El 21 de noviembre, justo un día después de haber recibido a la Orchestre de l’Opéra National de París y su director, Gustavo Dudamel, el Gran Teatre del Liceu abrió su temporada operística. Una temporada especial, pues es la de su 175 aniversario. Si entonces se inauguró con la Anna Bolena de Donizetti, ahora el título escogido ha sido el Don Pasquale del mismo compositor, la última gran obra maestra del género bufo. Cuando se trata de aniversarios, nada mejor que celebrarlos con una sonrisa.
Procedente de la Royal Opera House-Covent Garden y la Opéra de París, la producción que firma Damiano Michieletto está dominada por una escenografía que presenta el esqueleto de una casa sin paredes, pero con sus puertas y habitaciones, además de muebles, objetos decorativos y, en el exterior, un coche. Deliberadamente caducos y kitsch, estos elementos se transforman en algo lujoso, hipermoderno y snob una vez Norina se convierte en la esposa de Don Pasquale.
En general, la producción funciona, sobre todo por su agilidad escénica, el trabajo con los cantantes y por detalles que permiten a Michieletto descubrir la interioridad y vulnerabilidad de Don Pasquale y su sobrino Ernesto, ambos unidos por su añoranza de la infancia: el primero, con evocaciones de escenas con su madre; el segundo, con el oso de peluche al que se abraza cuando su tío lo expulsa de casa.
En comparación, Malatesta y Norina aparecen como caracteres puramente manipuladores, amorales y sin empatía alguna. De hecho, hay cierta dosis de crueldad en este montaje. No por el bofetón que Norina arrea a Don Pasquale, bofetón de profunda carga simbólica contra toda una época y una mentalidad, sino más bien por el destino (tan actual) que le espera al protagonista: verse condenado a una silla de ruedas en una residencia de ancianos…
Interesante es también el uso, durante la interpretación del coro “Che interminabile andirivieni”, de marionetas que representan el triángulo formado por el viejo engañado Don Pasquale y los dos amantes, Norina y Ernesto. El uso y abuso de las proyecciones de vídeo y el croma, en cambio, resulta tan chocante como efectista y gratuito: rompe la verosimilitud teatral al introducir otra dimensión artificial.
Mas la clave del éxito de las obras de este repertorio no depende tanto de la propuesta escénica como de la labor, tanto teatral como vocal, de los cantantes, pues la comicidad básica ya está contenida en el libreto y la música. En este caso, poco que objetar. Si el barítono Andrzej Filonczyk fue un convincente Malatesta, mejor en el plano escénico que en el canoro, el tenor Xabier Anduaga brilló gracias a una voz plena y una línea tan musical como expresiva.
La soprano Sara Blanch, por su parte, deslumbró por la naturalidad con que abordó la belcantista escritura de su papel y su facilidad para alcanzar el agudo, así como por su desparpajo teatral. Mención aparte merece el bajo-barítono Carlos Chausson, el veterano del cuarteto protagonista. Como bien se dice, quien tuvo, retuvo, pues su interpretación del rol titular fue un dechado de gracia y toda una lección de estilo y clase en todos los sentidos.
En el foso, Josep Pons firmó una lectura ágil y vivaz, si bien su fogosidad provocara que en más de una ocasión la orquesta tapara a las voces. El coro, impecable.
Juan Carlos Moreno
Carlos Chausson, Andrzej Filonczyk, Xabier Anduaga, Sara Blanch, David Cervera.
Cor i Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu / Josep Pons.
Escena: Damiano Michieletto.
Don Pasquale, de Gaetano Donizetti.
Gran Teatre del Liceu, Barcelona.
Foto © David Ruano