Para cerrar su temporada operística, el Gran Teatre del Liceu ha optado por reponer una coproducción con la Royal Opera House de Londres, la Opéra de París, la Wiener Staatsoper y la San Francisco Opera que, si por algo se distingue, es por su clasicismo. O, mejor dicho, por su respeto a la obra original, un respeto que constituye toda una rareza en unos tiempos en que lo moderno es convertir a Pasolini en un personaje de Tosca o al Macbeth verdiano en un samurái asaltado por unas letras gigantes. Sin duda, hay óperas que necesitan de una buena sacudida, pero también hay muchas propuestas que, yendo de innovadoras, caen en lo grotesco. Y, de esas, en el Liceu ha habido varias en los últimos tiempos…
La de esta Adriana Lecouvreur es, como se ha dicho, puro clasicismo en el mejor sentido del término: teatro que juega con el teatro (no por nada la protagonista es una actriz de éxito) y cuya acción se sitúa en el siglo XVIII, la época y el ambiente que el compositor Francesco Cilèa y su libretista Arturo Colautti escogieron. Nada, sin embargo, hay aquí de cartón piedra, a no ser el libreto, tan esquemático como falto de nervio dramático y psicológico.
La producción trae la firma de David McVicar y todo en ella fluye con sentido teatral. El movimiento actoral se ve arropado por una escenografía lujosa y compleja, obra de Charles Edwards, que se articula a partir de los diferentes ambientes de un teatro en los actos primero, tercero y cuarto, para recrear el salón de un palacio en el segundo. La elegancia y pulcritud histórica del vestuario de Brigitte Reiffenstuel y la calidez y eficacia de la iluminación de Adam Silverman redondean esta puesta en escena, lo mismo que la coreografía ideada por Andrew George para el historicista ballet del acto tercero.
Lo único malo es que, dentro del repertorio italiano, Cilèa carece del genio teatral y de la capacidad para crear personajes que resulten creíbles que sí tienen sus compatriotas Verdi y Puccini. Ciertamente, la partitura respira italianidad, así como cierta elegancia francesa e, incluso, se deja llevar por algunos efluvios wagnerianos, pero lo cierto es que no consigue emocionar más que en momentos muy puntuales. Mas, para ser honestos, que el resultado fuera más bien frío y distante se debió en buena medida a la labor en el foso de Patrick Summers. El maestro estadounidense concertó con solvencia, aunque su lectura no explotó ni el lirismo ni la efusividad melódica de la partitura, quedándose siempre en la superficie. La orquesta, consecuentemente, realizó un trabajo aseado y poco más, aunque en pasajes como el Andante triste que abre el cuarto acto y en el final sí aflorara algo de magia. El coro, en sus puntuales intervenciones, cumplió a la perfección.
Los cantantes que actuaron el pasado 19 de junio no fueron capaces tampoco de insuflar aliento a esta ópera, aunque hay que reconocer que pusieron todo de su parte. El tenor Freddie De Tommaso es pura fuerza y entrega, pero el personaje de Maurizio es más que su aria marcial “Il ruso Mencikoff”; requiere también de una capacidad de matización y sutileza que el intérprete, al menos de momento, no tiene. La soprano Aleksandra Kurzak, por su parte, domina la técnica y canta de manera maravillosa, con unos pianísimos de calidad diáfana, pero la suya no es una voz verista. Así, a su monólogo de Fedra en el tercer acto le faltó mordiente, aunque en la escena final de la muerte de Adriana se creció, tanto a nivel canoro como actoral. De hecho, ese cuarto acto fue a nivel musical el más redondo de la velada.
Aunque su instrumento ha perdido color, sobre todo en el registro grave, la mezzosoprano Daniela Barcellona domina a la perfección este repertorio y sabe suplir sus limitaciones con una entrega y presencia escénicas que no dejan indiferentes. En ese sentido, su labor como princesa de Bouillon convenció. Su dúo con Adriana en el segundo acto fue especialmente logrado por su fuerza y poderío dramáticos. El barítono Ambrogio Maestri, por último, fue un irreprochable Michonnet, de línea depurada e interiorizada en los pasajes en los que muestra su auténtica naturaleza. Sensibilidad, nobleza y humor, todo eso transmitía su canto. El resto de intérpretes cuajó una buena labor de conjunto.
Una apreciación final: los responsables del Liceu harían bien en pedir al público no solo que desconecten el sonido de sus móviles, sino también que dejen de mirar la pantalla durante la función. En una sala a oscuras, resulta realmente muy irritante querer seguir lo que pasa en el escenario y tener al lado a alguien leyendo no se sabe qué en el dichoso y refulgente aparato o pasando páginas y más páginas de fotos. La cuestión es: a esa gente ¿realmente les interesa la ópera? ¿Tan enganchados están al móvil que no se dan cuenta de que el brillo de la pantalla es sumamente molesto, todo un sabotaje a la función y una falta de respeto al resto del público? No, no solo no se dan cuenta, sino que, cuando se les llama la atención, aún se indignan. En fin, país…
Juan Carlos Moreno
Aleksandra Kurzak, Freddie De Tommaso, Daniela Barcellona, Ambrogio Maestri, Felipe Bou, Didier Pieri, Carlos Daza, Marc Sala, Carles Cremades, Irene Palazón, Anaïs Masllorens.
Cor i Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu / Patrick Summers.
Escena: David McVicar.
Adriana Lecouvreur, de Cilèa.
Gran Teatre del Liceu, Barcelona.
Foto © www.sergipanizo.cat