El pasado 11 de marzo, una sala sinfónica de L’Auditori a rebosar recibió la visita del que quizá sea el director que más pasiones, tanto a favor como en contra, suscita hoy: Teodor Currentzis. En el recuerdo quedaba la estremecedora versión que hizo la temporada pasada, en el mismo ciclo de Ibercàmera, de la Sinfonía n. 9 de Mahler. Esta vez el protagonismo fue para Mozart, una de las grandes especialidades de un artista que, por si algo se caracteriza, es por su capacidad para trastocar todo aquello que interpreta, darle un aire nuevo que hace que el oyente no pueda bajar nunca la guardia.
El programa podría haberse quedado en el Réquiem que ocupaba la segunda parte, pero a Currentzis debió parecerle demasiado poco, por lo que incluyó la interpretación del Concierto para piano n. 24 del genio de Salzburgo. La elección fue discutible, sobre todo porque, consecuente con una orquesta como MusicAeterna que toca con instrumentos originales y según criterios historicistas, el director optó por un fortepiano que, dadas las dimensiones de la sala, hubo necesariamente que amplificar. Apostar por una versión históricamente informada y, al mismo tiempo, por algo tan moderno y artificial como la amplificación resultaba, como mínimo incongruente, incluso cuando esa amplificación se hizo con mesura. Eso, por un lado; por otro, la versión en sí sorprendió por su tono moroso. Sí, es cierto: la orquesta es una joya y Currentzis hizo que se escuchara hasta el menor detalle de la instrumentación, resaltando sobre todo la siempre maravillosa escritura mozartiana para las maderas. Tímbricamente, por tanto, fue una delicia, pero a nivel de discurso aquello no fluía, falto de empuje, brío o sentido del contraste. Todo muy decorativo, pero muy superficial, justo lo contrario de lo que es Mozart.
La labor de la fortepianista Olga Pashchenko destacó por su digitación clara y precisa, pero, incluso con la amplificación, no siempre pudo sobresalir por encima de la nutrida orquesta. De hecho, su calidad como intérprete se apreció mejor en las dos propinas. La primera no pudo ser más sorprendente: el primer movimiento (único conservado) del Concierto para piano en re mayor de Dmitro Bortniansky, un contemporáneo de Mozart. Con la orquesta reducida a cuerdas, ahí sí brilló Pashchenko y, curiosamente, también Currentzis mostró una mayor implicación. La segunda propina fue una fulgurante lectura del Presto agitato de la Sonata n. 14 “Claro de luna” de Beethoven, en la que la intérprete pudo sacar todo el partido a su instrumento.
El plato fuerte de la velada fue el Réquiem, en el que Currentzis, ahí sí, se volcó. Su versión fue personalísima, ya desde la puesta en escena, con la luz concentrada en el coro y la orquesta y el resto del auditorio completamente a oscuras. Además, no empezó con el Réquiem propiamente dicho, sino que lo hizo anteceder por la Música fúnebre masónica KV 477 y, tras esta, y una vez apagadas del todo las luces hasta quedar en la oscuridad más absoluta, la interpretación de la secuencia gregoriana de la misa de difuntos. Currentzis logró crear así una atmósfera especial para abordar, ahora sí y una vez volvió la luz, el Réquiem mozartiano y levantar una versión que, por un lado, apabullaba por su exactitud y detallismo de orfebre, su inagotable variedad de acentos, inflexiones o dinámicas, y, por otro, atrapaba por su intensidad emocional.
Hubo momentos excelsos, como el propio inicio de la obra, magistralmente construido desde el silencio, el dramatismo sin concesiones del Dies irae, la seca contundencia del arranque del Confutatis y, en contraste, la paz no exenta de inquietud de su segunda sección, “Ora supplex”, llevada con una contención que preparó de modo inigualable ese momento sublime que es el Lacrymosa, cuya emoción a flor de piel supo resaltar Currentzis. Esa página se cerró con un fragmento, apenas un boceto, sobre la palabra “Amén”, que algunos musicólogos consideran que Mozart había pensado para cerrar la Secuencia.
En definitiva, Currentzis volvió a dejar constancia con este Réquiem de su genio y carisma. Su gestualidad podrá parecer excéntrica e, incluso, histriónica e irritante, pero es indudable que a través de ella transmite una energía especial, tanto al público como a un coro y orquesta que parecen modelados a su imagen y semejanza y cuyos miembros, una vez acaba el concierto, se abrazan y besan como si hubieran sobrevivido a alguna prueba portentosa.
Juan Carlos Moreno
Olga Pashchenko, fortepiano; Elizaveta Sveshnikova, soprano; Andrey Nemzer, contratenor; Egor Semenkov, tenor; Alexey Tikhomirov, bajo.
Orquesta y coro MusicAeterna / Teodor Currentzis.
Obras de Mozart.
L’Auditori, Barcelona.
Foto © Mario Wurzburger