El plano secuencia que abre Sed de mal no es solo técnica cinematográfica. Es, ante todo, Orson Welles. Hacer arte resulta fácil; no requiere más que horas y horas de formación y entrenamiento. Ser arte es otra cosa; implica fusionar la identidad personal con la creación. Welles fue arte (cine, radio, teatro, interpretación…) en la mayoría de sus proyectos. Uno de ellos, La vuelta al mundo en 80 días, lo asoció en 1946 con otro monstruo artístico: Cole Porter.
Setenta y cinco años después, Laia Falcón ha traído aquella idea al Auditorio Nacional de Madrid al Ciclo de Grandes Autores e Intérpretes de la Música de la UAM y CSIPM. Reproducir el original habría sido lo fácil, pero la doctora Falcón no se conformaba con eso. En vez de hacer espectáculo, ha sido espectáculo. Ha escrito un guion fluido, divertido y sólido atendiendo tanto a Verne como a Welles o a la realidad actual. Ha elegido con sumo cuidado un repertorio que recorre múltiples tierras, y Phileas Fogg ha podido escuchar a Weill o a Penella, pero también a Kumar, a Luting, a Ravel, a Bernstein…
Laia Falcón también se ha ocupado de la dirección artística, cuidando los movimientos escénicos, la ambientación e incluso la peluca que lucía. Y, por supuesto, ha interpretado. Como actriz y como cantante, la técnica demostrada es irreprochable. La expresividad, trascendente. Y no ha estado sola. Welles acostumbraba a rodearse de cómplices excepcionales (ahí estaba su troupe del Mercury).
Falcón se ha acompañado de un grupo de artistas dispuestos a ser arte. Para empezar, cuatro de los mejores músicos del panorama (inter)nacional: Alberto Rosado, que convierte lo complicado en sencillo sin dejar de gozar sobre el teclado; Aitzol Iturriagagoitia, productor de un sonido pleno con su violín, también mientras baila (literalmente); José Luis Estellés, explorador de cualquier recurso posible del clarinete (e incluso del palo de lluvia); David Apellániz, que lo mismo recorre todos los registros del chelo que se convierte en percusionista. Y no olvidemos, por supuesto, a Martín Llade, una voz que completó la música y defendió con frescura el texto. Incluso el joven figurante que se hallaba en el escenario resultó un compinche perfecto practicando algo tan difícil como es el segundo plano.
Desde las tablas se viajó por el planeta y, gracias a una profunda exploración de las técnicas instrumentales, se adoptaron estilos, acentos, timbres e idiomas. El rigor y el respeto a cualquier latitud mostró que la globalización no es una mera anglosajonización del mundo, sino un encuentro de inquietudes en el que sobran aduanas y fronteras. La fusión de los intérpretes con la creación y entre ellos mismos posibilitó un hecho excepcional: que el público se entregara al espectáculo con pasión. A esto se le llama catarsis desde antiguo, pero, tristemente, no se acostumbra a experimentar en los grandes auditorios.
El concertismo, cuando se limita a «hacer espectáculo», cuando se vuelve funcional, corre el peligro de convertirse en una rutina de ejecuciones correctas, aplausos protocolarios y toses medidas. On air no fue funcional. Mucho menos, rutinario. Fue espectáculo. Arte. Recuerdo haber escuchado en una ocasión a Sánchez-Verdú (un tipo que algo sabe sobre las entrañas del drama) preguntarse por qué las creaciones deben contener un clímax y no varios.
On air ofreció unos cuantos momentos de conmoción: Youkali, In Rah Mennek Ya Ain, la fusión de Sakura y Britten… El público (entre el cual se podían apreciar ropas de otras épocas y latitudes) abrazó el espectáculo y lo disfrutó en cuanto el convencimiento de los intérpretes ocupó el escenario (es decir, incluso antes de que se apagasen las luces). Sí: existe público que agradece el inconformismo y que está dispuesto a la catarsis. Como conmoción final, el guion planteó un paralelismo entre el año 46 y el actual:
Ah, damas y caballeros...sepan por favor la inmensa alegría que para nosotros ha sido compartir de nuevo una tarde como esta, en un auditorio lleno de... de ustedes mismos y de finales felices. Sin duda venimos del peor de los años que podíamos imaginar. Tantos hogares exhaustos, tantos países... el mundo entero, el mundo entero llorando a la vez, de soledad, de miedo y de enfado. ¡Pero ya estamos aquí...ya es 1946... y les miro y veo por fin que seguro ganaremos la apuesta! ¡Nuestros abuelos lo lograron, nosotros también lo conseguiremos! ¡Hoy somos una vuelta más sabios! ¡Gracias, gracias, queridos amigos, gracias!
El agradecimiento fue mutuo. La tarde fue arte.
Juan Gómez Espinosa
Ciclo de Grandes Autores e Intérpretes de la Música de la UAM y CSIPM. Auditorio Nacional de Madrid, 11 de abril de 2021, 19:30.
Laia Falcón, soprano, directora y guionista
Alberto Rosado, piano
Aitzol Iturriagagoitia, violín
José Luis Estellés, clarinete
David Apellániz, violonchelo
Martín Llade, presentador
Obras de: Weill, Porter, Poulenc, Raimondi, Mourad, Ravel, Kumar, Luting, Taboada, Rachmaninov, Penella, folklore japonés, Britten y Bernstein.
Foto: Laia Falcón, en una imagen promocional para este concierto.