Emanuel Ax, piano.
Orquesta Filarmónica de Viena / Bernard Haitink.
CMajor 802208 (DVD)
EL ADIÓS DE UN GIGANTE
De puntillas y en silencio, con esa humildad que le caracterizó siempre, nos dijo adiós uno de los últimos gigantes de la dirección orquestal: Bernard Haitink. Como si se hubiera olido la que se avecinaba, en el verano de 2019 decidía a sus 90 años colgar los guantes de boxeo (y con 65 sobre el podio). Para escribir su carta de despedida eligió la mejor pluma posible, una resplandeciente Filarmónica de Viena de insultante belleza y rotundidad, con la que rubricó sus últimas ofrendas en Salzburgo, Londres y Lucerna.
Nos llega ahora la del Festival austríaco (28 agosto), a cuyo término la orquesta le nombró “Miembro de Honor”. Muy debilitado corporalmente, pero con la mente aún fresca y viva (no llega a abrir la partitura sinfónica), un Haitink con garrota se decantó por dos de sus eternos caballos de batalla, el Cuarto de los Conciertos para piano de Beethoven y la Séptima Sinfonía de Bruckner, para dar el último abrazo.
El insulso y previsible Emanuel Ax sustituyó al teclado a un indispuesto Murray Perahia. Lástima, pues su flácida e inexpresiva lectura fue un quebradizo vidrio (pulcro y delicado, eso sí) frente al descomunal y viril despliegue sonoro del holandés y sus secuaces. Sin nervio ni músculo. Sin electricidad ni combustión interna. Aunque siendo plenamente consciente del privilegio que supone tocar junto a esta tropa, como lo demuestra a la conclusión del primer movimiento cuando se le escapa de los labios un suspirante “wonderful”.
En el destensado Andante, los vieneses demuestran que si algún día organizaran un mundial, su “selección” de cuerda lo ganaría de calle (qué fragancias tan deliciosamente centroeuropeas). Por desgracia, no incluyen la propina que Ax ofreció tras los aplausos, el Vals Brillante Op. 34/2 de Chopin, mucho más interesante que su Beethoven.
Sorprende que un hombre que tiene a la vista el final del túnel exponga una Séptima tan serena, optimista y apaciguadora, con una sutil melancolía sin dolor ni tristeza, de timbres cálidos, relajados contrastes y texturas contenidas y equilibradas (qué bien expone las diferentes voces). Como si en su despedida quisiera que le recordásemos con una sonrisa de agradecimiento hacia esa música que tanto le dio en su carrera. Una visión esperanzadora y parsifaliana, de intensos colores otoñales. Lo suyo no es mística, sino contemplación.
Los vieneses (Haitink les deja a su aire en algunos pasajes) tocan el cielo en el monumental Adagio (cocinado magistralmente a fuego lento y a cuyo término les lanza un beso de agradecimiento), con un fraseo expresivo y aristocrático que eriza el vello. Eterno. Tras una larga ovación el maestro se escabulle llorando del brazo de su mujer Patricia. Y es que tiene que ser dolorosísimo renunciar a manejar los mandos de una maquinaria sonora de tan insultante perfección y belleza.
Javier Extremera