Volvía al Maestranza El Gato Montés, una de las óperas españolas de mejor factura y seguramente la principal de las relacionadas con Sevilla. A pesar de su género operístico -a veces se la ha considerado también zarzuela grande-, lo cierto es que ha ocupado el sitio de este último género en la programación de esta temporada, ya que no ha habido una zarzuela propiamente dicha.
Aun así, se llenó el Teatro de la Maestranza y por fortuna nadie pudo salir defraudado. La producción tinerfeña tiene muchos puntos a favor, y el primero es el de haber respetado el texto que la sustenta y las intenciones del autor, lo que hoy día es decir mucho; y además reservó lo mejor de su fértil ingenio para el final, no sólo por dejar mejor sabor de boca, sino porque desde la muerte del torero en el acto II se suplió su carencia con recursos visuales extraordinarios y que además iban recalcando la acción.
Pero sólo la imponente voz de Juan Jesús Rodríguez hizo posible el estremecimiento, la agitación escénica, al irrumpir en el drama mediante su registro torrencial, corpóreo, enfáticamente proyectado, que lo convertía en un reaparecido, en un fantasma que volvía para saldar cuentas. Hace 20 años que oímos por primera vez al barítono onubense, y ya entonces impactaba esa explosión sonora, maravillosamente controlada, esa turbación, adherida al barítono verdiano que lleva dentro. Su imponente físico, además, corrobora su credibilidad escénica.
Tuvo que vérselas con un torero enfundado en la piel de un tenor lírico, de necesaria fortaleza en el agudo, al que asciende con frecuencia, acaso para equilibrar la habitual corpulencia de los barítonos/bajos. Pero a la vez necesita de una voz templada, embelesada, para dirigirse a Soleá; o altiva para dar órdenes y generosa para brindar. Todo esto lo encontramos en la voz entregada, de generosa emisión, homogénea y de hermoso color del alicantino Antonio Gandía. Coincide con su oponente en la inteligibilidad de los textos.
En cambio, los sobretítulos le hicieron falta a la Cantarero. No fue su noche, o no es su rol. Acaso el gran secreto de Rodríguez para estar así de bien (diríamos que mejor) después de más de 20 años de carrera (lo recordamos por primera en el maravilloso Don Pasquale de 2003) es no haberse desviado de los papeles que le han convenido a su voz en cada momento.
Mariola nos lleva dadas muchas noches de gloria, pero su voz ha rechazado a Soleá. Poco volumen del centro hacia abajo, con exigua claridad en el texto, mientras que por arriba se le atragantó algún que otro agudo, al forzarlo para llegar; igualmente, debería controlar su vibrato para que no se enseñoree de su precioso color. Luego es verdad que mostró gusto en el fraseo e intentó exteriorizar el conflicto interior que la consume: ama al bandolero, pero le debe todo al torero; Juanillo sacrificó su libertad matando al hombre que la ofendió y Rafael le ofreció una nueva vida y su amor.
El triángulo sobre el papel, como se ve, es el de Carmen, pero aquí ella está condenada a sufrir por amores imposibles, amores que llevan clavados el estoque o la navaja de la muerte; en esto, como en otros aspectos, Penella puede estar más cerca de la mujer entregada y buena de Puccini que de la fatal de Merimée/Bizet.
Asimismo, hay en la obra una gitana que avisa de la muerte, no a través de las cartas, sino leyendo la mano, y no a Carmen, sino a Rafael. Esta estuvo encarnada por la mezzo Sandra Ferrández, cuya dicción fue clareándose poco a poco, y en la escena de la cámara mortuoria estuvo especialmente bien, y siempre desde una galanura y gracejo atractivo.
Casi de igual forma hablaríamos del trabajo de María Rodríguez como Frasquita (en Penella la madre del torero participa del drama), que consigue articular muy bien -siempre más complicado para una mezzo-, contando con una expresividad añadida también en el tercer acto.
Entre la cuadrilla del torero nos fijamos en la voz del tinerfeño Fernando Campero (Hormigón), prometedor joven que cantó con buena técnica y que mejorará cuando lo haga con más flexibilidad aún. No hay curas en Carmen, pero aquí sí (como en Tosca encontramos un campechano sacristán), que protagoniza un divertido momento con su lectura de la reseña taurina del Macareno: Simón Orfila, con su registro de bajo-barítono extraordinario, su perfecta silabación y añadido donaire, ofreció otro de los momentos acertados de la dirección de escena. La Escolanía de Los Palacios y el coro del teatro estuvieron nuevamente acertados.
Hemos de congratularnos con la coreografía de Alberto Ferrero, ya que entendemos siguió el concepto de la dirección escénica en tanto que recurrió a alusiones locales, sin caer en el Typical Spanish: los diferentes aires de seguidillas (que recuerdan a las sevillanas), de peteneras, farrucas, zambras, garrotines… se imbricaron con gestualizaciones de movimientos más contemporáneos, encaballándose así con el vestuario (Massimo Carlotto se inspira en las mujeres de Romero de Torres) o la escenografía (Carlos Santos), que funcionaron bajos similares presupuestos.
La única mácula de la iluminación (Eduardo Bravo) fue dejarse llevar por esa costumbre que no nos quitamos con los años de presentarlo todo en penumbra: una tarde de toros en Sevilla, por antonomasia, es soleada; y esta -lo dice el libro- lo es: “Son las dos de la tarde en un caluroso día de verano”, se dice al inicio del segundo acto, y lo vuelve a refrendar Rafael al inicio del dúo del pasodoble: “Vaya una tarde bonita que hace pa torear”.
La luz que debe rezumar en este cuadro -como en el siguiente- del segundo acto ha de contrastar con la oscuridad del tercero, donde todo ha terminado, reina la muerte, nadie gana, todos pierden. Y pasar de la penumbra a la semioscuridad no es que sea un gran contraste, la verdad. Pero tuvieron muchos más aciertos que fallos: la cabeza de toro enorme que Hormigón vio en los miuras devenía finalmente en testuz de Minotauro cretense, enlazando con una cultura taurina remota (Vázquez la relaciona con los celos); un coso semicircular mediatiza todas las escenas con un círculo central que gira “hacia un destino dramático todavía desconocido” dice el regista; o la impactante figura de una suerte de cascada de sangre, ideada a partir de una tela de paracaídas, se descolgaba como en ondas que caen sobre el cadáver de Soleá.
Y especial fue la ‘narración’ de la corrida mediante la proyección de una filmación antigua. Por otro lado, Sassone y Penella se tomaron su tiempo para transcribir fonéticamente los textos a la pronunciación andaluza/sevillana, aunque nos pareció que a la postre resultó una dicción un tanto forzada, incluso para andaluces como Rodríguez o Cantarero.
Por último, Díaz no nos pareció que sacara todo el color y acierto que la partitura presenta. Hay quien piensa que la música de Penella es bastante menor y que no hay dónde sacar partido, un juicio seguramente apresurado: ya en el breve preludio muestra un rico colorido, tanto como en las texturas orquestales que siguen, dejándose ver una serie de leitmotiven (para entendernos), inspirados en su admirado Wagner, aunque por su carácter y desarrollo podemos entroncarlos más bien con un tratamiento pucciniano, relacionándolos con cada personaje importante, el amor o la fatalidad.
Hemos hablado también del trabajo de campo con los distintos tipos de baile, así como el cuidado de sus armonías. Son algunos de los aspectos que definen la escritura de Penella y que apenas se resaltaron desde la dirección musical, que ya desde el principio entró en a saco en la obra con dinámicas estentóreas, ensombreciendo de inmediato las voces (aunque no pudo ni con Rodríguez ni con Orfila) y desaprovechando los momentos más introspectivos al descuidar el vínculo de la voz o voces con los instrumentos acompañantes.
Por fortuna, el conjunto, como hemos detallado, mereció orejas y rabo, y al público sólo le faltó pedir una vuelta al escenario.
Carlos Tarín
Juan Jesús Rodríguez, Antonio Gandía, Mariola Cantarero, Simón Orfila, María Rodríguez, Sandra Ferrández, Fernando Campero.
Coro de la Maestranza.
ROSS / Oliver Díaz. Escena: Raúl Vázquez.
El Gato Montés, de Manuel Penella.
Teatro de la Maestranza, Sevilla.
Foto © Guillermo Mendo