OSCURAS LECCIONES

El teatro isabelino ha sido el punto de partida para la tercera colaboración operística del compositor George Benjamin y del dramaturgo Martin Crimp. La tragedia Eduardo II de Cristopher Marlowe queda sintetizada en unas lecciones que, desde los primeros compases de la ópera, instigan con inexorable y gélida ferocidad un decurso dramático cuyo clima expresivo puede situarse entre los más oscuros de la historia del género. No es casual que las alusiones a implacables maquinarias, ya sean políticas o vitales, abunden en el libreto. La relación amorosa de Eduardo II con su favorito Gaveston está atravesada por un explícito sadismo, del mismo modo que la razón de estado esgrimida por el consejero militar Mortimer encubre una despiadada ambición. El heredero al trono aprenderá esa feroz pedagogía en su evolución de la inocencia a la crueldad. El amor al que alude el título no es sino otra declinación de la violencia. No hay posibilidad de empatizar con ese mundo, tan clausurado y asfixiante como el acuario o las pinturas de Bacon que presiden el único escenario en el que se desarrolla la acción. Sólo son pasiones oscuras las que, aliadas con los dispositivos del poder, dominan a los personajes de una obra excepcional en la que los autores revalidan esa extraordinaria alianza que lograron en Written on Skin. De hecho, lo que se percibe en esta nueva ópera es cómo los procedimientos y recursos dramáticos que ambos han elaborado son capaces de explorar nuevos ámbitos sin por ello dejar de ser perfectamente reconocibles, al amoldarse a eso, tan difícil de alcanzar, que podríamos denominar estilo o lenguaje propio.

El tratamiento que el compositor aplica a los precisos textos de Crimp propicia una exacta inteligibilidad, mediante un respeto de las inflexiones, las cesuras o el ritmo del idioma, a la vez que adopta una tensa contención lírica que no hay que confundir con funcionalidad. Hay en la ópera una suerte de perturbadora efusividad comprimida, como si estuviera sometida a una extrema presión, que sólo en contadas ocasiones estalla, como en los registros agudos y en el diseño melismático de la soprano, o en ese inquietante tartamudeo con el que la figura de la muerte pronuncia su propio nombre durante su diálogo con el monarca, y que asimismo alcanza a una soberbia escritura orquestal donde Benjamin despliega, con una enorme invención formal, la dimensión del sentido y carácter de las escenas.

El compositor demuestra su capacidad para convocar texturas tímbricas siempre cambiantes, con misteriosas sonoridades, como las que extrae del cimbalón o de los numerosos instrumentos de percusión, empleados camerísticamente, o de los registros graves del viento. La dirección escénica de Katie Mitchell se adecúa inmejorablemente a las coordenadas de la partitura. Unos intérpretes magníficos, bajo la precisa dirección del propio Benjamin, hacen aún más ineludible el conocimiento de esta nueva obra maestra, que será presentada en la misma producción en Madrid y Barcelona.

David Cortés Santamarta