REGRESO AL PARADIGMA
Hace unos meses me referí en estas páginas a la integral de las Sonatas para piano de Beethoven por Igor Levit. Titulaba aquel artículo Cambio de paradigma, porque pensaba (y sigo pensando ahora) que el pianista alemán de origen ruso había dado con la fórmula para abrir una nueva ventana interpretativa para estas obras. ¿Quiero decir con esto que antes solo se había encontrado una única manera de concebir el piano de Beethoven? Pues en cierta medida sí, y su máximo exponente eran las hasta entonces cuatro versiones de la integral que en ese momento incluía en su currículo Daniel Barenboim. Con las interpretaciones de Levit, ferozmente heterodoxas, se pasaba a una opción en la que el intérprete dejaba de situar todas las obras bajo ese paradigma, es decir, mostrar a las claras que Beethoven se expresa al piano de forma madura desde la primera Sonata, y que solo el carácter de las propias notas es quien define el resultado, no la postura externa del intérprete.
Así, tempi rapidísimos (no como exhibición, sino como deseo, como necesidad), fraseos eléctricos y exposiciones apremiantes hacían (hacen) presencia en las versiones de Levit, que, en definitiva, intentan romper con la norma clásica, una idea que rondó por la cabeza de Beethoven toda la vida como una manera de avanzar, aunque eso supusiera la quiebra de valores establecidos. La línea paradigmática anterior había sido encabezada por las diferentes versiones del argentino, absolutas campeonas de un torneo en el que solo excepcionalmente obtuvieron importantes puntuaciones algún que otro intérprete. Tras el relato primigenio de un Schnabel o un Solomon, Claudio Arrau o el radicalmente clásico Richard Goode, por ejemplo. Naturalmente, al joven Levit le han caído rayos y truenos desde las estancias más continuistas. Y, en el fondo, conservadoras. Lógico.
Regreso al paradigma, pues. Con esta quinta integral Barenboim vuelve a lo mismo; no avanza. Nos vuelve a seducir, pero no avanza. Y, en todo caso, se trata de una seducción con limitaciones; que es la que nos queda a los mayores. Lo que hace, por enésima vez, es mostrar un estado de ánimo, su estado de ánimo, a través de las obras de Beethoven. Lo que no solo es perfectamente lícito desde el punto de vista interpretativo, sino admirable musicalmente, porque como intérprete de esta música no tiene rival. Pero no es novedoso, y menos todavía cuando se trata de la quinta vez que se hace. Es decir, muy probablemente es producto de un deseo, según él surgido por el hecho de que al parar su frenética actividad por el confinamiento le entró el mono de Beethoven.
¿Se nota esto en las versiones de esta edición? Totalmente. Pero precisamente donde más se pone de manifiesto es en las Sonatas más maleables, que son, aproximadamente, la primera mitad. Más o menos hasta Los adioses. Y si en la primera y cuarta integrales (Emi) el estado de ánimo fue el de la pura especulación abstracta, y en las segunda y tercera, la borrachera producida por el contacto con Tristán e Isolda, ahora se adivina una reminiscencia schubertiana, entremezclada con una especie de cansancio, a veces abatimiento, que, a mi entender, no acaba de casar con esta música. Cuestión de gustos. Sin embargo, estos lujos, quiero decir, esta manera de descargar más las cosas en las circunstancias externas que en las propias notas, se percibe menos (o casi nada) en las Sonatas de última época, donde Barenboim parece proseguir una especie de decíamos ayer, como si no hubiera sucedido nada en todos estos años. Lo que sucede es que sí que han ocurrido. Entre otras, que es ya casi un anciano, y que los dedos no perdonan. A lo largo de todo el ciclo se perciben errores de bulto, emborronamientos de notas e incluso omisión de alguna. Obviamente, no es lo más importante, porque el arte que emana este hombre es impresionante. De hecho, a veces son fallos tan obvios que parecen no haber sido corregidos por voluntad propia; todos lo hacen, sin embargo. Bien; pormenoricemos algo.
A veces hay sorpresas, cuando Barenboim recupera esa característica tan suya de convertir en oro musical la pura especulación (Adagio de la n. 3) o, en otra dimensión, esa característica de su pensamiento musical más reciente (a mi entender) consistente en convertir en un discurso muy expresivo una exposición simple, desnuda, impasible, desprovista de componente psicológico alguno, como sucede en el Largo de la n. 4, en el Adagio molto de la n. 5, el Largo e mesto de la n. 7 o el Adagio grazioso de la n. 16, verdaderas miradas hacia atrás sin la menor ira.
Otros momentos de gran contenido son el Andante de la n. 10, en el que Barenboim abre una ventana a Bach de manera limpia y reluciente; o el Rondó de la n. 11, donde da una lección magistral acerca de la utilización del rubato. Entiendo peor que siga esa línea, de alguna manera plácida y exenta de cualquier negrura, en piezas como la n. 12, cuya Marcia funebre sulla morte d'un Eroe resulta un punto decepcionante. Por otro lado, Sonatas con nombre más populares como la Patética o la Claro de luna conocen interpretaciones más que correctas pero que apenas aportan nada a los correspondientes trabajos de sus integrales anteriores. Pero es evidente que, a pesar de las dificultades, los resultados musicales rara vez se resienten; lo que se pierde en potencia se gana en reflexión: véanse, si no, los movimientos extremos de la Pastoral, un Allegro fraseado, paladeado hasta el infinito, y el Rondo final, convertido en una invitación a la danza amable, o el Adagio de la n. 17, al borde del puro deleite. Deleite que se manifiesta en todo su esplendor en la n. 18, que muestra un encomiable equilibrio clásico. Claro que de repente aparece el Barenboim más creativo y genial, convirtiendo en gran música aquello que más bien parece un juego inocuo: ¡que transformación el segundo movimiento de la segunda sonatina, la Op. 49/2!
Al límite de las posibilidades
Da un poco la impresión de que Barenboim está ya un poco al límite de sus posibilidades. No hace notas falsas, pero la pulsación es menos fresca y su fraseo menos limpio, lo que se pone de manifiesto, por ejemplo, en el Prestissimo de la Sonata n. 1 o en el Rondo de la n. 2, que van, respectivamente, desde los 4’57’’ y 6’18’’ de duración en su versión en audio para DG, a los 5’39’’ y 7’26’’ de ahora. Sin embargo, en piezas que marcan diferencias el esfuerzo es ímprobo. Por ejemplo, en la Waldstein, cuyo terrible primer movimiento toca sin el más mínimo fallo, y como si le fuera a vida en ello. La música surge a borbotones, exhalada como un torbellino. No le sucede lo mismo con la Appassionata, tocada como lo que es, una encendida pieza romántica de extraordinario virtuosismo, pero que ha de adaptar a unos dedos que sufren lo suyo. Sucede en el endiablado primer movimiento, en el que tienen que funcionar al límite todo el rato, excepto cuando la música expande las tensiones en largas y lentas escalas, donde ahí sí que aparece el músico sublime, capaz de dar a cada nota su particular y único significado. Pero no deja de ser aliviante volver a escuchar a un Barenboim más clásico en los siguientes números del ciclo, las Sonatas Opp. 78 y 79, donde, ya, aparece otra divina influencia, la de Schubert: escúchese con atención el Andante de la segunda; creerá que está en otra integral, la que grabó hace poco con las piezas del austríaco.
La Sonata n. 26, Los adioses, marca otro punto de inflexión en el ciclo. Quizá cierre una puerta y abra otra; quizá con sus exquisitos equilibrios suponga una despedida de la pureza clásica, para mirar hacia esa cosa que no se sabe muy bien qué es, llamada último período beethoveniano. Barenboim inventa alucinantes e intemporales pasajes en el primer movimiento, en el que, nuevamente, renuncia a los sentimientos extremos. Soberbio es el segundo, La ausencia, que traza como si de una gran pregunta se tratara, inscrita en un discurso excelsamente fraseado. El regreso quizá no esté tan logrado; nuevamente los dedos andan regular.
A lo largo del ciclo surge también, aunque se eche de menos (yo al menos), de vez en cuando el Barenboim más especulativo: sucede sin disimulos en el ya de por sí enigmático segundo movimiento de la n. 22, una música que me parece situada al lado de algún que otro Cuarteto de última época. Aquí Barenboim no escatima imaginación y obtiene unos resultados admirables. Pero donde ese asunto adquiere una indisimulada carta de naturaleza es en la n. 28, una Sonata extraña, antecesora en muchos aspectos de la que le sigue, pero quizá más huidiza. A mi entender, la versión del primer movimiento está especialmente planificada atendiendo a esos presupuestos, que se expanden todavía más a través del pequeño pero sustancioso tercer movimiento. La fuga del cuarto ha de ser muy contundente. Lo es para Barenboim en versiones anteriores, pero aquí no me parece que haya querido algo así. O podido hacerlo. Me parece un error, dicho sea con todo el respeto del mundo.
Sonatas finales
Y llegamos al final. El principio, primer movimiento de la Hammerklavier, no es esperanzador. Vuelve a comerse alguna nota y, además, no se percibe que el pensamiento vaya por delante de los dedos, porque tampoco aporta ninguna idea nueva que no quedara ya planteada en sus anteriores versiones. Más bien se nota que sufre para sacar la música adelante. Y como los fallos y las suciedades se suceden, habrá que pensar que no ha querido desmontarlos porque quiere mostrarse tal cual es ahora. Es encomiable. Lo toca con inigualable maestría y una musicalidad suprema. Pero la idea general me interesa menos que las manejadas en las integrales anteriores. De alguna manera nos muestra a un Beethoven hermoso pero en exceso abatido, demasiado vencido por la vida. Es probable que sea así, que ese estado de ánimo fuera el del compositor en ese momento. Es posible, pero, para mí, discutible; pierde, en todo caso, fuerza y la rebeldía de la madurez, que creo continúan presentes en los pentagramas, tan cargados de notas que habrían de sonar de forma no voluminosa pero sí al límite de intensidad. Es decir, como un conjunto de reproches a la propia vida y no como una acción de gracias. Hay en esta versión de Barenboim, por el contrario, algo parecido a una religiosidad que no comparto. Con todo, lo que menos he entendido de ella es el Allegro final, al que, a mi entender, le falta peso y carácter.
La Op. 109 conoce una versión que, en lo sustancial, se aparta poco de las anteriores. Pero ese poco es suficiente para que estemos ante una interpretación calificable como nueva. Lo que no tengo claro es si ha ido a peor o a mejor que las anteriores. Las razones se repiten. El tono vital es más bajo y el sonido está tratado de manera menos incisiva; es más redondo y perfilado, más oscuro y menos agresivo desde el mezzoforte en adelante y con menos armónicos en la zona opuesta. Supongo que el instrumento influye y supongo que el usado ahora es su nuevo piano Barenboim. No es que no me guste; sencillamente, me interesa menos.
La Op. 110 comienza con, de nuevo, emborronamientos ostensibles, y bajo una atmósfera cercana a la contemplación. Surge de vez en cuando el gran Barenboim en frases puntuales, pero cuesta seguir el hilo del relato. El Adagio ma non troppo del cierre, sin embargo, es extraordinario; un auténtico remanso de paz purificadora. Marca de la casa total, que se prolonga en la fuga, ocasión de oro parta rememorar a Bach con todo el respeto que requiere el asunto. En el apoteósico Allegro ma non troppo final Barenboim mantiene el tipo y borda las últimas frases con autoridad y arrojo. Quizá haya hecho mal al repasar su versión del 84 de la n. 32, que tengo como la mejor que he escuchado nunca en disco. Y sí, ésta en absoluto es superior, pero, aun cuando las ideas sean similares (con esta música hay lo que hay; es difícil inventar), no está hecha en las mismas condiciones; es menos pulcra en los ataques (fallos aparte) y más frágil en el discurso, pues los dedos corren con más dificultades. Musicalmente es, desde luego, totalmente válida. Al margen de los problemas en el primer movimiento, hay que quitarse el sombrero ante el trazado discursivo de la Arietta, de una extraña y atractiva introversión. Muy semejante, por otro lado, a la citada del 84.
El conjunto de variaciones final es un auténtico resumen del espíritu de esta integral. No es acongojante, ni siquiera triste, como podría parecer; es un canto a una mezcla de cosas, y de la suma de posibles influencias en la vida creativa de Barenboim, que expone con un frío y sublime distanciamiento. No sé si es lo mejor para esta música, pero hay que asumir un gran riesgo para explicarla así, porque es un discurso que rompe los valores del tiempo musical y del propio concepto de expresividad romántica.
El álbum, de trece discos (del que hemos recibido la descarga digital para crítica), contiene más Beethoven. Una nueva versión de las Variaciones Diabelli y las Sonatas Patética, Appassionata, Claro de luna, Waldstein y Hammerklavier, procedentes de sus grabaciones juveniles de 1958-59 para el sello Westminster. Es muy pedagógico escuchar todo esto ahora. Las versiones de juventud, para comprender mejor de dónde sale todo; y las nuevas Diabelli, porque tras sus cuatro interpretaciones discográficas anteriores (1965, para MCA y remasterizada en 1996; DG, 1982; Erato, 1989 y Euroarts, 1991) y habérselas escuchado unas cuantas veces en vivo últimamente, tendríamos que hacer similares preguntas.
Las de DG y Erato son versiones de referencia. Esta no las supera en nada aunque siga teniendo el máximo interés. Se trata, en todo caso, creo yo, de una interpretación más tranquila, que tiene claramente cuatro o cinco puntos de máxima concentración, pero que, como obra completa, quizá adolezca de una cierta falta de continuidad. Los dedos vuelven a hacer malas jugadas, pero no precisamente cuando más hay que correr sino cuando más atención requieren las complejas figuras que Beethoven inventa con las notas (variaciones 6 o 16, por ejemplo). La duración total es similar a la de Erato, por ejemplo, pero hay variaciones que presentan curiosas singularidades. Así, la 14, Grave e maestoso, que pasa de los 4’51’’ de duración a 3’39’’ en la que, no se sabe bien por qué, Barenboim huye de la trascendencia, tocando con no demasiada concentración. Cosa que sucederá luego con las 29 y 30. Aunque las duraciones a veces no son determinantes: la absolutamente maravillosa variación 20 dura aquí 2’48’’, frente a los 3’29’’ de la antes mencionada interpretación y, sin embargo, el resultado es más increíble todavía. Es el caso de la Fughetta (variación 24), que es de similar duración, pero está mucho mejor expresada. La prodigiosa 31, Largo, molto espressivo, vuelve a ser, como en la anterior versión, prodigiosa. Gran versión, desde luego, pero que creo no añade mucho a lo que ya sabíamos.
Pedro González Mira