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Crítica / Un extraordinario espectáculo - por Francisco Villalba

Madrid - 28/11/2022

Tercera vez que sube al escenario del Teatro Real l’Orfeo de Claudio Monteverdi, la primera fue en 1999, una producción estrenada en el Liceo de Barcelona en 1993, con puesta en escena de Gilbert Deflo y dirección musical de Jordi Savall al frente de Le Concert des Nations y el coro de la Capella Reial de Catalunya; la mediocre coreografía fue de Ana Casa y un plantel de cantantes en el que destacó Pietro Spagnoli, como Orfeo y Sara Mingardo como mensajera.

La segunda fue en 2008, en una apabullante puesta en escena de Pier Luigi Pizzi, con William Christie al frente de Les Arts Florissants y un muy mediocre plantel de cantantes.

La primera fue una reconstrucción historicista impecablemente ejecutada, la segunda tuvo una lujosísima puesta en escena que recreaba la arquitectura de Giulio Romano en Mantua, con un Christie exquisito muy alejado de la opulencia sonora, del juego de contrastes a que se presta la partitura, pero logrando excelentes resultados, a pesar del pobre reparto vocal.

En esta ocasión, Sasha Waltz, con una producción estrenada en 2014 en la Dutch National Opera de Amsterdam y que ha pasado por el Grand Théatre du Luxemobourg, el Bergen International Festival y la Opéra de Lille, ha logrado, con pequeños retoques, sobre todo en el vestuario, ahora más exquisito que cuando se estrenó y reducido a los colores blanco y negro, que la fusión danza y opera, que ya vimos en 2019 con su excelente Dido and Aeneas de Purcell, alcance cotas artísticas y emocionales que pocas veces se dan en un espectáculo.

Con Savall-Deflo y Christie-Pizzi, asistimos a buenas reconstrucciones de la sublime obra; con Leonardo García Alarcón y Waltz hemos disfrutado de su gloriosa puesta al día, sin traicionar ni a Monteverdi ni a Striggio. Un ejemplo de como una obra clásica se puede acercar a nuestra sensibilidad sin hacer ninguna de las estupideces a que nos tiene acostumbrados la mayoría de los directores de escena de nuestros días.

El escenario vacío, con un gran cubo de madera clara en el centro, cuya pared del fondo se divide en paneles en algunas ocasiones y tras la que vemos unas bellísimas proyecciones de bosques y de la laguna Estigia. La orquesta dividida en dos secciones en los extremos derecho e izquierdo del escenario, con todos sus componentes descalzos, como el coro, los bailarines y los cantantes; estamos en una narración pastoril. La coreografía contemporánea pero perfectamente integrada en la narración.

Lo más flojo quizá ha sido el nivel de canto, pero de todas formas esto no alteró el nivel del espectáculo; hay que tener en cuenta que además de cantar en ocasiones tenían que bailar. Destacaría el Caronte de Alex Rosen y la Proserpina de Luciana Mancini, sin por esto olvidar la meritoria intervención del resto del reparto.

Waltz nos devuelve la obra con un espectáculo bello hasta decir basta, exquisito, de indudable fuerza dramática, arrolladora poesía y sugerentes alusiones al mundo que, tras morir, renace en primavera, como Proserpina que regresa a la tierra desde el Hades, donde ha sido raptada por Plutón. En ningún momento cae en lo banal ni en lo truculento. Y nos ofrece un final de una desbordante alegría dionisiaca en la que músicos, bailarines, coro y hasta el director de orquesta intervienen. Una maravilla.

Leonardo García Alarcón, al frente de la Freiburger Barockorchester y el Vocalconsort de Berlín, logra que musicalmente la representación alcance niveles fuera de lo común. Sabe extraer de la partitura todos sus matices, su alegría, su tristeza, su dolor, su esplendor, con mano segura e inspiración. Se ve que le gusta la partitura disfrutando y haciéndonos disfrutar con su imperecedera belleza.

Francisco Villalba

 

Orfeo, de Claudio Monteverdi

Sasha Waltz, coreografía y escena

Solistas, Freiburger Barockorchester & Vocalconsort de Berlín / Leonardo García Alarcón

Teatro Real, Madrid

 

Foto © Javier del Real

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