¡Oh, Bienamada, aspira mi ser todo hacia ti; así podré amar, así podré morir!
Ya siento de la muerte olas de juventud: en bálsamo y en éter mi sangre se convierte.
Vivo durante el día lleno de fe y de valor, y por la Noche muero presa de un santo ardor.
“Himnos a la Noche” (Canto IV) de Novalis
Nunca sabremos si Wagner compuso “Tristán e Isolda” porque se enamoró perdidamente de Mathilde Wesendonck, o se enamoró de su mecenas porque estaba inmerso en la escritura de esta partitura. Fuera como fuese, después de ella nada volverá a ser ya igual en el mundo de la música. El Teatro de la Maestranza arranca su temporada con una inmensa ola encrespada, empezando el edificio por el tejado, inaugurando valientemente esta nueva andadura con una de las cimas más supremas e inalcanzables de la historia del teatro musical.
Habían pasado 14 años desde aquel último dirigido por Pedro Halffter. Demasiado tiempo para una ópera capital. Hablar de esta prodigiosa, eterna y fervorosa obra de Richard Wagner es hablar del “Ulises” de Joyce, de las pirámides de Egipto, de la pintura de Caravaggio, del teatro de Shakespeare o del “Ciudadano Kane” de Welles, pues muy pocas cosas paridas por la humanidad son capaces de lograr, al menos, poder estar a su gigantesca altura artística. Después de “Tristán e Isolda” no hay nada más en la vida. A uno solo le resta ya el volverla a escuchar una y mil veces.
“Tristán” es un drama musical tremendamente exigente para todo aquel que se atreva a acercarse a ella. No solo para el coliseo que la programa, sino para todos los componentes de la orquesta, cantantes, batuta, director de escena y, por supuesto, para el propio público, que debe de permanecer en un estado continúo de alarma.
La Maestranza ha apostado por una trabajada producción propia para adentrarse en este tumultuoso océano operístico que viene firmado por Allex Aguilera (al que se le podía ver algo sudoroso en los descansos, subiendo y bajando por el patio de butacas). Un creador que ya en 2012 coqueteó con esta partitura en una versión semi escenificada en Les Arts junto a Zubin Mehta. En su pasaporte wagneriano, destacar también su trabajo en la producción valenciana del Ring de la Fura dels Baus repuesto en este mismo teatro sevillano.
El mar escénico
La concepción del brasileño (que podría valer también para alzar un Holandés Errante) es exclusivamente visual, fundamentada sobre elementos cinematográficos y audiovisuales más que en los puramente teatrales. La imagen cual Saturno devorando a su hijo dramatúrgico. El ojo del espectador cómo único elemento esclavizador. El perpetuo movimiento del mar que inunda todo el escenario sustituyendo a la interiorizada reflexión filosófica schopenhaueriana.
Una enorme pantalla frontal, apoyada por otras dos más pequeñas en los laterales, actúan como telas de cine en las que proyectar continuamente imágenes y vídeos creados en la barriga de un ordenador. Y es que, el uso de la imagen por la imagen, termina (más tarde o más temprano) por empachar y saturar la mirada. Al erizado oleaje del mar abierto del primer acto, le sigue un embrujado y naif jardín, así como los restos de un maltrecho castillo gótico a los pies del mar de nuevo, espacios ambos cercanos al universo noctámbulo y agónico de Caspar David Friedrich.
Aguilera (que echó mano de extras y ubicó el coro en la tribuna superior técnica del teatro) se olvida prácticamente de la dirección de actores (desesperantemente estática y a la deriva por momentos), para centrarse exclusivamente en el ojo, al que intenta encadenar ya desde el arranque del enigmático Preludio inicial. Para la lánguida, desnuda, escueta y barata escena, se apoya en una tarima, una gélida iluminación y en unos colores opacos, crudos y grisáceos (de esos que tanto gustaban al brujo Chéreau), junto a un suntuoso diseño de vestuario de Jesús Ruiz de extraña mezcolanza medieval, que consigue que a veces nos venga a la cabeza “El señor de los anillos”.
Una gigantesca corona que aprisiona a los amantes, una gimnástica danza butoh japonesa que parece dar vida a alguno de esos demonios existenciales de la filmografía de David Lynch, un innecesario harakiri que no merece el fiel Kurwenal, el impasible liebestod de resonancias pictóricas (el popular retrato de los amantes inmortalizado por Rogelio de Egusquiza) e incluso escultóricas (La Piedad de Miguel Ángel), además de una cegadora transfiguración de la heroína desde el propio backstage del escenario, esperando el aplauso final ante los focos, para que nadie olvide que nada de lo visto ni vivido es real (el teatro dentro del teatro, que tanto venera el maestro Robert Carsen).
Los navegantes
El húngaro Henrik Nánási no es una de esas batutas que pierdan los papeles o gusten de asumir riesgos, de mantener al oyente en vilo, de asomarse a admirar precipicios formales. No dirigió ni febril ni apasionadamente, sin hipnotizar jamás, y eso es algo que “Tristán” pide a gritos… electricidad, expresividad, llamas incandescentes, fiereza, conflicto, nervio, asfixia, ardor y tensión para esa eterna lucha sonora entre las luces y las tinieblas.
Su labor, eso sí, fue afanosa y profesional, siempre buscando la transparencia en las texturas, pese a que no sea capaz de crear espacios irrespirables o atmósferas turbadoras, como demostró en la falta de ensoñación y sortilegio desplegada durante el rutinario y anodino Liebesnacht del segundo acto. Ese donde la música nos hace flotar y consigue que sintamos la ingravidez de nuestra propia existencia (el éxtasis hecho sonido). La Sinfónica sevillana salió victoriosa del desafío tan enorme que supone insuflar de vida y sonidos esta mega obra, en especial con su brillante y densa sección de cuerda (magnífica la grave) y unos contenidos metales que dieron consistencia a los momentos más dramáticos. Aplauso también para Sarah Bishop por su agotador solo de corno inglés.
Que en Wagner la experiencia y las horas soportadas sobre las tablas cuentan y mucho, lo demostró Stuart Skelton en el último acto (tras pasar inadvertido prácticamente en los dos primeros). El arrojo, el riesgo, el estrujar el instrumento hasta la última gota, el dosificarse y saber cuándo uno tiene que vaciarse por dentro. Las horas de vuelo wagnerianas del australiano valen su peso en oro, como lo demostró en un Tristán afable, bonachón e infantil, muy buena persona y ajeno siempre a su destino, que explota dramáticamente cuando ve como se le va la vida. Poseedor de un instrumento poco fornido, de timbre más lírico que dramático, amoldado a un italianizado cantabile, es capaz de apianar hasta rozar el falsete, lo que resta dramatismo y efecto trágico al héroe, aunque sobrecogiera como moribundo amante en el acto final (más por su entrega, que por su expresividad).
Se notó que Elisabet Strid debutaba en el rol, pues su Isolde aún por domar, se irá dimensionándose con el fluir de las funciones (incluso se quedó en blanco después de beberse el filtro, olvidándose de cantar algunas líneas de su texto). Su arranque fue dubitativo y conciso, de no hacer ruido, con una emisión dramática y un instrumento que no es corpulento, pero que se fue templando y embelleciendo con el paso de las páginas. Conmovió en un “liebestod” bien apuntalado sobre unos agudos de natural emisión. Mejorará indudablemente en el futuro.
Imagino que el Teatro no tendría a mano a nadie que sustituyera a Agnieszka Rehlis como Brangäne, del que fuimos avisados antes del inicio de la función de sus graves afecciones vocales, algo que se constató de inmediato (no se le alcanzaba a escuchar ya en el primer acto). El cataclismo vino cuando forzó en el clímax de los escalofriantes Habet acht!, donde su voz se apagó para siempre, lo que la convirtió en una simple actriz de cine mudo en el discurrir del tercer acto.
Resonancia y timbre vigoroso el de Albert Pesendorfer y su Rey Marke, aunque por desgracia no sea capaz de añadirle ni un solo matiz extra a la partitura. En su larguísimo monólogo todas las frases sonaron con el mismo tono, incapaz de acentuar en ningún momento el dramatismo del momento o de desbordarse en expresividad ante tanto dolor padecido. Todo su canto es una larga y monótona línea recta (sin curvas). Marke no solo hay que cantarlo, sino que también hay que sentirlo.
Markus Eiche, de poderosa voz baritonal, venía de interpretar este verano al escudero nada menos que en Bayreuth. Chulesco y misógino, estuvo toda la función bastante sobreactuado, tanto en lo vocal como en lo escénico. Hablando de Bayreuth y de su reverenciado Festspielhaus, citar por último la participación del tenor asturiano Jorge Rodríguez-Norton como “joven marinero” y un “pastor”, ya que puede presumir que es uno de esos cantantes patrios contados con los dedos de una mano, que han logrado actuar sobre las sagradas tablas del templo de la Verde Colina.
Javier Extremera
Sevilla. Teatro de la Maestranza.
30-septiembre-2023.
Richard Wagner: Tristán e Isolda.
Stuart Skelton, Elisabet Strid, Agnieszka Rehlis, Markus Eiche, Albert Pesendorfer.
Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro del Teatro de la Maestranza.
Director musical: Henrik Nánási.
Director de escena: Allex Aguilera.
Foto © Guillermo Mendo