Cuando se acude a uno de los recitales de este legendario y endiosado pianista que es ya Grigory Sokolov, hay dos cosas que el espectador sabe de antemano con absoluta certeza. La primera y más importante es que la audición va a merecer la pena. El de San Petersburgo es un músico que jamás defrauda. La otra, es que uno conoce la hora a la que va a arrancar la velada, pero nunca a la que concluirá, pues parece ser el único intérprete del presente al que le constriñe esa ley no escrita que hoy imponen los conciertos. Además, con él sentado al piano uno sabe que tu visita va a ser premiada con un brillante epílogo conformado por un rosario de bises (seis son las habituales) que alargarán el programa hasta un tercer espacio temporal, donde además suele aflorar la versión más personal e íntima del pianista. Sin efectismos ni trampas filibusteras, sin exhibicionismos troleros ni edificios sonoros de cartón piedra, lo suyo es música de fuerte cimentación y calado interpretativo. De otros tiempos gloriosos. Sonidos de alta e inmortal escuela.
Solo han tenido que pasar un par de años para que vuelva a pisar el Festival granadino este monumento andante (seguramente, con permiso de Barenboim, el mejor pianista en activo). Un patio de butacas del auditorio Manuel de Falla repartido entre sus más fieles devotos (los sokolovianos) y los numerosos músicos asistentes, ya que el ruso (uno de los pocos que hoy son bienvenidos allá donde vayan) es de los escasos pianistas que logran que sus colegas de oficio se acerquen a un concierto. De ahí que cuando se adentra en uno de sus recitales algunos hablen incluso de la “liturgia Sokolov”.
Músico único y genuino, serio e implacable, matemático y exacto, analítico y objetivo, Sokolov, el último pope de la legendaria escuela soviética, personifica como nadie lo trascendental, encarnando en el escenario la perfección en su expresión más certera. Un pianista total, de poderoso e inflexible sonoridad enriquecido por infinidad de matices que esclaviza la escucha. La meticulosidad y contundencia de la lectura, la brillantez, riqueza y pureza del sonido (capaz de traspasar la carne), la retórica del discurso adornado por un halo místico (casi religioso), su exquisito colorido, el magistral uso del pedal que lo convierte en un maestro de la regulación, una mano izquierda para conservar en vitrina en un museo y esa prodigiosa mecánica (parecida a un reloj suizo) consigue que algunos vislumbremos ante nosotros los espectros de colosos del pasado como Richter, Arrau, Michelangeli o Gilels, del que sin duda es un espejo formal inevitable en su fastuosa concepción sonora.
En sus dos horas de recital y con esas luces tenues que tanto adora, mezcló sabiamente en su programa, de soberbia construcción y reservado solo a los más aventajados del instrumento, el humor, las piruetas y los contrastes armónicos de las Variaciones Heroica Op. 35, con la poesía y hondura de algunas de las últimas piezas de Brahms, para concluir (es un decir) con ese excelso Himalaya del teclado que es la Kreisleriana de Schumann.
Desde que rompió el silencio ese violento acorde de ocho notas en fortissimo que inaugura las Heroica (en las que Beethoven exploró como nunca antes en la historia el formato Tema y Variaciones), Sokolov desplegó con todo su esplendor y maestría su inigualable dominio técnico en esta obra de bravura y exhibicionismo técnico (con sus innumerables saltos y cruces de manos). Lectura de esmerada planificación sonora, de acusados contrastes y escueta ornamentación, donde se pudo escuchar con insultante claridad toda la belleza armónica y polifónica de esta revolucionaria partitura. Dotando a cada una de sus quince variaciones de una personalidad propia y diferente de sus hermanas de leche, Sokolov, aferrado a un sonido impetuoso y viril, fue jugando a su antojo con las transformaciones de ritmo y tonalidad, sin olvidarse nunca de las amplias dosis de humor que lleva en las tripas esta música. El clímax fue esa enérgica y apoteósica Fuga final que Sokolov dibujó con una arquitectura de soberbia precisión. Titánico.
Después de la tormenta llegó la calma de la mano de ese idílico remanso de paz que son los tres Intermezzi Op. 117 de Brahms, piezas de un caudal lírico y melódico de esos que se le impregnan a uno en el corazón para toda la vida. Equilibrados y delicados, dejando volar la imaginación, como si estuviera susurrándonoslos al oído, resuenan muy escandinavos en las manos del petersburgués, repletos de nostalgia, melancolía y forrados con mucho terciopelo. Música que él desnuda lentamente hasta despojarla de cualquier artificio o sentimentalismo barato dotándola de una belleza superlativa. Un Brahms de esos que se tocan con los ojos cerrados. Los tres desconsolados Andantes los convirtió en tres dolorosos relatos interconectados. Desde la balada escocesa del primer Intermezzo con ese pasaje central que evoca el sueño con el amante muerto, hasta el segundo, en si bemol menor, embadurnado de una profunda congoja. El uso del rubato desplegado en esa canción de cuna que es el último hipnotiza con la redoblada carga de expresividad, dolor e introspección desplegada. Maravillosos.
Las ocho Fantasías para piano Op. 16 de Schumann, conocida por todos como Kreisleriana, fue encarada como un particular tour de forcé. Lectura musculosa, intensa y orquestal de esta obra compleja y fascinante, en la que echó mano más de la narrativa que de la poética y que se saldó con momentos deslumbrantes, tanto en lo conceptual como en la exploración musical. Un Schumann sobrio en la expresión pero de una inusitada claridad polifónica. Una partitura muy exigente de aires ultra románticos que contrasta lo rápido con lo lento, el alarido con el susurro, la impulsiva acción (Florestán) ante la sentida reflexión (Eusebius). La Kreisleriana es un ejemplo claro para entender el eterno campo de batalla schumanniano de sus dos opuestos estados de ánimo. Universos paralelos magistralmente expuestos y disentidos en el piano del ruso. Un Schumann de cuidadísimos colores e impulso irrefrenable, sin sentimentalismos ni empalagos, que tuvo su cúspide en la belleza canora del segundo pasaje con sus dos emotivos Intermezzi.
Seis fueron las resplandecientes y redondas propinas que prosiguieron, inauguradas de nuevo con Brahms y la vigorosidad rítmica de la implacable Tercera Balada en sol menor del Op. 118 (de este Opus también ofreció el segundo de los Intermezzi). De los dos que regaló, impresionante y remarcado el Segundo de los Preludios Op. 23 de Rachmaninov que puso al límite la mecánica de su Steinway, incidiendo de manera sobrehumana en el aspecto Maestoso exigido por la partitura (un auténtico volcán). Deliciosamente paladeada la intimidad del bellísimo Preludio en mi menor Op. 11/4 de Scriabin. Y para terminar Bach, algo habitual en sus cierres, con el bellísimo y subyugante arreglo de Alexander Siloti del circular Preludio BWV 855, con el que consiguió parar el tiempo. Pieza, curiosamente, que adoraba también su viejo mentor Emil Gilels. Otra tarde para ascender a los altares de la historia del festival granadino.
Javier Extremera
Auditorio Manuel de Falla. 26-Junio-2022.
71º Festival Internacional de Música y Danza de Granada
Grigory Sokolov, piano.
Obras de Beethoven, Brahms y Schumann.
Foto © Fermín Rodríguez