Cuando un director de escena español afronta una ópera es incapaz de resistirse a la tentación de que el “brillo” de su producción prime frente a la obra músico-teatral de la que parte; o bien que su discurso personal se imponga como lectura “esclarecedora”, por si el espectador posee alguna incapacidad para ver lo que al “régisseur” le resulta evidente. En este caso se daban ambos presupuestos: unas “reflexiones” al principio ya cualquier otra interpretación posible de la obra. La traslación al siglo XXI podía justificarse fácilmente, porque es verdad judíos y palestinos/árabes llevan toda la vida en guerra.
El problema era transponer también el verdadero conflicto que plantea la pieza fuera de su contexto, y saber centrarlo. Porque Sansón y Dalila no es ningún pasquín antibelicista, cargado de extrema violencia (¿combatir la guerra con más violencia para demostrar lo mala que es la guerra?). Sansón es un guerrero nazir que, como todos ellos, ha contraído con Yahve tres votos secretos: no beber alcohol, evitar la suciedad -especialmente la que proviene de un cadáver- y mantener el cabello largo. El problema viene cuando nuestro héroe desvela a Dalila que este último está relacionado con su fuerza, rendido por una voluptuosidad y deseo irrefrenables. Ahí pierde el apoyo de Yahveh y con ello su fortaleza.
Cuando es consciente de que ha faltado al pacto con su Dios, que ha traicionado a su pueblo -ya que sin su fuerza la liberación del mismo no llegaría-, arrepentido, ciego, encadenado, suplica a Yahveh que le devuelva su poder en una última ocasión para castigar a los filisteos, y éste entonces se lo concede (y no le había crecido el pelo de pronto, porque su fortaleza proviene directamente de la voluntad de Yahveh). Por otro lado, Saint-Saëns valora la estructura arquitectónica de la música antes que la sensibilidad, y la disposición en tres actos de esta ópera está relacionada con la luz: comienza con la noche oscura de la esclavitud hebrea, asciende a la luminosa y esperanzadora victoria de Sansón sobre los enemigos, para sumirse en el segundo acto en la más abisal de las simas, en una caída libre, al buscar el libertador el amor de Dalila a cualquier precio. Y el último acto recoge un gradual ascenso nuevamente hacia el laurel del guerrero, al destruir éste el templo de los “infieles” con ellos dentro, consumando así la misión que como soldado le había sido encomendada. Y hasta ahí se puede contar. Todo lo que sobrepase el marco estricto de este momento bíblico planteado por la ópera debería quedar al arbitrio del espectador, que sacará sus propias consecuencias o se quedará sólo con la belleza de la música, sin que nadie le imponga cuál “es” la moraleja de la historia.
El comienzo resultó muy prometedor, con la desnudez de la caja acústica -por primera vez en la historia del teatro-, sólo recubierta lateralmente por focos móviles y dejando ver la profundidad total de la escena, inmensa, por la que entró el pueblo hebreo -y aprovechamos para valorar enormemente la participación de las asociaciones de ayuda a colectivos de personas de capacidades diversas, participantes que lo hicieron divinamente, absolutamente motivados-.
En la actualización a nuestros días, la entrada de Abimélech y los soldados aquí es sustituida por antidisturbios, pero como se ve que a las cargas policiales ya estamos acostumbrados, el regista decide “matar” a una niña de un tiro en medio de la refriega aunque, eso sí, la sitúa sola en medio de la masa: es decir, no quería que el hecho pasara inadvertido. En ningún telediario ni película que recordemos -ni con Tarantino- se ve morir a un niño: puede aparecer muerto, pero no se muestra su ejecución. Pero aquí no, aquí tenía que “concienciarnos”, y de paso que la producción no pase desapercibida, que dé que hablar. Mientras, se habían instalado unas pantallas de video vomitando sin parar todo tipo de armamento, aviones de combate, barracones, etc.
Y cuando llega Printemps qui commence, en este ambiente, con tanta luz y con el movimiento incesante de los videos, resultaba imposible concentrarse ante la feria que había montada. El segundo acto culmina la seducción con la confesión del secreto. Antes de que llegue Sansón, Dalila teme que éste no venga y duda de su poder, haciéndonos ver que “la noche es oscura y sin brillo”, atmósfera en la que deberá suceder el nudo de la trama, preparando las “oscuridad” en la que caerá Sansón y en ella destacará aún más la metafórica y tremenda tormenta.
Pues digamos que el dúo de amor/seducción será saboteado por una luz inmisericorde que rompía cualquier atmósfera de persuasión, de intimidad, de señuelo. Además, Mon cœur s'ouvre à ta voix prácticamente se lo canta Dalila a ella misma, porque Sansón se dedica a pasear de un lado a otro. ¿Y por qué? Porque no interesa, porque es un acto necesario, pero de paso. A lo que vamos es a lo de la guerra. Y, efectivamente, así llegamos al tercer acto.
El ballet ha sido siempre obligado en la ópera francesa. Hasta Wagner tuvo que transigir. Pero tampoco interesaba. Salieron unos figurantes que no sabíamos si estaban calentando para jugar a algo o habían salido al recreo. Así que ese ambiente exótico que se pretende, esa atmósfera de sensualidad, de perfumes orientales, termina preparando a unos cuantos judíos para ser degollados con las pantallas salpicadas por la sangre, cosa que finalmente ocurre. La videografía y los figurantes, con una reportera permanente que todo lo transmite y nos “insensibiliza” emitiéndolas desde los telediarios, miran claramente al Padrissa de La Fura, pero mientras que aquél ayuda a esclarecer la trama, aquí se consigue confundir el planteamiento de la obra.
Como casi siempre ocurre, la pantomima histriónica fue compensada por un elenco vocal estupendo, mayoritariamente español. A Kunde lo tuvimos en Tancredi hace diez años y en 2016 fue Otello, y la impresión sigue siendo parecida: es un buen tenor, que posee unos agudos bien timbrados y poderosos, que es donde encuentra su fortaleza -muy afín a este rol-, ya que Sansón es un tenor heroico que no tiene una tesitura muy amplia, moviéndose fundamentalmente entre un registro medio y agudo. Si acaso a Kunde descubre su máscara en la media voz, en la zona intermedia (pensamos, por ejemplo, cada vez que cantaba -repetido- el nombre de Dalila). Nos encanta el color de Herrera, que lidiaba en cambio con un ámbito vocal enorme (más de dos octavas) y, naturalmente, con una variedad de registros que abarcan la seducción, la irascibilidad, el odio, la falsa desesperación…
Herrera entiende bien el personaje, y quizá necesitaba algo más de volumen en la zona media y sobre todo en la grave, si bien es verdad que a veces desde el foso no se controlaba del todo la fuerza de la orquesta. Magnífico sin reservas Del Castillo en su papel de Sumo Sacerdote, con una voz corpulenta y bien apoyada que proyecta sobradamente, sobre un timbre vibrante e intenso. López tiene un registro homogéneo, pero la voz más bien blanquecina, aunque muy bien ajustada a la tesitura del terrible Abimélech. Un papel crucial en la trama, por cuanto va advirtiendo a Sansón del peligro que supone Dalila, es el viejo hebreo, representado por el joven granadino Francisco Crespo, también una de las voces más atractivas, redondas y prometedoras del elenco. Claro que también destacaron notablemente, a pesar de su corto papel, Florido, De Diego y Merino, aportando un gran brillo, vitalidad y conjunción a su trabajo.
El coro, tan importante en esta obra, superó con creces todas las pruebas, tanto globalmente como por separado hombres y mujeres: gran claridad, ajuste y bonito timbre de conjunto, con gran proyección y tensión en los momentos más exaltados. Lacombe dirigió de forma algo variable, sobre todo en los tempi, pero procuró seguir el ideal de la orquesta que caracteriza a Saint-Saëns, cercano al clasicista, en donde la definición ha de primar sobre un hacinamiento informe de sonidos, y esto sí que nos parece que lo consiguió.
Carlos Tarín
Gregory Kunde, Nancy F. Herrera, Damián del Castillo, Alejandro López, Francisco Crespo, José A. Florido, Manuel de Diego, Andrés Merino. Coro Teatro de la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla / Jacques Lacombe. Dirección de escena: Paco Azorín. Iluminación: Pedro Yagüe. Producción Teatro de la Maestranza y Festival de Teatro Clásico de Mérida.
Sansón y Dalila, de Saint-Saëns.
Teatro de la Maestranza, Sevilla.
Foto © Guillermo Mendo