y a mi entender, lo menos bueno del grupo sería la versión de la Sexta. Porque esa paz de la que hablaba arriba está aquí un poco al borde de un sospechoso reposo. Para mi gusto, Barenboim no escoge un tempo adecuado; es demasiado rápido en los movimientos extremos, y, como además renuncia a la tensión, creo que el discurso le queda un tanto retórico. El movimiento lento, ahí sí muy paladeado todo, es, por el contrario, en exceso placentero. Naturalmente dicho todo esto bajo unos estándares de calidad muy altos, sin duda la manera en que se debe de valorar a este soberbio director.
En la Cuarta le sucede algo aparentemente similar: el primer tiempo es rápido, pero a partir de ahí ralentiza, y pronto el asunto queda en apariencia, porque a través de toda la obra sí hay una ostensible y determinante planificación de tensiones. Sin duda es una gran realización, a veces de poner la carne de gallina, pero de alguna manera hay que remitirse a cómo solucionó las cosas en su anterior versión en disco (Teldec, Filarmónica de Berlín, 1992), para concluir que en este caso se ha perdido aquel punto de rebeldía que hizo tan atractivo ese Bruckner en aquel momento, es decir, una original y arriesgada respuesta al clasicismo imperante. De alguna manera esta Cuarta es la de un director que mira atrás (rarísimo en Barenboim), que empieza a asumir que se hace mayor. Hace poco le escuché un soberbio Preludio del primer acto de Parsifal, increíblemente maravilloso, pero con cuya versión tuve la misma impresión. En realidad, esto no lo veo como un defecto; pero pienso que un genio de este calibre debe aprender a gestionar esa supermadurez. Pocos directores grandes del pasado lo consiguieron, pero alguno hubo, aunque siempre con un nivel de producción menor al que despliega Barenboim, que continúa siendo absolutamente frenético.
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La Quinta ha sido y sigue siendo la sinfonía de Bruckner de las mil lecturas; para mí es quizá su música sinfónica más compleja de dirigir y más difícil de ser entendida. Es también su Sinfonía con la que los críticos solemos desplegar nuestras más grandes y ricas baterías de adjetivos. Y sin embargo es la que peor resiste estas apreciaciones porque quizá sea la más abstracta, la más ruda, la más huidiza, pero la de un contenido musical más apretado. A diferencia de otras posteriores, que parecen transmitir sentimientos a raudales, esta es más seca, más expeditiva, un ejercicio orquestal que da un poco la impresión de cerrar algo, alguna etapa, algún ciclo; y la única Sinfonía de su autor que bascula tanto y de manera tan determinante sobre su último movimiento. Por todo ello me parece que esta versión de Baremboim tiene más interés musical que sus dos anteriores, ya que la dirige más así, mirando a las notas sin ninguna intención de trascender nada ni a nadie. En ese sentido es de una modernidad aplastante, pues bien parece pasar por encima del último Wagner (justo lo que conseguirán Séptima y Octava usando las propias armas del autor de Tristán), abriendo por fin la puerta a la matemática excelsa de la Sinfonía de cámara de Schoenberg.
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Un brutal cambio de registro. El que se produce en la versión de la Séptima es decisivo para entender el actual mundo sonoro de Barenboim. En ninguna de las anteriores interpretaciones se aprecia con tanta precisión y grandeza la capacidad que este hombre tiene en este momento de su carrera para hacer poesía con letras grandes. Su manera de frasear aquí, los grandes arcos melódicos, las continuas largas reflexiones sobre los procesos internos que dan lugar a la última luz que irradia esta música amorosa donde las haya, son expuestos por él como si quisiera dar una solución natural al éxtasis ensimismado al que se refiere Brangania en el dúo de amor más acongojante de la historia del arte. Es increíble el equilibrio, la mesura y el control que impone este hombre al discurso, aun en los momentos de mayor exaltación orquestal. Esta Séptima es una versión de máxima madurez, como pudo ser la de Celibidache del 92, aun en sus antípodas: si el rumano exprimió allí las notas hasta dejarlas exhaustas, Barenboim consigue aquí dejarlas fluir, solas, como salidas de la partitura con total autonomía, de manera espontánea y natural. Decir que esta es la mejor Séptima que he escuchado nunca sería incurrir en la repetitiva boutade con la que tan a gusto nos encontramos los críticos al escuchar una nueva maravillosa versión. Y eso es “solo” esta interpretación, que desde luego lo es todo: una maravilla única en su estilo, de tal suerte que se trata de un estilo nuevo que se aparta bastante de la tradición interpretativa de la obra, no otra que la impuesta por la idea aquella de que una música es tanto más romántica cuanto más se sufre para hacerla y, por supuesto, a mayor sufrimiento del que la escucha. Cosas, habría que decir, de la antigüedad.
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Este miniciclo, que se vende con el absurdo título de “Sinfonías de madurez”, es el resultado de una serie de conciertos en los que en algún caso se hizo más música. Esos conciertos se celebraron entre 20 y el 27 de junio de 2010 (se puede leer en RITMO las críticas de Ángel Carrascosa a los DVD sueltos, en los núms. 866, 867, 874, 881 y 882). La Orquesta estuvo en todos los casos increíble, lo que a uno le da que pensar cuando la ha escuchado en vivo varias veces bastante mal. Quiero decir, los músicos estaban grabando y como lo sabían no fallaban o fallaban imperceptiblemente. Hay que ver, qué profesionales, ¿no? Pero vaya, bromas aparte, lo cierto es que tocar en público seis Sinfonías de Bruckner en apenas una semana es cosa que pocos pueden permitirse. Y tocar así, menos: un diez absoluto a la orquesta en todas sus secciones; ideal para Bruckner.
Pues bien, a esa prodigiosa Séptima siguieron dos nuevos milagros, pero esta vez con otra cara. En realidad, un producto de la más prodigiosa síntesis entre violencia orgánica y paz para los muertos. Tanto con la Octava como con la Novena me ha costado mucho encontrar una única línea de razonamiento acerca de los mensajes, tal es el grado de apabullamiento a que este señor sometió las respectivas realizaciones y tal la versatilidad en el manejo de las ideas. No son desde luego versiones que admitan un análisis sencillo (como es el caso de la Séptima), más bien se trata de concepciones de una gran complejidad intelectual con las que uno puede sentirse a veces en estado de levitación extrema y otras en el fragor de una terrible batalla. Aquí no sirve hablar de un Barenboim “mayor”, en paz, como sí lo parece en la versión de la Séptima, pero tampoco de reivindicaciones al diablo. La dualidad entre esos dos mundos se hace permanente todo el tiempo, sin que a uno se le dé el más mínimo respiro, sin que la cabeza (¡y el corazón!) de uno esté trabajando a máximo rendimiento desde el primer al último minuto. Ciertamente, nunca al escuchar estas obras me sentí tan rodeado de demonios y, a la vez, tan feliz. La pregunta sería:¿Pero es que acaso no es esto exactamente la música de Bruckner?
Pedro González Mira