Como todos los italianos de su época Rossini gozó de gran fama en París y toda Francia, pero también como ellos, al escribir ‘en francés’ tuvo que ‘adaptarse’. Y bien que se adaptó. La transposición del original italiano Mosè, casi un oratorio, se convirtió en algo muy distinto al presentarse en París: esta ópera, con el típico gran ballet, pocos momentos solistas, más dúos y conjuntos, gran papel del coro, orquestación más compleja. Quien prefiere la primera, quien la segunda, y quien (menos pero también) la traducción al italiano de esta versión. Sea como fuere, una gran ópera, interesante y... muy difícil.
Como suele pasar a veces, y aunque no todos los ingredientes rayaran a la misma altura (casi imposible), es el título que puede justificar por sí solo esta edición del Festival. La parte más débil fue la escénica. Pizzi es un hombre de cultura y gusto exquisitos y se nota en su escenografía y vestuario, que no es lo mismo que idear una producción: en este punto prevalece el decorativismo, y es mejor cuando los personajes y el coro están inmóviles que cuando se mueven. Alguno escapa a eso por su carisma personal. Menos interesante aún la coreografía de Gheorghe Iancu, totalmente convencional e insípida. Pero si en este último caso se nota la extensión dilatada no hay nada que verdaderamente ‘arruine’ la velada.
Y el público se manifestó encantado, que también es algo que hay que tener en cuenta, guste o no.
En el aspecto musical también hubo diferencias, pero en general dentro de un nivel alto. El coro del Teatro Ventidio Basso, siempre preparado por Giovanni Farina, estuvo colosal de principio al fin, y para la formación la obra es de gran exigencia.
La orquesta, siempre técnicamente impecable, esta vez tuvo a un director más sensible y muy dedicado a la concertación en Sagripanti que reiteró, en mejor, la impresión que había dejado en Ricciardo e Zoraide. Tal vez sobre alguna pomposidad, pero el conjunto de su labor es excelente.
Los secundarios, encabezados por la veterana Bacelli (Marie), estuvieron bien. Las otras dos figuras femeninas son las únicas agraciadas con un aria y triunfaron. La que más, Berzhanskaya (Sinaïde, la mujer del faraón), provocó auténtico delirio al final del segundo acto: su agudo es un tanto metálico, pero parece estar relacionado con su escuela de canto.
Buratto (Anaï) tiene una voz bellísima y grande aunque se empecina en unos sonidos de pecho que no hacen falta y podrían resentir su instrumento. Tagliavini fue un protagonista solidísimo, de registro parejo y buen color de bajo, e inteligente, aunque por magnetismo le ganó -por puntos- el Faraón de Schrott, que contaba además con la ventaja de haber encarnado ya el mismo personaje en su debut hace ya un tiempo en la Scala: lo ha profundizado en todos los aspectos y la voz suena amplia y bella (parece que eso a algunos les molesta, no sólo en este caso: el problema no es tener voz grande, sino cómo se la utiliza).
Owens, por las dimensiones, el color y la emisión, resultó aceptable en Amenofis, pero deberá aún trabajar bastante (los dúos con los demás personajes lo expusieron de forma inclemente). Mejor, aunque con timbre menos grato al oído, el Éliézer de Tatarintsev, al que por suerte se le reconoció el mérito de vérselas con una parte tan difícil como árida.
El éxito durante y al concluir el espectáculo fue tan claro como arrollador. No se escucharon esos aplausos en las otras dos óperas.
Jorge Binaghi
Roberto Tagliavini, Erwin Schrott, Eleonora Buratto, Vasilisa Berzhanskaya, Andrew Owens, Monica Bacelli, Alexey Tatarintsev.
Orchestra Sinfonica Nazionale della RAI / Giacomo Sagripanti.
Escena: Pier Luigi Pizzi
Moïse et Pharaon de Rossini.
Vitrifrigo Arena, Pésaro.
Foto © ROF / Studio Amati Bacciardi