Staatskapelle de Dresde / Christian Thielemann.
CMajor 757504 (9 Blu-ray)
UN BRUCKNER DE CARNE Y HUESO
Esa impertérrita batuta que fuera el frenético Arturo Toscanini, respondía así de sarcásticamente a la pregunta envenenada de qué era lo que veía cuando sonaban las primeros compases de la Sinfonía Heroica de Beethoven. “Para algunos es Napoleón”, señalaba, “para otros, una lucha filosófica… para mí simplemente es Allegro con brio”. Algo de esto podría alegar ese gigantesco Kapellmeister, férreo guardián de la tradición musical germana y ferviente apóstol de la causa bruckneriana en que se ha convertido Christian Thielemann, si le interrogaran sobre si él alcanza, por ejemplo, a vislumbrar en su arranque al dios católico o a esa celestial gloria a la que Bruckner dedicara la Novena Sinfonía. Seguramente contestaría con sorna que simplemente alcanza a ver “solemne y misterioso”. Para el berlinés, Bruckner no es un ente espiritual, sino que por el contrario respira, suda y está hecho de carne y hueso, huyendo despavorido de divagaciones religiosas, metafísicas o místicas, para centrarse exclusivamente en los aspectos sonoros y en los poderosos efectos que produce su escucha. No es algo divino, sino cien por cien humano. Bruckner en estado sólido y no gaseoso.
Objetividad bruckneriana
Thielemann (que dirige todas las Sinfonías de memoria) es un ejemplo claro de objetividad bruckneriana. En su veneración por la tradición, se limita a leer exclusivamente con lentes musicales la partitura, sin perder el tiempo en filibusteras reinvenciones o fulleras exploraciones especulativas. Va directo a su grano, ya que para este vehemente bruckneriano las Sinfonías son un grandioso espectáculo sonoro, un absorbente circo de tres pistas que esclaviza nuestros oídos, una orgía musical que deja exhaustos nuestros sentidos (Karajan y Wand serían sus espejos directorales de referencia).
Con un derroche de precisión y perfección kubrickiana consigue hacer sonar a la portentosa y privilegiada Staatskapelle de Dresde como un gigantesco y monstruoso órgano, que lo devora todo a su paso (como la lava), echando mano de una dirección suntuosa y ostentosa, épica y sobria, recitada a base de rugidos, a veces versificada incluso a cara de perro, muy catedralicia y solemne, con mucha piedra y poco revestimiento, de penetrantes decibelios, elocuentes silencios y contundencia gestual casi boxística. Thielemann se siente mucho más a gusto buceando entre la atronadora tímbrica y los endiablados ritmos del Scherzo, que entre las densas aguas sentimentales de los movimientos lentos. Él es más de fusta y estribo, y mucho menos de genuflexión y oración, como lo volvió a demostrar hace unos días interpretando la Cuarta con la Filarmónica de Viena en la Sagrada Familia.
Para este empaquetado ciclo sinfónico, manufacturado con una soberbia ingeniería (más de once horas de música presentadas en un coqueto estuche), se han escogido registros que van de 2012 a 2019. Siete años vertidos en cuatro ciudades diferentes: Dresde (Sinfonías 5 a 8), Baden-Baden (Cuarta y Novena), Hamburgo (Segunda) y Múnich (Primera y Tercera), algo temerario sin duda el visitar con Bruckner ese bendito altar, que elevara a los reinos celestiales al más grande traductor parido jamás por este compositor, Sergiu Celibidache (lo suyo sigue siendo de otra galaxia).
Las catedrales
Lo más brillante de la integral es, sin duda, la formación sajona. Una Staatskapelle de Dresde intensa, densa, minuciosa y multicolor (no olvidar que es una orquesta de foso) de insultante perfección, seguridad y eficiencia en todas sus secciones. A su privilegiada y tersa cuerda (de arco amplio y fuerte aroma germánico) se le unen unas maderas luminosas y unos metales rutilantes y poderosísimos (posiblemente las mejores trompas del mundo). Destacar a esa institución que es el concertino Roland Straumer, el perfumado oboe de Céline Moinet, los solventes clarinetes del maestro Wolfram Groβe y del austríaco Robert Oberaigner o la magistral trompa del húngaro Zoltán Mácsai (imborrable su participación en la Segunda). Tiene su gracia que el realizador se fije repetidamente durante la Tercera Sinfonía (la “Wagner”) en el primer violín de Susanne Branny, cuyo rostro recuerda, y mucho, a la fanática hitleriana de Winifred Wagner.
Del rutilante y espléndido ciclo dresdeniano sobresale con fuerza esa máquina de guerra que es la Quinta Sinfonía (“la de la fe”), de colosal, vigoroso y heroico pulso, en la que todos los músicos, junto a su “guía espiritual”, tocan magistralmente el cielo interpretativo. Impresionante escuchar el Coral con la doble fuga del Finale y su riqueza contrapuntística. La musculosa Segunda (espectacular Finale) y la Tercera (que parece forjada sobre acero en la fragua de Siegfried) son ágiles y fluidas, y están revestidas por un irrompible armazón sonoro, sabiendo el director llegar acertadamente y con algo de suspense hasta esos clímax (enfáticos tutti) que consiguen acelerar nuestras pulsaciones. La apocalíptica Octava es un impresionante órgano en las manos de Thielemann, que vuelve a demostrar por qué hoy es el rey del fortissimo. Con su corpórea solidez, incide sin barreras en la grandiosidad y trascendencia de esta música. La opulenta Séptima resulta liviana y escasa en sus aspiraciones dramáticas, algo que si alcanza de pleno en el testamento de la Novena, de fraseo violento y viril, capaz de crear una atmósfera irrespirable, mientras que surge a la vez de los atriles un sonido abrasador que nos conduce de par en par hasta las puertas de la eternidad. Un adiós a la vida (Abschied vom Leben) que nunca fue más tranquilo y produjo mayor serenidad y sosiego.
Como curiosidad, la interpretación de la Séptima incluye antes un recital de Renée Fleming con cinco Lieder para Orquesta de Hugo Wolf (delicioso Mignon 2) y un soberbio y wagneriano Befreit de Richard Strauss.
Javier Extremera