Christian Thielemann / Filarmónica de Viena.
Unitel - CMajor -3 estuches de 2 DVDs cada uno
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Anton Bruckner que estás en los cielos
BRUCKNER: Sinfonía en fa menor. Sinfonía en re menor. Sinfonía n. 5. Christian Thielemann / Filarmónica de Viena.
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BRUCKNER: Sinfonía n. 1. Sinfonía n. 7. Christian Thielemann / Filarmónica de Viena.
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BRUCKNER: Sinfonía n. 2. Sinfonía n. 8. Christian Thielemann / Filarmónica de Viena.
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La Filarmónica de Viena y Bruckner forman una conjunción sonora ideal. Casi imposible encontrar un instrumento mejor en este planeta para insuflar vida a las partituras de este austríaco que vivió siempre mirando ciegamente a los cielos, buscando desesperadamente a ese dios al que terminó por convertir en fuente obsesiva de inspiración. Ellos fueron, por ejemplo, los encargados de estrenar (con el compositor en el podio) la Segunda de sus Sinfonías en 1873, por lo que la relación músico conyugal viene ya de lejos. Hablar de los vieneses y de Bruckner sería como citar a Mahler y la Concertgebouw, a Beethoven y la Staatskapelle de Berlín, a Verdi y la Scala milanesa o el Wagner de la Orquesta del Festival de Bayreuth. Todos los engranajes funcionan a las mil maravillas. La simbiosis sonora hecha perfección. Y ese es sin duda el gran reclamo de este nuevo y enésimo registro bruckneriano, el de poder escuchar a una orquesta sublime en continuo e insultante estado de gracia. La lista de inigualables músicos que dan relumbre a estas grabaciones es larga y tendida: los violines de Jun Keller, Daniel Froschauer, Volkhard Steude, la búlgara Albena Danailova o esas dos instituciones de la casa que son Rainer Honeck y el teniente coronel de los segundos, el violinista eslovaco Tibor Kováč, el erudito cello de Tamas Varga, el elegante clarinete de Daniel Ottensamer, los oboes de Clemens Horak y Sebastian Breit, la flauta de Karl-Heinz Schuetz, la trompa de Ronald Janezic o la poderosa tuba de Paul Halway (soberbio en la Octava). O sea, la crème de la crème para demostrar fehacientemente que hay vida después de Celibidache.
Thielemann (toda una autoridad en la materia a tratar) debió sentir que le había tocado la lotería cuando le ofrecieran ser el engarce último elegido para conmemorar el 200 aniversario de su nacimiento en Ansfelden a celebrar el año próximo, pues jamás un director consiguió en su historia el honor de poder decir que ha registrado el corpus sinfónico completo con estos legendarios atriles. El proyecto (técnicamente grabado de forma esplendorosa) se le ha bautizado como “Bruckner 11”, ya que al ciclo habitual de nueve, se le han añadido los dos pecados sinfónicos de juventud, el llamado Estudio Sinfónico en fa menor, de escritura clásica donde es difícil divisar su personalidad entre los contrapuntísticos pentagramas (esbozada en 1863 mientras estudiaba en Linz) y la hermosa Sinfonía en re menor de 1869, conocida como “Cero”. Una obra por la que su creador nunca mostró agrado, de ahí que él mismo la calificara de “Nula”. Pero pese a que renegara de ella no se atrevió (por suerte) a destruir la partitura, poseyendo un delicado Andante de enorme lirismo y esplendor místico, donde ya se puede palpar la poderosa semilla, ese universo tan particular y único, que brotaría poco después. Existen escasas grabaciones de esta Sinfonía 0, por lo que sobra decir que la que nos ocupa es ya de absoluta referencia (inenarrable la sedosidad de la cuerda vienesa).
Ahora nos llegan estas primeras entregas de la serie que promete ser de verdadera antología y que seguro vencen la barrera del tiempo. Todas las obras están registradas en 2021, salvo la Segunda de 2019, algunas incluso con la Musikverein despoblada por la pandemia (la única grabada fuera de la Sala Dorada es la Séptima proveniente del Festival de Salzburgo). Los acoples de este primer avance han sido Primera con Séptima, Segunda con Octava y la robusta Quinta con las dos primerizas Sinfonías. Cuando se comercialice la serie completa, Thielemann habrá añadido a su currículo un nuevo ciclo bruckneriano que se le sumará al que ofreciera notablemente hace unos años con su amada Staaskepelle de Dresde. Para Thielemann, Bruckner no es un ente espiritual, sino que es un cuerpo que respira, suda y está conformado por carne y hueso. Huye de divagaciones religiosas, metafísicas o místicas, para centrarse exclusivamente en los aspectos sonoros, en la creación de atmósferas y en los poderosos efectos que produce su escucha. No es algo divino, sino cien por cien humano. Un Bruckner que se puede palpar igual que una piedra.
Catedrales sonoras
Thielemann (que dirige de memoria) va directo a su grano, al del sonido, ya que para este vehemente bruckneriano las Sinfonías son un grandioso espectáculo, un absorbente circo de tres pistas que esclaviza la escucha, una orgía musical que deja exhaustos nuestros sentidos. Su Bruckner, pese a ser musculoso, no es exhibicionista u ostentoso. Con un derroche de precisión y perfección, echa mano de la épica y de una sobriedad casi asceta, recitando la música a base de rugidos, a veces versificada incluso a cara de perro, de cimentación catedralicia y solemne, con mucha piedra y poco revestimiento, rebozada de decibelios, elocuentes silencios y una contundencia gestual casi pugilísitca.
De esta primera rutilante y esplendorosa entrega destaca la siempre compleja y difícil Quinta (“la de la fe”), que es sin duda donde el berlinés mejor se desenvuelve con su multicolor universo en una lectura magna y heroica, donde todos logran tocar el cielo con ambas manos (la orquesta está simplemente colosal). Impresionante escuchar la Coral final con la doble Fuga y su eclosión contrapuntística. Hablamos de la escrupulosidad y la perfección, de un concepto global sin fisuras, de una claridad expositiva y narrativa sublime. No habría nada más que añadir aquí, solo subir muy alto el volumen y dejarse llevar hasta el sobrecogimiento conclusivo. La mejor interpretación del lote, sin duda, donde los vieneses vuelven a testimoniar el porqué son la mejor orquesta del mundo.
De la encantadora Primera sobresale la pureza del profundo Adagio, con esas notas que parecen levitar suspendidas en el aire. Fornida y seductora la Segunda, dedicada a Liszt con toda su riqueza melódica (espectacular el arquitectónico Finale). La apocalíptica y monumental Octava es un impresionante órgano en sus manos. Con su corpórea solidez, incide sin barreras en la grandiosidad y trascendencia de esta partitura, como en su divino Adagio, una de las músicas más sublimes paridas por la humanidad. La opulenta Séptima (“va directa al corazón” proclama Thielemann) resulta cercenada en sus aspiraciones dramáticas, sentimentales y expresivas (se le escapa vivo el monumental Adagio), pese a la frondosidad del sonido.
En los extensos y apetitosos extras, el director va despellejando cada una de las Sinfonías junto al profesor Johannes-Leopold Mayer. En las charlas, dominadas por la profundización, tampoco falta el sentido del humor, como cuando herr doktor cuenta el chascarrillo de que el compositor, en el arranque del Scherzo de la Séptima, lo que realmente pretendía canturrear era un: “Hanslick bésame el culo”. Un Bruckner para perpetuidad.
Javier Extremera