Concierto sinfónico con aura de histórico el que se pudo disfrutar el pasado 11 de julio en el monasterio de San Florián. Tres grandes “B” de la música iban a conmemorar jubileos. El primero, ese Dorian Gray de la dirección que es Herbert Blomstedt, que celebraba su 97 cumpleaños. Segundo, Bruckner, que el 4 de septiembre festejaría los 200 años de su nacimiento. Dos fervientes creyentes marcados a fuego por Dios, que iban a coincidir sobre esa santa piedra donde el compositor reposa eternamente, por obra y gracia de una de las Sinfonías cumbres de todos los tiempos, ese majestuoso Adiós a la vida, que es la todopoderosa Novena. Y  la tercera “B”, una formación que sigue ascendiendo peldaños pasito a pasito en aptitud y sonido, la Sinfónica de Bamberg, que el sueco dirigiera por vez primera allá por 1981.

Atmósferas apacibles y sin incienso, nitidez y naturalidad en las voces (¡qué bien canta la orquesta los temas!), fluidez rítmica, un fraseo señorial bañado en serenidad y equilibrio, obviando énfasis innecesarios o violentos cataclismos. La música en su plena y hermosa desnudez. Para Blomstedt Dios es un ser pacífico y esperanzador, repleto de luz y calidez, casi tanta como la que irradia este sabio Kapellmeister. Como él mismo indica en unos jugosos extras: “el tiempo de Bruckner llegará cuando no exista otra escapatoria” (Ernst Kurth, dixit). 

Javier Extremera