El pasado 14 de febrero, una vez culminada la integral de las sinfonías de Beethoven que a lo largo de cinco días ofrecieron en el Palau de la Música Catalana John Eliot Gardiner y su Orchestre Révolutionnaire et Romantique, empecé a pensar en esta reseña. Y llegué a una conclusión clara: la mejor opción sería restar en silencio, pues todo lo que pudiera decir sonaría ditirámbico, exagerado… cuando lo cierto es que tampoco haría justicia a lo escuchado, a cuatro conciertos (cinco en realidad, aunque al primero de ellos no pude asistir) de esos que quedan impresos en la memoria para siempre. La mejor prueba de que esto es así es que, transcurridos ya unos días, sigo pensando en ellos, dándole la vuelta a algunos momentos especialmente mágicos… En definitiva, este ciclo ha sido el gran acontecimiento musical que ha vivido Barcelona en las últimas temporadas.
Barcelona fue precisamente la ciudad escogida por Gardiner para presentar este proyecto que, tras escucharse en Nueva York, Chicago y Londres, se cerrará en Atenas en junio. El Beethoven que se nos ofrece en él es uno que hace justicia al nombre de la orquesta: es revolucionario y romántico. Y lo es incluso en esas sinfonías más “clásicas”, la Segunda y la Cuarta, en las que Gardiner resalta todo aquello que tienen de plenamente beethovenianas, esto es, su ímpetu arrollador, su orquestación rotunda, su característica pulsación rítmica, todo ello sin perder frescura ni humor. Dicho de otro modo, es este un Beethoven que sabe de dónde viene (la tradición instaurada por Haydn y Mozart), pero también que él es quien es, único e irrepetible. Escucharlas así fue tanto un redescubrimiento como una reivindicación de estas dos pequeñas joyas. Eso sí, “pequeñas” solo en comparación a las cimas del catálogo beethoveniano, en las que Gardiner sencillamente sentó cátedra…
La Tercera huyó de la tentación de sonar “heroica”, en el sentido de ampulosa o solemne, para ir a su esencia y mostrar todo lo que esta obra tiene de combate y de drama, sobre todo en sus dos primeros movimientos. El resultado fue una lectura muy viva y contrastada, incisiva a la vez que asombrosamente rica en sutilezas dinámicas, tímbricas, acentuales… Y es que Gardiner ha creado un instrumento de ensueño para este repertorio, sobre todo en su sección de cuerda, cálida y afilada en cuanto a sonoridad, y de una asombrosa flexibilidad que le permite responder sin desfallecimientos ni descuadres a las exigencias de dinámicas, de carácter y de tempo, por lo general vivo, pero también vertiginoso y frenético, que se le reclaman. Los vientos, con sus maderas y sus trompas y trompetas naturales, aportan calidez y color, sin que la nutrida plantilla de cuerda que Gardiner emplea les reste protagonismo.
Esa Tercera fue un anuncio de lo que sería la Quinta, probablemente, el momento culminante de todo el ciclo junto con la Novena. Gardiner se desentiende aquí de todas las ideas acerca del destino que rodean a esta sinfonía y que él ve como pura literatura romántica. No, él concibe la sinfonía como una obra política, como un manifiesto revolucionario. Y la interpretó como tal, con la furia de quien está convencido de tener razón y de que ha de luchar por hacer realidad su idea. La noción de contraste fue explotada al máximo, pero sin que ello llevara al director a descuidar los detalles. Al contrario: la transición del Scherzo al Finale, por ejemplo, permitió descubrir matices sorprendentes, como una sutil e insistente nota de las violas… En ese Finale, Gardiner, que hace que violines y violas toquen generalmente de pie para extraer de ellos el máximo de intensidad, hizo levantar también a los vientos. ¿Una concesión al efectismo? Ni por asomo.
Interpretadas las cinco primeras sinfonías, orquesta y director se dieron un día de descanso, no menos necesario para un público que salió del Palau sobrecogido por esa Quinta. Sea por esa pausa, sea por el altísimo nivel conseguido en esa sinfonía, o sea por el programa del siguiente concierto, en este no se alcanzaron tales cotas: la de la “Pastoral” fue la interpretación que podría decirse más “convencional” de todo el ciclo, con tempi más moderados y un mayor énfasis en la melodía y el canto por encima del contraste. La belleza más apolínea se impuso aquí al arrebato dionisiaco. La Séptima, en cambio, recuperó los ataques incisivos, la locura y el vértigo, excepción hecha del Allegretto, en el que Gardiner dio cuenta de su maestría a la hora de graduar la intensidad emocional.
Se llegó así al concierto final: la Octava, otra de esas maravillas beethovenianas cuya única pega es la de estar situadas entre medias de cimas más altas, fue un dechado de ingenio y buen humor, con detalles tan deliciosos como el sottovoce de los violonchelos en el trio del Tempo di Menuetto. Pero lo que vino a continuación fue ya cosa de otro mundo: la Novena se abrió con un primer movimiento llevado a un tempo sorprendentemente rápido, pero sin que ello le hiciera perder vigor ni monumentalidad, al contrario. De nuevo afloraba aquí la sabiduría de Gardiner para descubrir sutilezas en una partitura siempre fascinante, pero tantas y tantas veces escuchada. El Molto vivace fue asombroso por su pulsación danzable, su imaginación tímbrica y su plasticidad, mientras que el Adagio molto cantabile solo puede definirse con una palabra: sublime. Fue un milagro de levedad, de transparencia, pura magia sonora y expresiva. Todo, pues, apuntaba a un Finale memorable y catártico. Y lo fue desde su impetuoso arranque y aun más desde la entrada de las voces, impecables los solistas e impresionantes el Monteverdi y el de cámara del Palau, tanto a la hora de cantar como de dar a cada palabra de los versos de Schiller un sentido pleno.
Finalizó así un ciclo extraordinario, con el público puesto en pie ovacionando a los músicos y estos sonriendo y abrazándose como aliviados y a la vez satisfechos por haber superado el reto de interpretar las nueve sinfonías de Beethoven en cinco programas consecutivos, salvo un día de descanso. Para el público, la sensación fue no tanto la de haber asistido a una integral irrepetible, sino más bien la de haber vivido una experiencia, y ello no solo por la calidad de lo escuchado, sino también por la atmósfera de complicidad que desde el primer día se tejió entre los músicos y el público.
Juan Carlos Moreno
Orchestre Révolutionnaire et Romantique / John Eliot Gardiner. Lucy Crowe, soprano; Jess Dandy, contralto; Ed Lyon, tenor; Tareq Nazmi, bajo. Coro Monteverdi. Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana.
Obras de Beethoven.
Palau de la Música Catalana, Barcelona.
Foto © A. Bofill