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Crítica / Un festival patrimonio de la humanidad - por Javier Extremera

Úbeda - 16/05/2023

Esculpió para la posteridad Lampedusa una diabólica paradoja volcada en esa melancólica radiografía sobre el fin de una época que fuera “El Gatopardo”, escribiendo en letras inmortales aquello de “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Y ahí siguen pasándose la pelota de esta endemoniada reflexión la mayoría de los festivales de música que sobreviven en nuestro país, cavilando qué caminos coger ante una sociedad cambiante y laberíntica a la hora de consumir cultura, desgraciadamente tan dependiente hoy de la tecnología, sus nuevos y caprichosos formatos y las esclavizadoras redes sociales.

A los festivales de música que tienen a la Clásica por bandera, se le plantea la disyuntiva de qué hacer para sobrevivir después de una pandemia que ha volteado como un calcetín la forma y costumbres de acercarse a la cultura. Y todo junto al hándicap de soportar unos tiempos de continuos recortes y desaires presupuestarios, de caídas constantes de audiencia, de completa desconexión con los oídos del espectador joven, que no se siente atraído por estos cantos de sirenas con siglos de permanencia.

El Festival de Úbeda, que aparte de la música en vivo ofrece su inigualable y espectacular legado arquitectónico, patrimonio de la humanidad, y pese a que cuenta ya con nada menos que 35 ediciones a sus espaldas, no es ajeno a estos vaivenes de la sociedad, de ahí que la fórmula que se ha seguido para transferir sangre fresca a sus arterias no es otra que la de mezclar lo actual con lo eterno, haciendo convivir en su programación intérpretes como Gautier Capuçon, Grigori Sokolov o la Orquesta de Extremadura, con músicos de otros galaxias estilísticas como son la gaita de Carlos Núñez o las baladas de Alejandro Sanz.

Si este extraño matrimonio consigue hacer que la máquina musical siga engrasada y funcionando a todo trapo, bienvenida sea. Si gracias al cantautor de amoríos imposibles podemos otros suspirar viendo frente al teclado al dios Sokolov, creo que el camino tomado es el acertado, además de el menos catastrófico. El tiempo nos dirá si las fauces de la multitud no acaba devorando a esa minoría que resiste en su infranqueable Covadonga sonora. Lo veremos.

Tras la espantada de Gabriela Montero, que puso pies en polvorosa sin avisar cancelando su gira por tierras hispanas, la organización tuvo que buscar deprisa y corriendo a un sustituto para la inauguración del 35 Festival de Úbeda, que finalmente recayó en el joven pianista galo Kim Bernard, uno de los talentosos músicos becados por la Fundación que lleva el nombre de su compinche en el recital, el violonchelista Gautier Capuçon.

El cello del francés es de una voz hermosa y refinada, con un resonante registro grave aferrado a un poderoso vibrato y una calidez en la emisión capaz de perfumar en el aire en cada una de las notas. Todo lo contrario que el teclado de Bernard, al que se le nota su fecha de nacimiento, más pendiente de no dar un traspié y truncarle la noche a su mecenas. Pese a su incuestionable dominio técnico, es un pianista gélido, austero y escasamente apasionado, más cómodo en los movimientos rápidos que en los lentos, de pulsación algo marcial y mecánica, sin dejar a veces que la música respire por sí misma, de esos que tapan sus carencias expresivas y emocionales a base de decibelios.

En las tres deliciosas Fantasiestücke Op 73 de Schumann, Capuçon lo arropó y tiró de él, pese a que fuera incapaz de empaparse del sentimentalismo romántico y la exuberante ensoñación que exige el compositor, que tenía un ojo puesto en la partitura y otro en su amada Clara. Capuçon regaló momentos de enorme belleza en el fraseo de ese Intermezzo que es el “Lebhaft, leicht”, con su sensual y hermosa melodía. Una delicia.

La ardiente expresividad y la interiorización del violonchelo en la Primera de las Sonatas de Brahms, tampoco tuvo complicidad en el sereno Bernard, incapaz de profundizar en el matiz romántico de la obra. La fantasía, el lirismo soñador y la habitual densidad sonora brahmsiana solo estuvo presente en el arco del galo. La música de cámara de Brahms está al mismo nivel que las óperas de Wagner o las Sinfonías de Bruckner y requiere de una experiencia, arrojo y ardor que no está al alcance de cualquier intérprete. El dramatismo, la intensidad, el apasionamiento, la expresividad extrema (espressivo legato dicta el autor sobre la partitura), la calidez, sensualidad y atmósfera otoñal que demanda el monumental Lento inicial, solo tuvo respuesta en Capuçon, imbuido en un diálogo donde la voz del piano pareció un liliputiense frente a la gigantesca personalidad del cello.

Para encontrar un verdadero coloquio entre los dos instrumentos tuvimos que esperar a la segunda parte del recital con la soberbia Sonata Op. 19 de Rachmaninov, del que este año conmemoramos el 150 aniversario de su nacimiento. Aquí la simbiosis sí que se materializó, quizá por el clima jovial y vivaz de la obra, y también porque en la escritura predomina más lo rítmico y mecánico, sobre la expresión y la sensibilidad. Las fastuosas frases melódicas del Lento inicial encandilaron con su arraigo febril. El piano, descaradamente orquestal, tiene incluso más protagonismo y peso que su hermanastro el violonchelo. La amplia coda que cierra el Allegro moderato fue sin duda lo mejor en conjunto de ambos. El Allegro scherzando, que posee la misma atmósfera de una Fantasía más de las Op. 73 schumannianas del principio, obtuvo un discurso firme y virtuosístico a partes iguales, con el cello conquistando con vigor las ensoñaciones nocturnas con su pulcra cantinela. En el mendelssohniano Andante y su riqueza armónica, abandonaron lo febril y la turbación para instalarse en la serenidad dulcemente melancólica, como suele ocurrir en casi toda la obra de Rachmaninov, como en el vivaz e impetuoso Allegro final, con su derroche de sobriedad y colorido. Brillante.

Para las dos populosas propinas los músicos hicieron un guiño a la audiencia, con una emotiva versión de la Vocalise del propio Rachmaninov muy bien cantada y el vistoso despliegue pirotécnico que exige la conocida Czárdás de Vittorio Monti, donde los agudos del violín fueron suplidos magistralmente por el violonchelo de Capuçon, que de paso se metió al público en el bolsillo. Un brillante arranque para un Festival ubetense que sigue vivito y coleando.

Javier Extremera

 

Gautier Capuçon (violonchelo). Kim Bernard (piano).

Obras de Schumann, Brahms y Rachmaninov.

Festival de Úbeda.

Auditorio del Hospital de Santiago, Úbeda, 12 de mayo de 2023.

 

Foto © Alberto Román

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