Un documental de Syrthos J. Dreher & Dag Freyer.
Subtítulos: inglés, italiano, alemán, japonés y coreano
CMajor 755208 (DVD)
UN SIGLO CON EL CONDE MICHELANGELI
“Se necesita toda una vida, para aprender a hacer algo bien”
(Arturo Benedetti Michelangeli)
Múnich, 5 de junio de 1992. Por el 80 cumpleaños de Sergiu Celibidache se ha programado el Concierto en sol de Ravel. Como impagable coprotagonista, ese Cary Grant del piano que fue Arturo Benedetti Michelangeli (72 años por entonces). La velada promete ser histórica. Los chicos de Sony están preparados para inmortalizar el evento. Han acudido críticos y aficionados de todos los rincones. Uno de ellos asegura que merece la pena los 1.200 kilómetros recorridos. Se respira un ambiente más propio de una secta religiosa. Los efusivos aplausos finales apuntan a que la cosa ha ido bien. El solista regala una Mazurka de propina al octogenario director. ¡Una locura! El público le espera fuera de la Gasteig para vitorearle. Don Arturo saluda fugazmente antes de subirse al coche. Al parecer Celibidache está muy enfadado. Discute con el personal de sala. También con Cord Garben, productor y asistente personal de Michelangeli. Algo parece no haber ido tan bien. El pianista ha ordenado que destruyan inmediatamente la grabación. Garben se acerca al hotel y tras 17 años de íntima colaboración es despedido. ¿Qué demonios ha pasado?
Con este hitchcockiano arranque, más propio de un thriller que de un documental, se inicia el fascinante retrato novelesco y cinematográfico de “Más allá de la perfección: Arturo Benedetti Michelangeli”, una de las mejores películas que han pasado por estas páginas en mucho tiempo y que nos sirve además para honrar su memoria en este 2020 en el que estamos conmemorando el centenario de su nacimiento. Un músico irrepetible, de esos que aparecen muy de cuando en cuando, que ha lucido siempre una cegadora aureola sobre la cabeza, pues para muchos fue el gran dios del teclado del siglo pasado.
El filme intenta desvelarnos cómo un músico, inaccesible y asceta, con caprichos propios de una diva, capaz de suspender un recital por no haber aireado antes la sala y, lo más sorprendente, poseedor de un repertorio tan escueto y limitado, pudo ejercer esa enorme fascinación sobre toda una generación de oyentes, que en sus recitales parecían entrar en trance. Su privilegiado control técnico, esa exquisita pulsación repleta de pureza sonora, su precisión en el ataque, la exuberante gama de colores, la elegancia en la forma, el sentido tan especial que adquiría el sonido y su inigualable uso del pedal, mezclado con su hollywoodiano porte y esa inalterable postura frente al teclado convirtieron a este príncipe del ultra pianissimo en un icono del piano de todos los tiempos.
Buceo biográfico
El documental, además de Múnich, posee varios portones geográficos por el que intentar atravesar su laberinto existencial. El primero, esa Brescia que lo vio nacer y que le confirió su origen nobiliario como demuestra la partida de bautismo: Arturo Francesco Andrea Giovanni Maria Benedetti conde Michelangeli. Tras visitar la casa donde discurrió su infancia, hablamos con su transportista (siempre viajaba con su Steinway), hoy reconvertido en tendero, que nos asegura que el maestro una vez llegó a perder dos kilos de peso durante un concierto. Tal era el fragor con el que se entregaba en batalla. Con 19 años gana el Concurso de Ginebra. El presidente del jurado, Alfred Cortot, sentenciaba que estábamos ante el nuevo Liszt. Viajamos hasta el neoyorquino Chinatown con Harry Chin, poseedor de multitud de grabaciones piratas del italiano. La que nos hace escuchar nos sacude el alma. Un registro del recital ofrecido en Bordeux en 1988, donde (mientras despacha Debussy) pide socorro tras sufrir un ataque al corazón. Un par de médicos que había entre el público lograron que su carrera y su vida no concluyeran allí.
Cord Garben, quien le dirigió en algunos de los Conciertos de Mozart grabados para DG, es el principal motor narrativo. En el sótano de su casa desempolvamos ocho cintas de vídeo con ensayos en Bremen. Un tesoro a descubrir. Somos incómodos testigos de cómo las gastaba el maestro, que no duda en abroncar al primerizo director frente a su orquesta.
En Florencia visitamos la casa de una condesa amiga, que revela la fascinación que tenía por los coches y la velocidad. “Conducía como un loco, siempre a 300 km/h.”. Corben viaja hasta la vieja tienda de Angelo Fabbrini, al que lleva más de 20 años sin ver. Aparte de ser su afinador, también ejercía funciones de “psicólogo” personal de la estrella. Nos revela que tenía un oído propio de los superhéroes. Una vez detectó un pequeñísimo problema escondido en el fieltro de uno de los macillos.
Última etapa
Para cerrar el círculo viajamos hasta su casa en Pura, junto al lago Lugano, su última morada tras abandonar Italia por problemas con el fisco. Para mostrárnosla nadie mejor que el nuevo inquilino, Vladimir Ashkenazy. El ruso le conoció de adolescente en Varsovia como jurado del Concurso Chopin (1955), donde injustamente quedó segundo. En protesta, se negó a estampar su rúbrica en el diploma. “Yo te firmo el de ganador… ese no”. Aparte de su voluminosa discoteca, Ashkenazy nos muestra el estudio donde practicaba al piano, asegurando (en un gesto de humildad) que él no toca aquí para hacerlo mejor, sino más bien para ver si se le pega algo de ese halo que aún debe vagar por la sala.
Rodeado de jovencitas y con su eterno cigarrillo entre los labios repasamos su única aportación compositiva al mundo (unos arreglos de canciones populares dedicados al coro alpino de la SAT) y su elogiable labor pedagógica en ese Lugano convertido en santuario suizo de peregrinación. “El saber y la experiencia es un derecho, no un privilegio”, reclama en una entrevista televisiva.
Antes de concluir, al fin se desvela qué diablos sucedió en la capital Bávara. En el Adagio, el despiste de uno de los iluminadores provocó que uno de los focos se apagara dejando en penumbra la parte derecha del teclado. Pese al desconcierto, ABM consiguió acabar la obra. Es lo que tiene ser un genio, que ni el caprichoso destino puede derribarlos. Al menos nos queda el consuelo de la grabación londinense (diez años antes) que puede verse incluso en YouTube. Y todo, imaginamos, por obra y gracia de la infalible fluorescencia británica.
Javier Extremera