Años de peregrinación: Suiza, Italia. Sonata en Si menor.
Transcripciones sobre óperas de Wagner y Verdi.
Daniel Barenboim, piano.
EuroArts, 2066658 (2 DVDs)
TODOS QUIEREN SER LISZT
Tres números consecutivos le costó a Gonzalo Pérez Chamorro explicar quién fue Liszt, en su sección Tema del mes de la revista RITMO (febrero, marzo y abril 2011). De manera que remito al lector a esos artículos; allí se desarrollaron todas las generalidades acerca del húngaro, naturalmente con las correspondientes recomendaciones discográficas generales. Paso, pues, a comentar este capítulo, una especie de final exhaustivo que pareciera tratar de aprovechar al máximo los últimos estertores del año de la celebración del bicentenario del nacimiento de Liszt. Pero quisiera antes añadir a esas generalidades sobre Liszt una, aun en forma de gran “boutade”: cada vez me gusta más; y desde luego, cada minuto de historia de la música que pasa se revela como un compositor más importante, fundamental y determinante para la música escrita en su futuro inmediato. Y maravilloso.
Ha querido la fortuna (¿) darme la ocasión de poder escribir sobre las dos versiones de la Sonata en Si menor de Liszt que más me han gustado hasta el momento, y, perdóneseme la pedantería, llevo ya en el cuerpo unas cuantas desde que a mediados de los sesenta del siglo pasado descubriera la obra tocada por Emil Gilels (en disco, pero también en vivo). Desde entonces son unos cuantos los pianistas que han pasado por el salón de mi casa, reproducidos en todo tipo de soportes, y muy pocos los que me han convencido en la interpretación de esta (nunca mejor dicho) endiablada música. Al grano: ellos han sido Sviatoslav Richter (al que también tuve la suerte de poder escuchársela en directo), Daniel Barenboim (en sus dos versiones de DG y Erato y en la que aparece en este DVD, que en realidad es una toma en vivo, como algunas otras que le he escuchado en directo ) y Krystian Zimerman, en la versión en estudio que ahora se reedita (en un doble cedé con un flojo Ozawa dirigiendo los dos conciertos). ¿He dicho dos? Pues sí: son las de Zimerman y la de Barenboim en Bayreuth. Y claro, los lectores que hayan tenido la amabilidad de leer este artículo hasta aquí; y más, los que hayan tenido la paciencia y el valor de haberme leído con anterioridad; y mucho más, los que hayan hecho eso solo para autoafirmarse en su creencia de que soy un loco de estos dos pianistas, se estarán preguntando: ¿lo dirá o no; se mojará o no; escribirá cuál de esas dos versiones inigualables es la mejor? Hablé al principio de este párrafo de fortuna. Nada de eso; un auténtico “marrón”.
La versión bayreuthiana de Baremboim; no tuve la menor duda, hasta ese momento la convertí en mi favorita, claramente por encima de las dos del argentino y de la de Gilels, que conservo en mi memoria como uno de mis más tremendos traumas musicales de juventud. Y ahora ha venido esta... y otra vez a empezar. La he escuchado (visto: importante, está hecha de un tirón) una y otra vez, porque no creía que pudiera existir algo así. Creo no exagerar si digo que se trata de uno de los cuatro o cinco momentos pianísticos más definitivos en la carrera de Barenboim (¿quizá junto a algunos preludios y fugas de su Clave bien temperado, la Sonata num.32 de Beethoven de su segunda integral, el Nocturno en Do sostenido menor op .post. de Chopin, El valle de Obermann –del Suiza lisztiano, versión de estudio de 1986- y la Evocación del primer cuaderno de Iberia?), lo que no resulta nada fácil de explicar. ¿Qué aporta esta interpretación sobre la de Zimerman, que es ya perfecta? Pues creo que la constatación de que el arte musical no permite hacer calificaciones cerradas. Obvio, si reparamos en que la creación musical es una invención construida sobre parámetros de medida relativa. Despacio o deprisa, alto o bajo, débil o fuerte, mucho o poco... ¿qué significan estas cosas? Pues que, al final, el matiz y la plasticidad en el discurso global (esto determinante en una obra en la que los contrastes y la dualidades son su razón de ser) son los responsables del resultado último. Y en este sentido, me parece que esa madurez en la globalidad es superior en la versión de Barenboim. Zimerman tenía 34; Baremboim, 43. ¿Son mucho, significan algo esos 9 años de diferencia en artistas como estos? Pues no se sabe; a mí me parece que no; me da la impresión de que si esta interpretación de Barenboim va más allá es porque le pilló en un momento personal por alguna razón especial, y no me refiero a factores sentimentales externos. Lo que creo es que en el momento de tocar en esa ocasión estuvo en disposición de llevar al límite los inmensos matices que encierra la pieza, no se olvide, una música en la que estaccato y legato son dos caras de una misma moneda expresiva, la dualidad entre un silencio atacado y una melodía regalada, ambos como los polos de un imán, es decir, la misma materia pero escapada de sí misma, huida de sí misma. En fin, me estoy esforzando por encontrar palabras, cuando la realidad es que no las hay cuando se trata de comentar un acontecimiento estético de tal calibre.
Parece que de lo dicho hasta aquí se desprende con toda claridad qué disco o discos son esa cosa que los críticos llamamos indispensables.
PGM