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Crítica / Nadine Sierra y Xabier Anduaga, el triunfo del belcanto - por Juan Carlos Moreno

Barcelona - 24/04/2025

El pasado 22 de abril, tres meses después de haber triunfado en el papel de Violetta de La traviata de Verdi, Nadine Sierra regresó al Gran Teatre del Liceu. Esta vez lo hizo para cantar una de esas óperas que, dado su inverosímil argumento y el más que terrorífico libreto de Felice Romani, solo tienen sentido si permiten disfrutar de voces como la suya: La sonnambula, de Vincenzo Bellini. No defraudó. Ya desde su entrada, la escena “Come per me sereno” y la cabaletta “Sovra il sen la man ti posa”, demostró que la velada iba a ser inolvidable. No se trata solo de la belleza del instrumento de Sierra, ni de su prodigiosa técnica, la facilidad con la que sortea las exigentes coloraturas bellinianas, proyecta el agudo o apiana las notas hasta conseguir estremecedores pianissimi, ni tampoco de la indiscutible elegancia de su línea o su adecuación al estilo, sino de cómo todo eso nunca queda en mero artificio, sino que es abordado con una frescura y teatralidad únicas. A partir de ahí, su prestación no decayó ni un solo instante, ni en el plano actoral ni en el canoro, hasta culminar en la escena de sonambulismo y en ese agudo que cierra la ópera y que hizo levantar al público de sus butacas.

La sonnambula, al igual que Norma, es una ópera concebida para lucimiento de la soprano protagonista, pero cuya interpretación quedaría coja sin un tenor de garantías. En este caso, la elección no pudo ser mejor, pues el papel de Elvino recayó en Xabier Anduaga. La suya es una voz plena, de centro cálido y agudo brillante, generosa y segura en lo que a emisión se refiere, así como llena de matices, como mostró en “Prendi, l’anel ti dono”, cuyo acento melancólico supo destacar plenamente, mientras que en “Ah, perché non posso odiarti” reveló un carácter y fuerza que iban más allá de lo vocal.

La Lisa de la soprano Sabrina Gardez fue de menos a más, defendiendo con soltura las ornamentaciones de la arietta “De’ lieti auguri a voi son grata”. Menos convincente resultó la prestación del bajo-barítono Fernando Radó como Conde Rodolfo, más que correcto a nivel escénico, pero excesivamente liviano en el vocal. El resto del reparto cumplió con sus respectivos papeles, con especial mención para la Teresa de la mezzosoprano Carmen Artaza.

En el foso, Lorenzo Passerini mostró su conocimiento del repertorio belcantista con una dirección atenta en todo momento a los cantantes, a respirar con ellos, a hacer que la orquesta les acompañe sin pasarles por encima. El cuarteto de Lisa, Teresa, Elvino y Rodolfo del segundo acto fue así un dechado de contención y sutileza. Pero Passerini, que en todo momento hizo gala de un sentido del tempo muy flexible y teatral, supo también imprimir nervio y contundencia a la orquesta, con puntuales aceleraciones de lo más efectivas y extremas en los cierres de escena y acto. La orquesta respondió de modo irreprochable, tanto en conjunto como a nivel de solistas, especialmente flautas, clarinete y trompeta. El coro, en cambio, no estuvo esta vez a la altura, con un canto falto de brillo y proyección.

Para un director de escena, La sonnambula es un regalo envenado, pues se trata de una ópera imposible desde el punto de vista teatral. Bárbara Lluch ha aceptado el reto en esta coproducción entre el Gran Teatre del Liceu, el Teatro Real, el Nuevo Teatro Nacional de Tokio y el Teatro Massimo de Palermo. Su opción pasa por respetar la época y ambientación propuestos por el libreto, pero eliminando los aspectos más románticos y llevando todo hacia unos presupuestos más actuales, que la propia directora reconoce ligados al movimiento del #Metoo. Así, el celoso Elvino aparece como un personaje tóxico, un maltratador en potencia, de modo que el final feliz de la ópera queda en entredicho. Más interesante resulta la presencia de unos espectros encarnados por los bailarines del Metamorphosis Danza, que, a partir de una coreografía de Iratxe Ansa e Igor Bacovich, encarnan a los fantasmas que atormentan a la protagonista Amina y la conducen al sonambulismo. No obstante, su uso, presente ya en el comienzo de los dos actos antes de que la música empiece a sonar, acaba resultando un tanto reiterativo.

La escenografía de Christof Daniel Hetzer aporta poco, sobre todo por su indefinición, pues si en el primer acto unas sábanas extendidas sirven tanto para ambientar la ceremonia de esponsales de Elvino y Amina como las estancias del Conde Rodolfo, en el segundo acto el primer cuadro tiene como marco una especie de serrería que remite a la Revolución Industrial (¿una alusión a la deforestación causada por el ser humano?) y, el segundo, una fachada de madera que tanto hace las veces de templo como de casa de Amina. Más verosímil resulta el vestuario de Clara Peluffo Valentini, mientras que la iluminación de Urs Schönebaum resulta funcional, pero sin jugar un papel esencial en la puesta en escena.

En definitiva, si la producción se sostiene, y se disfruta, es gracias a la espectacular prestación de Nadine Sierra y Xabier Anduaga, y a la encomiable y atenta dirección de Lorenzo Passerini. La música y, en particular, la voz, se impone en este caso claramente a lo escénico. Lo contrario, en Bellini, habría sido una auténtica catástrofe.

Juan Carlos Moreno

 

Nadine Sierra, Xabier Anduaga, Sabrina Gardez, Fernando Radó, Carmen Artaza, Isaac Galán y Gerardo López.

Cor i Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu / Lorenzo Passerini.

Escena: Bárbara Lluch.

La sonnambula, de Bellini.

Gran Teatre del Liceu, Barcelona.

 

Foto © A. Bofill

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