Mientras asisto a la representación de Alejandra (2013), una ópera de cámara para mezzosoprano, actriz, piano y bailarina, compuesta por la compositora y pianista Graciela Jiménez, me vienen a la memoria unas palabras de la poeta Marina Tsvietáieva, quien en su libro El poeta y el tiempo afirmaba que «todo el arte no es más que la potencialidad de una respuesta».
Es una observación que comparto, pues en efecto cuando leemos, observamos un cuadro, escuchamos una sinfonía, vemos una película o una obra de teatro, si las obras tienen hondura, sentimos deseo de responder, de replicar, de expresar los efectos que la obra de arte nos provoca. Lo habitual es glosarla, contarla a otros, compartir las emociones o los pensamientos sobrevenidos, celebrarla. Y esas respuestas tienen un gran valor, pues son un modo de prolongar la obra, de ensalzarla, de comprenderla mejor en compañía de otros. Nada hay más satisfactorio que continuar en la conversación lo que suele encerrarse en la intimidad.
Esos comentarios son la frontera que la mayoría de las personas no suele traspasar, pues se considera incapaz de ir más allá, de ofrecer a cambio algo más que palabras. Otras personas, por el contrario, dan una respuesta artística a lo leído, visto o escuchado. Sienten la necesidad de crear algo nuevo, de recrear lo recibido. La historia cultural de la humanidad está marcada por ese enlazamiento de respuestas, de diálogos entrecruzados entre obras no necesariamente contemporáneas (aunque cualquier obra antigua se vuelve de inmediato contemporánea cuando alguien la trae al presente). Esas respuestas pueden adoptar la forma de una cita, una parodia, un homenaje, una imitación, una invención. Lo cierto es que, como afirmaba Marina Tsvietáieva, toda obra de arte lleva consigo, aunque no siempre se haga patente, la capacidad de generar una réplica artística.
Es el caso de la obra referida, Alejandra, cuya compositora, Graciela Jiménez, tal como ha declarado, se sintió tan conmovida por la lectura de la poesía de Alejandra Pizarnik que tuvo el impulso de responderle, de devolverle algunos de los sentimientos y pensamientos que le habían suscitado sus poemas, como una forma de gratitud y reconocimiento. Ese diálogo con la poeta comenzó desde la primera lectura. Ya en 1999 compuso algunas piezas a partir de sus poemas, Tres piezas para piano e Inminencia, para violonchelo y piano, concebidas algunas de ellas para acompañar lecturas poéticas en torno a Alejandra Pizarnik. Le parecía que el diálogo interior, el simple regocijo íntimo, no era suficiente, que era más adecuado hacer públicas, compartir sus propias respuestas.
Lo que ahora se ha ofrecido a los espectadores que asistieron al estreno de Alejandra es el resultado de un largo proceso de creación que comenzó hace casi una década, cuando Graciela Jiménez esbozó el espectáculo con una selección de poemas de Alejandra Pizarnik, algunos de ellos escritos poco antes de su suicidio, ocurrido en 1972.
Concebido como un entramado de música, danza, voz soprano y recitado, el espectáculo se desarrolla en dos direcciones: una que exalta la poesía de Alejandra Pizarnik, su atormentado mundo expresivo, su lenguaje visible, y otra que trata de ahondar, si eso es posible, en su intimidad, en sus razones y sus heridas, en su magma emocional secreto.
La elección por parte de Graciela Jiménez de esos elementos -sonido, cuerpo, palabra- no es gratuita. Si se indaga un poco en la poesía de Alejandra Pizarnik puede observarse que emanan de ella sin esfuerzo. «Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba», se escucha en un momento del espectáculo.
Ese empeño por entrar en el interior de la música, por penetrar hasta el fondo de las notas, es paralelo a su obsesión por desentrañar el misterio del lenguaje, por llegar a lo más profundo del significado de las palabras y poder palpar su verdadera sustancia. «No quiero ir nada más que hasta el fondo», fueron sus últimas palabras poéticas y son las palabras con las que termina la primera parte de la pieza, un canto melismático que se desliza hacia el registro grave y se desvanece en el silencio a cámara lenta, como si de un efecto cinematográfico se tratara.
Alejandra Pizarnik nunca abandonó esa búsqueda alucinada, germen simultáneo de gozo y de dolor, pues toda su vida fue un solitario peregrinaje hacia las palabras exactas que pudieran nombrarla, mostrarla, salvarla de una biografía que a menudo la mortificaba («Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo, pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto», escribió).
Ese sondeo angustiado en busca de una voz definitoria y definitiva fue su tormento. Quienes leemos ahora los pecios de ese itinerario sentimental, sus poemas, sus imágenes fulgurantes y sincopadas, no podemos sino sentirnos sobrecogidos y fraternos, agradecidos también, pues pocas poetas se atrevieron a llegar tan lejos, a llevarnos tan lejos en busca de las palabras transparentes que nos expresaran a la vez que la expresaban a ella. En sus Diarios, a propósito de una confidencia que le hace una lectora sobre el poder balsámico de sus poemas, reconoce que «tal vez la poesía sirve para esto, para que en una noche lluviosa y helada alguien vea escrito en unas líneas su confusión inenarrable y su dolor».
Por ello, la concepción del espectáculo Alejandra no hace sino llevar al escenario las posibilidades expresivas de la poesía de Alejandra Pizarnik, el desolado mundo que una compositora tan talentosa como Graciela Jiménez percibe tras sus versos. La música, densa y tensa, vehemente y leve a la vez, que acaricia con delicadeza los silencios (otro tema omnipresente en la poesía de Alejandra Pizarnik: «el silencio es luz», dijo, y también «el silencio es fuego»), impulsa constantemente a un cuerpo que se desliza por el escenario, que se refugia bajo el piano, que se agita y se duele, haciendo del movimiento la caligrafía de la aflicción.
Un cuerpo que es música poesía y carne al mismo tiempo, pues para ella eran inseparables («ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo», dejó escrito), un cuerpo que responde igualmente al canto, a una voz que se desgaja del cuerpo atormentado para hablarle desde el otro lado, como habla un espejo a su dueño. Solo cuando aparece la figura de Alejandra Pizarnik, la palabra hecha carne, se ausentan la música, el cuerpo y la voz, como si lo previo y lo posterior fuese la auscultación de las entrañas invisibles. La palabra es entonces la que cuenta, la que nos hace escuchar el latido vital de la poeta. «No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato.
No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una trampa, un escenario más», dice la poeta en un momento dado del espectáculo.
En ese espacio abierto que constituye la ópera contemporánea se sitúa Alejandra, cuya más valiosa virtud es abrir a los espectadores, gracias a la bella y excelsa simbiosis entre música, poesía y movimiento corporal expresivo lograda por Graciela Jiménez, el mundo poético y la vida de Alejandra Pizarnik, cuya escritura nos sigue conmoviendo.
Juan Mata
Título: Alejandra (2013)
Ópera de cámara en tres partes
Música, guion y dirección: Graciela Jiménez
Textos: Alejandra Pizarnik
Intérpretes:
Andrea Villarrubia: recitado
Julia Sanjurjo: mezzosoprano
Graciela Jiménez: piano
Haku Guerrero: danza
Estreno: 20 de mayo de 2022.
Palacio de los Condes de Gabia, Granada.
www.gracielajimenez.com / www.hilandocielos.com
Foto © Carmen Tatiq