Un baile de máscaras es la primera ópera compuesta por Giuseppe Verdi en el que se considera su segundo período o período de madurez. Para entonces, ya se había consolidado como compositor y su obra y su figura eran reconocidas internacionalmente. Su destacada “trilogía popular”, formada por las óperas La traviata, El trovador y Rigoletto, ya había sido completada y cosechaba grandes éxitos, y también había estrenado su primera grand opéra original en París, Las vísperas sicilianas.
A principios de 1857, recibió y aceptó un encargo del teatro San Carlo de Nápoles para escribir una ópera que se estrenaría en la primavera de 1858, e inicialmente pensó en finalizar un proyecto sobre El rey Lear de Shakespeare, que había iniciado junto a Salvatore Cammarano antes de su fallecimiento. Confió entonces en Antonio Somma para transformar la obra de teatro en un libreto de ópera; sin embargo, el acuerdo no funcionó y Verdi abandonó el proyecto, dirigiendo su interés hacia el asesinato de Gustavo III, rey de Suecia, que había ocurrido en 1792.
No se trataba de un tema original, ya que había sido utilizado previamente al menos en dos ocasiones: por Daniel-François Auber para Gustave III ou Le Bal masqué (1833) y por Saverio Mercadante para Il reggente (1843). Aún así, Verdi se sintió lo suficientemente atraído por el magnicidio como para confiar en Somma para la elaboración del libreto, inspirado por el que Eugène Scribe había preparado para Auber.
Este libreto es, casi con seguridad, el que más problemas le reportó a Verdi con la censura. La primera versión, Gustavo III, fue presentada en Nápoles a finales de 1857 y tanto el compositor como Somma esperaban objeciones por parte de los censores, de manera que no les sorprendió la solicitud de varias modificaciones. Entre ellas, el cambio de nombre y título de los personajes principales y el traslado de la acción fuera de Estocolmo: Gustavo III se convirtió en el Duque de Pomerania, su asesino Ankarström en el Conde Renato y la intriga se trasladó a Pomerania Occidental, en Polonia. La ópera se tituló entonces Una vendetta in domino.
A punto de comenzar los ensayos para el estreno, en enero de 1858, Napoleón III sufrió un intento de asesinato en París y los censores napolitanos, temerosos de que el público entendiese la ópera como una incitación al magnicidio dadas las tensas circunstancias políticas que se vivían entonces en Italia, demandaron nuevos cambios en el libreto. Verdi montó en cólera y rompió su contrato con el San Carlo, lo que provocó una demanda judicial a la que el compositor respondió con una contrademanda en la que explicaba cómo un artista no debería ceder ante semejantes exigencias, que “violan los principios más elementales del arte dramático y envilecen [su] conciencia”.
El conflicto se resolvió gracias a un acuerdo por el que Verdi se comprometía a supervisar el montaje de Simón Boccanegra ese mismo año para el San Carlo.
Así, el compositor pudo presentar el libreto de Una vendetta en Roma. Allí, los censores también solicitaron nuevos cambios que esta vez sí fueron aceptados, pues no interferían de la misma manera sobre la obra y consistían apenas en trasladar la acción a un lugar fuera de Europa y a un tiempo anterior al acontecimiento real. Una vendetta se transformó en Un baile de máscaras, cuya trama transcurre en Boston a finales del siglo XVII.
La ópera se estrenó finalmente en Roma, en 1859, con un inmediato éxito popular que no fue del todo acompañado por el de la crítica, que calificó la obra de convencional y sus personajes, de poco definidos. Aún así, las sucesivas representaciones fueron cambiando esta visión y la obra fue estrenada en numerosos teatros de ópera, tanto italianos como extranjeros, a lo largo del siglo XIX y principios del XX.
En 1935 tuvo lugar en Copenhague una propuesta que devolvía a la ópera su ambientación sueca original, dotándole del contexto histórico que había perdido al trasladar la acción al Nuevo Mundo. Esta es la versión que suele elegirse desde entonces y es también la que pudimos disfrutar el pasado fin de semana en el Baluarte de Pamplona, en una coproducción de las Óperas de Lorraine, Angers Nantes y Zuid y de los Théâtres de la ville de Luxembourg.
Conociendo el trasfondo histórico de Un baile de máscaras y sabiendo que, a pesar del elemento jocoso inspirado por la grand opéra francesa, ésta no es una obra cómica, lo primero que sorprende es la transformación de Óscar, el secretario de Gustavo III, en el bufón de la corte. Se trata de un personaje travestido muy importante en la obra de Verdi, en cuanto que es la primera y la única vez en toda su producción que escribirá un papel de este tipo. Y aunque buena parte del elemento cómico descansa en él, también soporta buena parte de la tragedia al ser quien desvela el disfraz de Gustavo, permitiendo su identificación y su asesinato.
Presentarlo como un bufón desvirtúa la calidad y la cualidad del personaje, que no obstante fue magníficamente defendido por la soprano Nina Solodovnikova, una de las grandes triunfadoras de la noche. De voz clara, emisión precisa, precioso timbre y gran agilidad, Solodovnikova nos deleitó con una interpretación fantástica que hizo creíble el personaje a pesar de su deformación.
Junto a ella, brilló Artur Rucinski en el rol de Conde Ankarström. El barítono posee una voz redonda y consistente, de timbre aterciopelado, que supo modelar para transmitir dureza y decepción cuando cree descubrir la relación adúltera entre su esposa y su mejor amigo, Gustavo. Un baile de máscaras es una ópera coral en el sentido en que los tres personajes principales tienen la misma importancia, sin destacar uno por encima de otro.
En el caso de Ankarström, es evidente por su aparición en absolutamente todos los cuadros de la obra, algo reservado únicamente a este personaje. Rucinski lo defendió con convicción y supo imprimir en cada momento los estados emocionales que hubiera experimentado el personaje real. Tanto él como Solodovnikova recibieron una enorme y merecida ovación por parte del público, que reconoció el buen hacer de los solistas y sus interpretaciones conmovedoras.
Por su parte, Sergio Escobar, en el papel de Gustavo III, tuvo algunas dificultades iniciales y abusó del portamento en el primer acto. Los agudos fueron algo ásperos y dio la sensación de que llegaba a ellos con dificultad, aunque fue calentando la voz paulatinamente y en el tercer acto estuvo más seguro.
En cuanto a su interpretación del personaje, el carácter impreso por la dirección escénica en el primer acto, que convirtió algunas escenas en un club de fans de adolescentes, no favoreció la redondez de su actuación; liberado de esta visión simplista, fue mucho más convincente en los actos segundo y tercero, que defendió con mayor acierto y calidad.
Efectivamente, existió cierta desconexión entre el primer acto, superficial y frívolo, y los dos siguientes. En el primer cuadro, no se entienden demasiado bien algunas escenas y planteamientos, como la ya mencionada bufonada de Óscar, algunas actitudes de Gustavo más propias de un influencer, la pusilanimidad del juez, a cargo de Julen Jiménez, o la adulación del coro, lanzándose entre ellos la chaqueta de Gustavo como si se tratase de groupies adolescentes.
El segundo cuadro, en la cueva de Ulrica, careció del misterio y la fuerza que hubieran sido necesarios para resaltar la magnitud de la tragedia que está por llegar en el tercer acto. Muchas escenas resultaron forzadas y el papel de la hechicera, tan emparentado con el de Azucena en El trovador y que precisa una profunda voz de contralto, no pudo ser defendido con convicción por la mezzosoprano María José Montiel. No obstante, cantó con corrección, aunque careció de la rotundidad ideal para el personaje.
Sí estuvo más pertinente Darío Maya en el papel del marinero Christian, ansioso por recibir un ascenso que no llega y, particularmente, Maria Pia Piscitelli como Amelia, cuya interpretación en conjunto fue digna de aplauso, si bien en algunos momentos puntuales hubiera podido imprimir algo más de dramatismo e intensidad al personaje. Amelia y Ankarström son dos de los personajes que se mantuvieron a salvo de la desvirtuación del primer acto por parte de la dirección escénica, lo que favoreció la interpretación por parte de los cantantes, que los defendieron con seguridad.
Los actos segundo y tercero estuvieron dirigidos con mayor acierto. No hubo asomo de la trivialidad que dominó el primero y pudimos por fin entrar de lleno en el drama. La larga escena de amor del segundo acto fue emocionante y el trío entre los tres protagonistas estuvo bien interpretado y fue equilibrado en cuanto al volumen de las voces. Los cantantes se compenetraron estupendamente y fueron capaces de destacar todos los planos sonoros y emocionales.
La aparición de los conjurados, interpretados por David Lagares y Gianfranco Montresor, imprimió, como era de esperar, un ambiente más sombrío y añadió tensión. Ambos defendieron correctamente sus personajes. Quizás un poco más de picardía al descubrir que la dama velada era Amelia, pero se entendieron correctamente las burlas hacia el amigo fiel de Gustavo.
Este momento es primordial en la ópera. Desde aquí, todo se precipita hacia el trágico final: Ankarström, creyéndose humillado y traicionado, siente crecer su ira y su sed de venganza y abandona a Gustavo para unirse al complot contra él. Rucinski fue capaz de atraer la atención sobre esta transformación, si bien podría haber imprimido al personaje la intensidad que supo destacar en el cuadro siguiente, en la escena que comparte con Amelia al amenazarle de muerte.
Se inaugura así el tercer acto, en el que Amelia interpreta una de las arias más dramáticas en la que solicita morir en gracia tras despedirse de su hijo. Piscitelli estuvo estupenda en su papel a pesar de algunos agudos un poco justos; pero la emoción fue intensa, reconocida con una ovación inmediata, al igual que el aria siguiente, a cargo de Ankarström, durante la que decide que quien morirá no será Amelia sino Gustavo. Llega a continuación la escena entre los conjurados, a quienes ahora se une Ankarström, y la definición del plan de asesinato, que se llevará a cabo esa misma noche durante la celebración del baile de máscaras al que todos están invitados.
En el siguiente cuadro, en el despacho de Gustavo, pudimos escuchar al Escobar más correcto de toda la ópera. Cantó con acierto y seguridad y fue ovacionado por el público. Lo único a lamentar en este cuadro es la supresión de la orquesta en bambalinas, debido seguramente a las características del espacio, pero que nos privó del efecto de superposición de planos sonoros y ambientes opuestos.
La irrupción de Óscar da paso al tercer y último cuadro, en el que tiene lugar el baile y el asesinato de Gustavo a manos de Ankarström, finalizando la ópera con el aria “Ella è pura”, interpretada por un moribundo Gustavo, y la stretta “Notte d’orror”, interpretada por el coro. Coro Lírico de la AGAO que, aunque de carácter amateur, estuvo magnífico en su interpretación y al que no se puede pedir más, dada la emoción y la dedicación que imprimen a su trabajo.
Cabe igualmente destacar el pequeño escenario giratorio que se transformaba en las diferentes estancias o localizaciones en las que se desarrolla cada cuadro. Aunque el conjunto del atrezzo quizás resultó excesivo para el escenario del Baluarte navarro, repercutiendo en la proyección de las voces en algunos momentos, la escenografía en general fue la muestra de que con recursos más limitados que los grandes teatros de ópera, pueden llevarse a cabo montajes estupendos.
No quiero dejar de felicitar el trabajo de Yves Abel, al frente de una Orquesta Sinfónica de Navarra que estuvo bastante correcta desde el pseudofoso, con algunos desajustes iniciales que fueron corregidos conforme avanzaba la noche.
El público disfrutó mucho de la velada, aplaudió con ganas y lanzó sus “bravos” con entusiasmo en una sala repleta que, sin duda, volverá a llenarse si tenemos la ocasión. Sólo esperamos que no pase demasiado tiempo.
María Setuain Belzunegui
Un baile de máscaras, ópera en tres actos con libreto de Antonio Somma y música de Giuseppe Verdi, en su versión sueca.
Sergio Escobar, Gustavo III; Artur Rucinski, Conde Ankarström; Maria Pia Piscitelli, Amelia; María José Montiel, Ulrica; Nina Solodovnikova, Óscar; Darío Maya, Christian; David lagares, Conde Ribbing; Gianfranco Montresor, Conde Horn; Julen Jiménez, Juez y sirviente.
Orquesta Sinfónica de Navarra
Coro Lírico de AGAO, director Íñigo Casalí
Yves Abel, dirección
Baluarte (Palacio de Congresos y Auditorio de Navarra)
Foto © Iñaki Zaldúa / Baluarte