Escuchar música barroca es como leer poesía. Entrar en una burbuja, fuera del mundanal ruido, y ser y estar solo para sentir la melodía del verso o para escuchar la retórica de la pieza. El poema, como la música barroca, te permite parar, o más bien te solicita amablemente frenar tu rutinaria prisa sin sentido. Si no lo haces, si pretendes escuchar a Monteverdi o leer a Quevedo sin toda la atención de tus sentidos, sin la calma precisa para calar las cosas, existe la posibilidad de encontrarte con la indiferencia del poema, con la desidia de la música. Al no querer dilatar tu agitada existencia en su burbuja, la rima o las notas resbalarán como si no quisieran quedarse en ti, como si no les compensara el desinterés que el día a día de la vida actual les promete.
A aquellos valientes que se atrevieron a parar, la soprano Raquel Andueza y el ensemble barroco La Galanía regalaron un concierto de locuras y tormentos recogido en el ciclo Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical. Fueron sus oyentes habituales los que, un año antes, habían decidido el programa que interpretarían los músicos para celebrar el décimo aniversario de su trayectoria como grupo. Entre los autores destacaban Monteverdi, Cavalli, Lully y varios anónimos cuyas piezas Álvaro Torrente se había encargado de reconstruir.
El título de la velada encuentra sus razones en las letras de las piezas con las que nos obsequiaron el pasado miércoles. Yo soy la locura es uno de los temas cumbre del conjunto y da título al que fuera el primer álbum registrado para su propio sello, Anima e Corpo.
Entre pieza y pieza había, de vez en cuando, un pequeño entremés instrumental que daba aire al resto de las obras con voz y que solía seguir una línea armónica de Chacona o de Folía. Andueza era pura retórica en su canto, pasaba del arrebato a la delicadeza. Supo mezclar la pantomima, lo cómico, lo grotesco y a la vez el dolor profundo y el amor en vilo. “No, no, ch’io non voglio, se scoglio m’aspetta drizzar la barchetta” (No, no, que yo no quiero, si un escollo me espera, izar las velas), nos cantaba en Por qué, si me odiabas, de Claudio Monteverdi.
Tras las primeras intervenciones, el violín, Pablo Prieto, tomaba las riendas melódicas y cabalgaba, agitado o tembloroso por el diapasón según lo pidiera el afecto. Pierre Pitzl a la guitarra barroca y Jesús Fernández Baena, a la tiorba, dejaban su poso armónico bañado con miradas cómplices y medias sonrisas que daban la calma perfecta para los giros violinísticos y las líneas que, de vez en cuando, llegaban desde el arpa de dos órdenes de Manuel Vilas. Se echó en falta la presencia del percusionista David Mayoral que no pudo asistir a la velada.
Los instrumentos de cuerda pulsada del barroco invocan al silencio, probablemente debido a su tenue proyección, como decíamos, alejada del mundanal ruido. En las primeras obras nos pilló desprevenidos, pero a lo largo del concierto se palpaba más y más toda la atención que se gestaba en la sala de cámara del Auditorio Nacional.
Tras los aplausos se acariciaba ese silencio expectante con el que aguardábamos atentos a que la discreta caricia de la tiorba diera comienzo a una nueva pieza. Así ocurrió con el precioso tema Sé que me muero, atribuido a Lully, donde Andueza se volvió dama henchida de amor que adolecía en su canto. Hay que destacar aquí, y en todas las obras que no se cantaban en castellano, el trabajo de traducción de Beatrice Binotti. Es muy de agradecer contar con un programa en el que se puedan leer los textos cantados.
En La jácara de la trena la joven enamorada se convertía en el truhan de Escarramán que, combinando la pícara poesía de Quevedo con la música y el canto, nos narraba una carta a su amada, la Méndez. En ella contaba cómo había sido preso por beber la minucia de sesenta y nueve copas y montar una pelea. “Al trago sesenta y nueve, que apenas dije ‘Allá va’, me trajeron en volandas por medio de la ciudad”. La pieza dejaba con ganas de escuchar la respuesta de la señora, que existe, también musicalizada, pero no tuvimos el placer.
Ya hacia el final del concierto, el ensemble se atrevió con una Zarabanda, un baile por el que, en el año 1587, te azotaban 200 veces y te llevaban seis años a galeras. La del Catálogo hablaba de un buen paisano al que le gustaban las mujeres “de cualquiera suerte”: “De cualquier doncella ando enamorado, que es dulce bocado cuando gozo de ella, que el gusto y querella mucho me apresura. ¡Hala, ven, ventura, hala, ven, y dura!”. Desde luego, todo un escándalo para la Inquisición.
Con Andueza y La Galanía nos escapamos del mundanal ruido, nos sumergimos en la poesía y el Barroco y palpamos el placer de parar. Parar para escucharnos, para escucharlos, para sentir cómo las notas y los versos nos calaban y volvíamos a darles la mano a los afectos. Fue todo un deleite ser parte de esa burbuja que crearon en el escenario y poder volver a sentir el amor y la risa a través del canto y el verso. El concierto fue todo un acto de rebeldía ante la prisa del mundo.
Alicia Población
Raquel Andueza, La Galanía
Universo Barroco, Centro Nacional de Difusión Musical
Obras de Monteverdi, Cavalli, Lully, etc.
Auditorio Nacional de Música, Madrid
Foto © Elvira Megías