B. Hannigan, D. Henschel, C. Workman. Orquesta Sinfónica del Teatro Real de la Moneda / Paul Daniel. Escena: Krzystof Warlikowski.
BelAir, BAC109 (2 DVD)
LULU Y LA ETERNA VANGUARDIA
Lulu, arrimada piel con piel junto a Elektra, Pelléas et Mélisande, Wozzeck y Saint François d’Assise, siguen siendo las óperas fundamentales para entender la música del siglo XX y su tragedia. Y es que a casi 80 años ya de su estreno, Lulu continúa curiosamente formando parte de la vanguardia del teatro musical. Nuestras sociedades siguen yendo por detrás de esta obra inexpugnable y eterna, moderna y ambigua, abierta a relecturas, que gracias a su indeleble coraza la salvaguarda del entendimiento superfluo o absoluto. Si desde su nacimiento dio zancadas de gigante hacia adelante, nosotros seguimos su rastro a paso de tortuga. Hoy por desgracia el gran público sigue viéndola como algo inabordable. Quizá dentro de otros cien años, su acertijo sea descifrado y asimilado sin esfuerzo por mentalidades menos hipócritas que las que ha tenido que soportar desde su estreno, pues ella nos seguirá esperando insolentemente en el futuro.
La función que nos ocupa proviene de La Monnaie belga (octubre 2012) y si finalmente no es devorada por el paso del tiempo será por obra y gracia de la soprano Barbara Hannigan, que parece haber sido parida para dar vida a esta femme fatale de piernas kilométricas, pues regala una Lulu para los libros de Historia. No ya solo por sus indiscutibles facultades vocales, sino por su simbiosis erótica y carnal con la mujer serpiente. El director de escena Krzystof Warlikowski está al tanto del potencial (incluso explota sus dotes para el ballet), manejándola eficazmente como una bomba sexual de relojería (cunnilingus del Acto II incluido).
El físico y la belleza mórbida de la canadiense (se pasa actos enteros en braguitas) otorga credibilidad al personaje, devorando todo en escena con su simple presencia: cantantes, figurantes, incluso a veces fagocitando a la propia música. Un animal escénico que empequeñece todo a su paso. A sus prodigiosos agudos (que facilidad para saltar notas) y su dotes belcantintas (muy cómoda y segura en esa inhumana coloratura), se le añade un centro ágil y carnal, regalándonos una Lulu mujer hecha y derecha, sin lugar para las habituales y candorosas Lolitas (Christine Schäfer o Patricia Petibon). Un timbre maduro el suyo que impide caer en el pecado de la infantilización. Hannigan fascina y conmueve por igual, un torbellino sensual que perturba y deja huella en nuestras enfermizas mentes.
Lástima que Paul Daniel, el concertador de la noche, no sea capaz ni de llegarle a las pantorrillas, con una dirección gris y apagada, incluso rutinaria por momentos, que pasa de puntillas por algunas de sus abrasadoras ascuas musicales, instalado siempre en la tibieza y en la comodidad de un sonido medio atiborrado de posromantizadas fragancias, donde no se vislumbran capas, matices o los alaridos de las bajadas a las catacumbas existenciales. Ni en ese memorable Liebestod bergiano final (uno de los pasajes más sublimes de toda la Historia de la ópera) consigue hacernos un nudo en la garganta (como el que mira de lejos una pelea que le resulta ajena).
El zoo vocal
Ese indiscutible hombre de teatro que es Warlikowski firma el transgresor trabajo, confuso y atropellado a veces, pero cínico y audaz en su esplendor (en esencia nos habla de las infancias quebradas). Escena estática y psicotrópica, muy de contemporánea performance, pues asienta sus formas más en el surrealismo que en el expresionismo. Para él Lulu no es real, es pura fantasía masculina en un mundo intemporal y onírico de pesadillas grotescas. La carga sexual y psicológica que imprime a los personajes es notoria, aproximándose más a los planteamientos de la versión teatral de Wedekind que a la del propio Berg. No en vano hay momentos en los que por su atrevimiento y descaro, uno cree estar inmerso en el bullicioso juego de máscaras de un cabaré. La escenografía, que firma su esposa Małgorzata Szczęśniak, ayuda en el empeño, transformando a nuestra heroína en una estrella del porno.
El polaco renuncia a los cambios de escenario (incluso se atreve a inundar la escena de una simple cortina). El espacio es focalizado por una escalera mecánica de estilo art-decó, que comunica el mundo de los vivos con el de estos muertos en vida. Para Warlikowski la ópera es una gran farsa, pues reinterpreta la realidad a través de la simbolización. Él desnuda la escena con el fin de sacar a relucir la esencia, instalándose incluso en la pantomima, pues gusta de ahondar en los elementos cómicos. Se equivoca en deshacerse del “cuadro de Lulu” (el pintor es sustituido aquí por un fotógrafo), pues con su extirpación desaparece un personaje fundamental para la trama (la pintura como testigo mudo de la decadencia vital). Gratuitos también los elementos audiovisuales, que terminan por distraernos del meollo teatral. Su ingenio reluce sin embargo en la resolución del, por otro lado, poco impactante cierre. Es la propia Lulu (como si de un Tristán con vagina transitando el II Acto se tratara) la que se abalanza sobre el cuchillo de Jack el destripador con el fin de poner término a su perra existencia.
El rico y rotundo Schigold de Pavlo Hunka (dignidad teatral y vocal) y el envejecido y esforzado Dr. Schön de Dietrich Henschel (le salvan sus tablas en el oficio, pese a que nunca haya sido un barítono heroico) es lo más rescatable de los secundarios. Imperdonable el error de casting que consigue que padre e hijo parezcan tener la misma edad. Alwa es un insuficiente y excesivamente ingenuo Charles Workman, con muchos apuros y algún que otro infortunio en el agudo (no mide bien la exaltación). Escasa de timbre y dejándose llevar en algunos pasajes, la débil Geschwitz de Natascha Petrinsky, que pese a su elegante porte no tiene la dulzura vocal requerida, escapándosele viva la elegía final, incapaz de producir congoja en esa turbadora despedida. Una Lulu que pese a sus frustraciones colaterales, merece ser visitada para honra de su titánica protagonista.
Javier Extremera