Pier Paolo Pasolini fue un hombre del Renacimiento atrapado en el siglo XX. Ateo y religioso, comunista y católico, tímido y descarado, fue sin duda uno de los artistas más libres, polifacéticos, contradictorios e influyentes de toda la centuria pasada. Poeta, escritor, dramaturgo, pintor, ideólogo, pensador, revolucionario (que no rebelde), bestia negra de la burguesía italiana y sobre todo grandísimo director de cine. Unos días antes de que lo mataran infamemente en un asqueroso descampado de una playa de Ostia en 1975, afirmaba en la que sería su última entrevista a la prensa que “escandalizar es un derecho y ser escandalizado un placer y quienes rechazan el placer de escandalizarse, son simplemente unos moralistas”.
Y en este enfrentamiento seguimos inmersos aún casi medio siglo después de que nos lo mataran, como se pudo comprobar en el arranque del segundo acto de esa Tosca que ha planteado el director de escena Rafael R. Villalobos en el Teatro de la Maestranza, después de ser aplaudida y silbada ya en Montpellier, Barcelona y la Monnaie belga.
En una, quizás demasiado estirada escena, pero eso sí, de gran pureza teatral, el actor que interpreta a Pasolini se deja seducir por el desgraciado adolescente chapero de Pino Pelosi (muy bien caracterizado) que finalmente acabará con su vida moliéndolo a palos. El beso final de ambos, el beso de la muerte, parece que se le atragantó a más de un espectador varón y moralista, de esos educados “como dios manda”, que abroncó la osadía a rebuznos. “Ya tenemos bastantes maricones en la tele”, graznó uno el día del estreno. Dos hombres besándose (imaginamos que si se hubiera tratado de dos mujeres la cosa no hubiera llegado a más) sigue provocando furibundas iras y odios sobre esa sociedad intolerante que no duda en propinar coces públicamente, sobre aquello cree, le pertenece en exclusividad, pues resulta sagrada e intocable para su acuartelada conciencia. La polémica estaba servida. La música, por desgracia, pareció pasar a un segundo plano.
Villalobos se esfuerza en meter a empujones el fantasma de Pasolini en su irregular relectura de Tosca, sin conseguirlo ni plena, ni satisfactoriamente. Lo único que une a Cavaradossi con Pasolini es que ambos mueren violentamente en la ciudad de Roma (“Roma o Morte” sentencia el rótulo luminoso del tercer acto).
Mario es un discreto y hetero pintor de Madonnas con ideología, eso sí, libertaria y volteriana. Pier Paolo fue un contradictorio homosexual y comunista, enfrentado no solo a la Iglesia y a la derecha política, sino también incluso a cierto sector de la izquierda italiana. La identificación de ambos, por tanto, se antoja algo caprichosa y complicada de ensamblar. El sevillano utiliza acertadamente en su propuesta un único decorado circular y giratorio, apoyado por las impactantes e ilustrativas pinturas del jiennense Santiago Ydañez.
Resulta indiscutible que Villalobos es un hombre genuino de teatro, como lo demuestra la talentosa dirección de actores desplegada, aunque por momentos caiga en el precipicio de querer contar demasiadas cosas a la vez, llegando incluso al atoramiento. También comete errores infantiles de bulto, como por ejemplo, el tener presente en todo momento en escena durante el segundo acto al torturado Cavaradossi, lo que nos priva de la tensión, suspense y contundencia de la acción teatral (fuera de escena) planteada magistralmente por Puccini (inquieta más aquello que no vemos y simplemente imaginamos).
La estética violenta, fascistoide y turbadora del testamento pasoliniano de Saló, domina el segundo acto, incluyendo adolescentes desnudos y sexualmente humillados. Impactante también el Te Deum con el Coro de la Maestranza ocupando la tribuna superior técnica del recinto, lo que le añadió un envolvente y sugerente efecto sonoro, pese a la incomprensible gratuidad de ver finalmente a Tosca travestida en mortuorio cardenal. La mejor de sus ideas escénicas fue sin duda esa extraña y resplandeciente “dimensión espiritual o abismo místico” personificado por ese cegador haz de luz sobre un fondo negro que se abre al final del primer y tercer acto, pese a que la idea esté prácticamente calcada de aquel monumental “Tristán e Isolda” que levantara en el templo wagneriano de Bayreuth en 1993 el genio de Heiner Müller.
Los romanos
Yolanda Auyanet, de emisión natural y bella, fue una Tosca (en el primer acto reencarnada en la mismísima Maria Callas) de altos vuelos líricos, que no dramáticos. Su refinado y terso instrumento, adolece de un centro más robusto y determinante, careciendo también de la negrura trágica que pide a gritos esa leona enjaulada que es Tosca. La canaria (que hace unos meses regalara en el mismo escenario una estupenda Elisabetta en Roberto Devereux) desplegó un sabio dominio técnico, en su emotivo y bello Vissi d’arte, muy aplaudido por el público. S
i en vez de la Maestranza Teatro, hubiéramos estado unos metros más alejados hasta la Real Maestranza, Vincenzo Constanzo hubiera sido devuelto a los corrales por manso. Inconcebible. Instrumento débil, escuálido y dubitativo, de emisión engolada, sin resonancia ni volumen, para un Cavaradossi blandísimo y forzadísimo en lo vocal y no menos desesperante en lo actoral. Su Recondita armonia fue de una gelidez e inexpresividad insoportables. Como ese agarrotado “Adiós a la vida” exiguo e inaceptable para un Teatro que quiere ser de primera.
Lección de sabiduría sobre un escenario, la que regaló en el primer acto el veterano Ángel Ódena (algo extraviado en el segundo), que pese a las limitaciones de su instrumento, ofreció un Scarpia bien declamado y expresivo, inquietante y con mucha fisicidad y arrojo sobre las tablas.
La Sinfónica sevillana sonó espléndidamente (muy wagneriana) durante toda la representación, con una cuerda magníficamente tensada y la soberbia participación de unos metales contundentes en los momentos más dramáticos.
La aligerada dirección del maestro Marcianò fue más bien discreta, como de querer pasar desapercibido y sin hacer ruido, aferrado a unos tempi muy relajados y lentos, que sin duda ayudaron a no asfixiar a los constreñidos cantantes. Injustificable en el segundo acto (pues se le escapó vivo), careciendo de intensidad, suspense y electricidad, siendo todo su planteamiento musical anodino e insulso, muy de dejarse llevar, sin desplegar en ningún momento la implacable y pasional descarga dramática y alto voltaica que pide a gritos el mago Puccini.
Javier Extremera
Giacomo Puccini: Tosca.
Yolanda Auyanet, Vincenzo Costanzo, Ángel Ódena, David Lagares.
Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro del Teatro de la Maestranza. Director musical: Gianluca Marcianò.
Director de escena: Rafael R. Villalobos.
Sevilla. Teatro de la Maestranza. 14-junio-2023.
Foto © Guillermo Mendo