Rossini continúa siendo un compositor minoritario, a pesar del ímprobo esfuerzo del Festival de Pesaro y de las casas discográficas por popularizar su obra; es todavía un músico “for the happy few”. Su música es eso, pura música, sin sentimentalismos, perfectamente compuesta, perfectamente orquestada, sin concesiones frente a los que creen que es algo fácil y asequible.
Se trata de una música deslumbrante por su brillantez, por su ritmo, por su belleza y esa es su grandeza, pero también su miseria, ya que esto impide que muchos puedan apreciar a este gigante.
Cenerentola, con El Barbero de Sevilla y La Italiana en Argel, forma la trilogía más habitual en los escenarios, pero las infrecuentes Mahometo II, La Gazza Ladra, La Donna del Lago, Otello, Armide, Semiramide, Zelmira Armida, Guillermo Tell, etc, son harina de otro costal; también obras maestras, quizá más que la trilogía antes mencionada, a pesar de la recomendación de Beethoven a Rossini de que escribiese “más barberos de Sevilla y se dejase de óperas serias”.
Son estas últimas creaciones monumentales las que exigen montajes millonarios, un enorme plantel de cantantes capaz de enfrentarse a unas partituras vocales endemoniadas y un soberano director de orquesta. Casi nada. Todo esto para exponerse a que el público de la ópera, en muchos casos tan adocenado, se aburra como una ostra porque se trata de óperas “demasiado largas” y absolutamente desconocidas.
Rossini, a pesar de su aparente superficialidad, es un músico dificilísimo y sumamente intelectual, por ello bastante inaccesible en una primera aproximación. Pero esta inaccesibilidad no es aplicable a Cenerentola, aunque también es una obra que tiene una lectura bastante peculiar; la Cenerentola de Rossini no es la de Perrault, no es un cuento a lo Walt Disney, es una obra “genialmente vulgar” pero jamás vulgar ni chabacana, por eso lo que ha hecho el noruego Stefan Herheim, en el Teatro Real, me parece equivocado de base, la realización es impecable, pero el concepto, en mi opinión, no.
Aquí, sustituido por Steven Whiting, Herheim, del que he visto varios montajes, es uno de esos directores de escena al que le sobran ideas, pero esa abundancia le suele llevar a producir espectáculos sobrecargados, excesivos que en ocasiones resultan confusos y demasiado elaborados. Su Cenerentola no es un “dramma giocoso”, aunque parezca mentira, como Don Giovanni y Cosi fan tutte de Mozart.
Por eso conservar el equilibrio entre ambas denominaciones es un verdadero reto para el director de escena. Herheim cercena, excepto en el caso de Angelina y Alidoro, en el resto de los personajes cualquier rasgo de humanidad, transformándolos en marionetas manejadas por un supuesto omnipotente Rossini/Don Magnífico. No ayuda tampoco una escenografía en constante movimiento más apropiada en ocasiones para un Dickens de los bajos fondos londinenses. Hasta la elegante embocadura neoclásica del escenario que se repite varias veces en profundidad es negra, por lo que el “sole imbotigliato” de la partitura no me pareció reflejado en la escena. Las proyecciones bastante vulgares.
Reparto vocal discreto, sin grandes alardes
Cumpliendo con sus desangelados papeles, la soprano Rocío Pérez y la mezzo Carol García, como las hermanastras Clorinda y Tisbe.
Renato Girolami fue Rossini/Don Magnífico y, a pesar de la importancia que le quiere conceder Herheim, quedó bastante desdibujado. Su voz es impersonal y su adecuación a las dificultades del canto rossiniano bastante discutibles.
Estupendo, una vez más, el bajo Roberto Tagliavini, como Alidoro. Su voz amplia, de tintes cupos, concedió una dignidad al personaje notable y, además, demostró que cuando se canta bien, ni Rossini supone un reto.
El barítono francés Florian Sempey fue un Dandini bastante vulgar e histriónico en lo escénico, aunque cantó de forma aceptable con las coloraturas salvadas con dignidad.
El tenor lírico ligero ruso, Dmitri Korchak, como Don Ramiro, el Príncipe, sigue siendo un buen tenor para este repertorio; aunque haya perdido un tanto la facilidad de hace unos años, todavía afronta sin problemas los sobreagudos y es un intérprete muy digno a niveles teatrales.
¿Pero qué es una Angelina, Cenerentola, sin Cenerentola? * Pues poca cosa, la mezzo francesa Karine Deshayes, muy apreciada en su país, es una cantante muy digna, su canto es musical y resuelve las dificultades vocales con soltura, pero su voz es reducidísima, sus graves inexistentes, sus agudos no siempre bien colocados y su personalidad muy gris. Von Stade era refinadísima y exquisita pero iluminaba la escena con su personalidad, como DiDonato, últimamente Garança y no digamos nuestra gran Berganza.
Riccardo Frizza, un experto en estas lides, dirigió al inicio con una cierta desgana, desquitándose posteriormente consiguiendo un excelente ajuste entre foso y escenario, mimando a los cantantes y obteniendo de la orquesta un sonido nítido y brillante cuando lo requería la partitura.
Una inauguración de la temporada, “con la mejor programación de la historia del Teatro Real”, de lo más gris y decepcionante.
(*) Para gran sorpresa, en el segundo reparto si tuvimos Cenerentola y de qué calibre. Se trata de la mezzo rusa de 25 años Aigul Akhmetshina, un verdadero prodigio canoro que posee una voz grande y bellísima, que se desenvuelve con soltura en todos los resgistros, con un centro ancho, graves perfectamente colocados y agudos deslumbrantes, además posee una presencia envidiable y es una intérprete redomadamente buena a niveles teatrales. Vamos, una interprete prodigiosa de la que oiremos hablar mucho...
Francisco Villalba
La Cenerentola
Teatro Real, Madrid
Foto: Florian Sempey (Dandini), Rocío Pérez (Clorinda), Karine Deshayes (Angelina), Dmitry Korchak (Don Ramiro), Roberto Tagliavini (Alidoro), Carol García (Tisbe) / © Javier del Real | Teatro Real